Por el lado del gato.
Había tenido que utilizar todas sus dotes de persuasión a fin de convencer a su vecino para que se quedara con
Elvis
. Un bicho raro que trabajaba en la tienda de discos Pet Sounds, pero al final lo había conseguido.
Dos noches.
Seguro que no aceptaría una tercera.
—Lo siento, me gustaría quedarme —dijo Olivia.
—¿Te ha gustado la isla?
—Me gusta mucho la isla. El tiempo es un poco asqueroso, pero me encantaría volver.
—Sería agradable.
Así se expresa un auténtico chico de los bogavantes, pensó Olivia, mientras subía por Badhusgatan en Strömstad, con la garganta dolorida e inflamada. Se dirigía a casa de un policía jubilado. Gunnar Wernemyr. El hombre que según Betty Nordeman había entrevistado a la zorra Jackie de Estocolmo. Olivia lo había encontrado en la guía telefónica Eniro y lo había llamado antes de subir al barco en Nordkoster. Se había mostrado muy amable. No tenía ningún inconveniente en recibir a una joven aspirante a policía, agente jubilado como era. Además, había entendido de inmediato a qué Jackie de Estocolmo se refería Olivia. Sí, la relacionada con el asesinato en Hasslevikarna.
—Se llamaba Jackie Berglund. Lo recuerdo perfectamente.
Justo antes de doblar a la derecha en Västra Klevgatan sonó su móvil. Era Åke Gustafsson, su director de estudios. Tenía curiosidad.
—¿Qué tal te va?
—¿Con el caso de la playa?
—Sí. ¿Has encontrado a Stilton?
¿Stilton? Había dejado de existir para ella en las últimas veinticuatro horas.
—No. Pero hablé con Verner Brost, de casos abiertos, me dijo que Stilton había dejado el cuerpo por razones personales. ¿Tú sabes algo?
—No. O mejor dicho, sí.
—¿Sí o no?
—Se fue por razones personales.
—De acuerdo. No, por lo demás no he descubierto gran cosa.
Olivia pensó que lo mejor sería guardarse sus vivencias en Koster para un futuro resumen más elaborado.
Si es que alguna vez llegaba a haber algo más que contar.
Wernemyr vivía en una preciosa y antigua casa con una escalinata que conducía hasta la puerta principal y unas vistas magníficas sobre el puerto. Su esposa, Märit, había preparado café y le había dado a Olivia una cucharada de un jarabe marrón para el dolor de garganta.
Ahora estaban sentados en la cocina pintada de verde que probablemente no había sido renovada desde principios de los sesenta. En los alféizares de las ventanas, perritos de porcelana, fotografías de los nietos y pelargonios rosas se batían por el espacio. Olivia siempre sentía curiosidad por las fotografías de los demás. Señaló una de ellas.
—¿Son vuestros nietos?
—Sí. Ida y Emil. Nuestra debilidad —explicó Märit—. Vienen la semana que viene y se quedarán hasta pasado San Juan. Será divertido volverlos a tener aquí.
—Ya, pero no exageres —sonrió Gunnar—. También te suele resultar una bendición cuando regresan a su casa.
—Sí, tienes razón, sus visitas suelen ser muy intensas. ¿Qué tal la garganta? —Märit miró compasiva a Olivia.
—Un poco mejor, gracias.
Olivia bebió un sorbo de café de la bonita taza de porcelana con rosas rojas. Su abuela había tenido unas muy parecidas. Y luego hablaron un poco sobre la actual formación de los agentes de policía, los tres. Märit había trabajado en el archivo de la policía en Strömstad.
—Ahora lo han centralizado todo —dijo—. Lo han juntado todo y han creado un archivo central en Gotemburgo.
—Supongo que es allí donde ha acabado la investigación —opinó Gunnar.
—Sin duda —asintió Olivia.
Esperaba que Gunnar no se mostrara demasiado reservado cuando llegara la hora de sincerarse acerca de la investigación. Al fin y al cabo, hacía muchos años de todo aquello.
—Entonces, ¿qué querías saber acerca de Jackie Berglund?
Pues la verdad es que no se muestra demasiado reservado, pensó Olivia, y dijo:
—¿Cuántos interrogatorios le hicisteis?
—Yo le hice un par, aquí, en la comisaría. Se le hizo uno en Nordkoster, a título informativo. Fue el primero —dijo Gunnar.
—¿Por qué la trajisteis aquí para interrogarla?
—Fue por aquello del yate de recreo. ¿Sabes a qué me refiero?
—La verdad es que no.
—Pues verás, la tal Jackie era sin duda una chica
escort
.
Una puta de lujo, pensó Olivia, fiel a las maneras del barrio de Rotebro.
—Ya sabes, una de esas putas de lujo —dijo Märit, a su manera de Strömstad.
Olivia sonrió levemente. Gunnar prosiguió:
—Estaba a bordo de un yate de recreo noruego junto con dos noruegos que abandonaron la isla inmediatamente después del asesinato. O mejor dicho, intentaron abandonarla, pues una de nuestras lanchas los interceptó mar adentro, averiguaron de dónde procedían y los escoltaron de vuelta a la isla. Y puesto que los noruegos estaban como cubas y Jackie Berglund se encontraba visiblemente bajo los efectos de algo más que del alcohol, los trasladamos a los tres hasta aquí para interrogarlos en cuanto recuperaran la sobriedad.
—¿Y tú fuiste quien dirigió los interrogatorios?
—Así es.
—Gunnar era el mejor interrogador de la costa occidental. —Märit lo dijo más como una constatación que como un halago.
—¿Qué conseguiste sonsacarles?
—Uno de los noruegos dijo haber oído en la radio que se estaba levantando el viento y se avecinaba tormenta, y que por eso dejaron la isla, querían llegar a puerto. El otro dijo que se les había acabado el alcohol y querían volver a su país por más.
Dos versiones bastante encontradas, pensó Olivia.
—¿Y qué dijo Jackie Berglund?
—Que no tenía ni idea de por qué habían abandonado la isla, ella simplemente los acompañaba.
—«Eso de la navegación no va conmigo» —impostó Märit con un acusado acento de Estocolmo.
Olivia la miró.
—Eso fue lo que declaró la Berglund esa, ¿te acuerdas que nos reímos cuando volviste a casa y me lo contaste?
Märit sonrió a su marido, que parecía algo incómodo. Irte de la lengua con tu esposa cuando tienes un interrogatorio entre manos no es precisamente un rasgo de profesionalidad.
A Olivia le daba igual.
—Pero ¿qué dijeron concretamente acerca del asesinato?
—En eso estuvieron de acuerdo los tres: ninguno estuvo en Hasslevikarna, ni la noche del asesinato ni antes.
—¿Decían la verdad?
—No lo supimos con certeza; al fin y al cabo, nunca se llegó a esclarecer el caso. Pero no teníamos nada que los vinculara con el lugar del asesinato. Por cierto, ¿estás emparentada con Arne Rönning?
—Es mi padre. Era.
—Leímos que había fallecido —dijo Gunnar—. Mis condolencias.
Olivia asintió con la cabeza y Märit sacó un álbum de fotografías de la carrera policial de Gunnar. En una de ellas aparecía junto a Arne y otro agente.
—¿Él es Tom Stilton? —preguntó Olivia.
—Sí.
—Vaya. ¿Sabes dónde está ahora? Me refiero a Stilton.
—No.
Al final había elegido el de color cereza. Tenía debilidad por él. Era más sencillo que los demás vestidos, pero bonito. Ahora estaba al lado de su esposo en la Cámara de Comercio, sonriente. No era una sonrisa fingida. Sonreía porque estaba orgullosa de su marido, de la misma manera que sabía que él lo estaba de ella. Nunca habían tenido problemas con el equilibrio profesional. Él atendía sus asuntos y ella los suyos, y ambos eran profesionales de éxitos contrastados. Ella a un nivel ligeramente más bajo, desde un punto de vista global, pero aun así exitosa. Era
coach
profesional y en los últimos años las cosas le habían ido muy bien. Todo el mundo quería hacer carrera y ella conocía todos los trucos. Una buena parte los había aprendido de Bertil, pues su marido tenía más experiencia que la mayoría de la gente, pero casi todo era mérito propio.
Era una mujer muy competente.
Así pues, cuando el monarca sueco se inclinó y le hizo un pequeño cumplido acerca de su vestido cereza, no fue una lisonja indirecta destinada a Bertil. Iba destinada directamente a ella.
—Gracias, majestad.
No era la primera vez que se encontraban. El monarca y Bertil compartían afición por la caza, especialmente de perdices. En un par de ocasiones habían integrado el mismo equipo y establecido una relación, al menos en términos conversacionales. En la medida en que se podía establecer tal relación con un rey, pensó. Pero lo suficiente para que Bertil y su esposa fueran invitados a un par de cenas menores con gente del círculo más cercano a la casa real. Unas reuniones un tanto rígidas y formales para el gusto de Linn, pues la reina no resultaba la persona más graciosa del mundo, pero eran importantes para Bertil. Se hacían contactos y, además, nunca fallaba, luego corría el rumor de que habían cenado con el rey.
Linn sonrió para sus adentros, eso era importante en el mundo de Bertil, algo menos en el suyo. Más importante era intentar acabar con toda la mierda que ahora mismo vertían sobre MWM. Esa mierda que incluso llegaba a salpicarla a ella. De camino a la ceremonia se habían encontrado con un grupo de manifestantes con pancartas que acusaban a MWM de cosas bastante desagradables. Linn se dio cuenta de que molestaban a Bertil. Él sabía que los medios de comunicación cubrirían incluso un acto tan minoritario como ese y que sin duda lo confrontarían con su galardón.
Y lo ensuciarían un poco.
Una pena.
Linn miró alrededor. Reconocía a la gran mayoría. Todos se llamaban Pirre o Tusse o Latte o Pygge o Mygge, o como fuera que aplicaran el diminutivo a sus nombres. Nunca había llegado a aprenderse bien sus nombres, no sabía quién era quién. En su mundo la gente tenía nombres más normales, pero sabía que eran personas importantes para Bertil. Personas con las que cazaba, navegaba, cerraba negocios y se relacionaba.
Aunque no en la cama.
Conocía muy bien a su marido.
Seguían queriéndose y tenían una vida sexual buena. No con la misma frecuencia de antes, pero satisfactoria cuando se daba la ocasión.
«Satisfactoria», pensó. Menuda palabra para referirse al sexo. Y sonrió, justo cuando Bertil la miraba. Hoy estaba guapo. Corbata de un púrpura apagado, traje negro de líneas sencillas, elegantes, zapatos italianos hechos a medida. Lo único que no le gustaba era su camisa: azul oscura con cuello blanco. Era casi lo más feo que había visto nunca. Llevaba años haciendo campaña contra esa clase de camisas.
Todo en vano.
Ciertas cosas calan más hondo que las cicatrices. Para Bertil eran las camisas azules de cuello blanco. Lo consideraba una especie de emblema arquetípico. Indicaban su pertenencia a algo que a ella le era bastante ajeno: clase y estilo intemporal.
O eso creía él.
Bastante ridículo, pensaba ella. Y feo.
Bertil recibió su galardón de manos del rey. Hizo alguna que otra reverencia, miró a Linn con el rabillo del ojo y le guiñó el ojo. Ojalá la vejiga se comporte, pensó Linn. Ahora mismo no era el momento para salir disparado hacia el baño.
—¡Champán!
Varios camareros de librea se paseaban por la sala con pequeñas bandejas llenas de copas de Grande Cuvée. Linn y Bertil cogieron un par y las levantaron para brindar.
Fue entonces cuando sonó.
O vibró. El móvil en el bolsillo de Bertil.
Se apartó un poco con su copa, lo sacó y contestó.
—Magnuson.
Se oyó un diálogo en el móvil. Muy breve pero chocante para Magnuson. Un fragmento de una conversación grabada:
«Sé que estás dispuesto a llegar lejos, Bertil, pero ¿hasta el asesinato?»
«Nadie podrá relacionarlo con nosotros.»
«Pero nosotros lo sabemos.»
«No sabemos nada… si no queremos.»
El diálogo se interrumpió.
Un par de segundos después, Bertil bajó la mano con que sostenía el móvil, el brazo se le había quedado rígido. Sabía exactamente de qué conversación se trataba. Sabía exactamente cuándo había tenido lugar y sabía exactamente a quiénes pertenecían las voces.
A Nils Wendt y a Bertil Magnuson.
Él había cerrado la conversación: «No sabemos nada… si no queremos.» Lo que realmente no sabía era que la conversación había sido grabada.
—¡Salud, Bertil!
El rey levantó su copa hacia él. Bertil consiguió levantar la suya haciendo acopio de fuerzas y se obligó a esbozar una especie de sonrisa.
Una sonrisa forzada.
Linn se dio cuenta. ¿La vejiga?, pensó. Se abrió paso rápidamente entre la gente y sonrió.
—¿Me disculpará su majestad un momento? Tengo que robarle a mi esposo un par de segundos.
—Por supuesto, adelante.
El rey no era de esa clase de hombres. Aún menos ante una mujer con un vestido cereza como Linn Magnuson.
Así pues, el vestido cereza se llevó a su manifiestamente confuso marido a un lado.
—¿Es la vejiga? —susurró.
—¿Qué? Sí.
—Ven conmigo.
De acuerdo con la manera en que una esposa enérgica debe actuar cuando su marido se derrumba, Linn tomó el mando y se lo llevó a un servicio no demasiado alejado. Una vez allí, Bertil entró como una sombra sin luz.
Linn lo esperó fuera.
Lo que sin duda era una suerte, por una razón muy sencilla: Bertil no vació su vejiga, sino que se inclinó sobre la taza del váter y vomitó. Tanto los canapés como el champán y las tostadas con mermelada del desayuno.
El gran triunfador había bajado la cabeza.
El pasajero que ocupaba el asiento contiguo le explicó que era horrible que los asientos fueran tan estrechos, teniendo en cuenta la rapidez con que se desplazan los bacilos en el aire. Olivia le dio la razón. Además, se tapó la nariz y la boca cuando volvió a soltar una fuerte tos e intentó volverse lo mejor que pudo. No le fue demasiado bien. Cuando llegaron a Linköping, el pasajero del asiento vecino se cambió de sitio.
Olivia siguió en su asiento de aquel tren pendular X2000 que se mecía de un lado a otro. Le dolía el pecho y tenía la frente alarmantemente caliente. Le había dedicado una hora a su móvil y cerca de media hora a tomar notas. Luego sus pensamientos se habían centrado en la conversación mantenida en Strömstad y en Jackie Berglund. «Eso de la navegación no va conmigo.» ¿Y qué va contigo, Jackie?, pensó. ¿Qué te contraten en un yate de recreo y follarte a un par de noruegos? ¿Mientras una joven era enterrada y se ahogaba a unos metros de vuestra orgía? ¿O qué?