Ella no pasaba apuros.
—
¡Situation Stockholm
!
Acababa de vender otros tres ejemplares.
—¿Tienes que ponerte aquí? —Fue Jelle quien se lo preguntó. Había aparecido de la nada con sus cinco ejemplares y se había colocado cerca de Vera.
—Sí. ¿Por qué?
—Es el puesto de Benseman.
Cada vendedor tenía su propio puesto en la ciudad. El puesto y su nombre estaban indicados en la tarjeta de plástico que les colgaba del cuello. En la de Benseman ponía «Benseman/Söderhallarna».
—No parece que Benseman vaya a volver aquí por una temporada —dijo Vera.
—Es su puesto. ¿Eres la suplente de Benseman?
—No. ¿Y tú?
—Tampoco.
—Entonces, ¿qué haces aquí?
Jelle no contestó. Vera dio un paso hacia él.
—¿Tienes algo en contra de que esté aquí?
—Es un buen puesto.
—Ajá.
—¿Podemos compartirlo? —dijo Jelle.
Vera sonrió ligeramente y le dedicó aquella mirada que Jelle evitaba siempre que podía. Como ahora. Miró al suelo. Vera se acercó más y se agachó un poco para atrapar su mirada desde abajo. Era como pescar una trucha por el vientre: una misión imposible. Jelle se alejó arrastrando los pies. Vera soltó aquella risa ronca tan propia de ella, haciendo que cuatro familias con hijos se apartaran con sus estilosos cochecitos de diseño.
—¡Jelle! —lo llamó entre risas.
Pärt se separó ligeramente de la pared. ¿Se avecinaba una bronca? Sabía que Vera tenía temperamento. De Jelle no sabía gran cosa. Decían por ahí que venía del archipiélago, de algún lugar lejano. De Rödlöga, aseguró alguien en una ocasión. ¡Jelle es hijo de un cazador de focas! Pero se decían muchas cosas, y de la mayoría no te podías fiar. Ahora, el supuesto cazador de focas se encontraba frente al centro comercial, discutiendo con Vera.
O lo que fuera que hicieran.
—¿Por qué os peleáis?
—No nos peleamos —dijo Vera—. Jelle y yo nunca nos peleamos. Yo le digo las cosas como son y él mira al suelo. ¿No es así?
Se volvió hacia Jelle, pero él ya no estaba. Se había alejado unos quince metros. No tenía intención de pelearse con Vera por el puesto de Benseman. La verdad es que le importaba un carajo dónde vendiera Vera sus ejemplares. Allá ella.
Jelle tenía cincuenta y seis años y en realidad le importaba todo una mierda.
Olivia condujo a través de la noche estival en dirección a Söder. Había sido un día intenso. Había empezado tranquila, tonteando un poco con Ulf como de costumbre, y luego había encontrado aquel caso de asesinato que de pronto la había cautivado por razones tanto de carácter personal como profesional.
Las horas pasadas en la Biblioteca Real le habían cundido.
Qué curioso, pensó. No lo había planeado así, ni mucho menos. Pronto llegarían las vacaciones de verano tras un período duro e intenso: la escuela de lunes a viernes y trabajo los fines de semana en la prisión de Kronoberg. Se proponía descansar. Había conseguido ahorrar un poco de dinero que la mantendría a flote un tiempo. Uno de los planes que tenía era un viaje. Además, llevaba casi un año sin sexo, y también había pensado hacer algo al respecto.
¿Y ahora esto?
¿A lo mejor debería saltarse lo del trabajo para la escuela? Al fin y al cabo, era optativo. Entonces llamó Lenni.
—¿Sí?
Lenni era su mejor amiga desde el instituto. Una chica que se dejaba llevar por la vida, buscando desesperadamente algo a lo que agarrarse para no hundirse. Como de costumbre, quería salir de marcha para explorar un poco la noche, ansiosa por no perderse nada. Había reunido a cuatro amigos para no perder a Jakob, el chico que le interesaba en aquel momento. Había leído en Facebook que esa noche iría al Strand, en el barrio de Hornstull.
—¡Tienes que venir, Olivia! ¡Será divertido! Hemos quedado en casa de Lollo a las ocho y luego…
—Lenni.
—¿Sí?
—No puedo, tengo que… Tengo un trabajo para la escuela y he de acabarlo esta noche.
—Pero ¡el amigo de Jakob, Erik, también irá y ha preguntado por ti varias veces! ¡Y es súper guapo! ¡Es perfecto para ti!
—Ya, pero no puedo.
—¡Qué aburrida eres, Olivia! Deberías salir un poco para volver a ponerte en forma.
—Otro día.
—¡Eso dices siempre últimamente! Vale, de acuerdo, pero luego no me culpes a mí si te pierdes algo.
—Prometido. ¡Y que te vaya bien con Jakob!
—¡Sí, cruza los dedos! ¡Un abrazo!
Y colgó sin darle tiempo a devolverle el abrazo. Lenni había apuntado hacia donde pasaban las cosas.
¿Por qué había rehusado, en realidad? A fin de cuentas, le había pasado por la cabeza lo de los tíos justo antes de que llamara Lenni. ¿Sería verdad la pulla de su amiga? ¿Se estaba volviendo una aburrida? ¿Un trabajo para la escuela era tan importante?
¿Por qué había recurrido a una excusa?
Llenó de comida el cuenco del gato y le cambió la arena. Luego se sentó ante el portátil. En realidad tenía ganas de darse un baño, pero el desagüe se había atascado y cada vez que vaciaba la bañera el agua se desbordaba. No tenía ganas de ocuparse de eso ahora mismo, ya lo haría mañana. Estaba en la lista de las cosas para hacer mañana. Una lista que había ido posponiendo sin remordimientos toda la primavera, porque hoy nunca era mañana.
Entró en Google Earth.
Nordkoster.
Seguía fascinada con eso de poder sentarte en tu casa frente a una pantalla y colarte prácticamente por la ventana en la casa de cualquier persona en todo el mundo. Siempre le entraba una especie de fiebre de espía cuando lo hacía. Un poco como en
Espiando a Tom
.
Aunque esta vez era otra clase de fiebre. Cuanto más se acercaba a la isla, al paisaje, a los pequeños caminos, las casas, cuanto más se acercaba a su objetivo, más agudo era su estado febril. Y de pronto llegó.
Las ensenadas de Hassle, en el lado norte de la isla.
Casi como un pequeño golfo, pensó. Se acercó cuanto pudo. Podía ver las dunas y la playa. Allí estaba, ante ella, en la pantalla.
Gris, granulosa.
Empezó a fantasear.
¿Dónde habían enterrado a la mujer? ¿Aquí? ¿O allí?
¿Dónde se encontró el abrigo?
¿Y dónde se había escondido el niño que lo presenció todo? ¿Detrás de aquellas rocas, en el lado oeste de la playa? ¿O en el lado este? ¿En el linde del bosque?
De pronto fue consciente de que la irritaba no poder acercarse aún más. Bajar más, casi poner los pies en la playa.
Estar allí.
Pero no podía. Apagó el ordenador. Ahora se hubiera tomado una cerveza de buen grado. Una de aquellas con que Ulf le daba la lata a veces. Pero ésta se la tomaría a solas, en casa, sin necesidad de restregarse con sus compañeros de clase en un bar.
Sola.
A Olivia le gustaba vivir sola, por decisión propia. Nunca había tenido problemas con los chicos, al contrario. Durante su infancia y adolescencia había confirmado con creces su atractivo. Primero, las fotos de cuando era una chiquilla y las numerosas cintas de vídeo caseras de Arne de las vacaciones con la pequeña Olivia en el centro. Más tarde, las miradas que los varones le dirigían cuando salió al ancho mundo. Durante un tiempo convirtió en un deporte llevar gafas de sol y mirar a todos los chicos con que se cruzaba. Veía cómo sus miradas se posaban en ella allá donde fuera y no la soltaban hasta que se alejaba. Pronto se hartó de aquel jueguecito. Sabía quién era y qué tenía en ese terreno. Eso le daba seguridad.
No tenía que salir de caza como Lenni.
Olivia tenía a su madre y su pequeño piso. Dos habitaciones pintadas de blanco con suelos de madera. En realidad no era suyo, se lo realquilaba un primo que trabajaba para la Cámara de Comercio en Sudáfrica. Estaría fuera dos años. Mientras tanto, ella viviría allí, entre sus muebles; no le quedaba más remedio que amoldarse.
Y luego tenía a
Elvis
, el gato heredado de una fogosa relación con un atractivo jamaicano. Un tipo con el que había tropezado en el Nova Bar de Skånegatan, del que primero se encaprichó sorprendentemente y luego se enamoró.
A él le ofreció la versión inversa.
Pasaron casi un año viajando, riendo y follando, hasta que él se encontró con una amiga de su tierra natal, o eso dijo, que era alérgica a los gatos. Así pues, el gato se quedó en Skånegatan. Le había puesto
Elvis
cuando el jamaicano se fue. Él lo había bautizado
Ras Tafari
, por el nombre de Haile Selassie en los años treinta.
Elvis
se adecuaba más a sus gustos.
Ahora amaba al gato tanto como a su Mustang.
Se acabó la cerveza. Era buena.
Cuando se disponía a abrir otra se fijó en que eran cervezas de alta graduación y cayó en la cuenta de que no había almorzado, ni cenado. Cuando se ponía en marcha, la comida pasaba a un segundo plano. Debería haber llenado el buche con algo más sustancioso para contrarrestar el leve balanceo que sentía en la cabeza. ¿Y si bajaba a comprar una pizza?
No.
Al fin y al cabo, ese leve balanceo le resultaba agradable.
Se llevó la botella al dormitorio y se dejó caer sobre la colcha. En la pared de enfrente colgaba una máscara larga y estrecha de color grisáceo. Uno de los objetos africanos de su primo. Olivia todavía no estaba segura de sí le gustaba o no. Había noches en que al despertar de un sueño frío veía la luz de la luna reflejada en la boca blanca de la máscara; no era demasiado agradable. Alzó la mirada hacia el techo y de pronto cayó en la cuenta: ¡llevaba varias horas sin tocar su móvil!, algo muy poco habitual en ella. El móvil formaba parte de su vestimenta, se sentía desnuda si no lo llevaba en el bolsillo. Lo sacó y lo encendió. Revisó los correos electrónicos, los SMS y la agenda, y aterrizó en la televisión SVT Play. Una tanda de noticias antes de quedarse dormida, ¡perfecto!
«Pero entonces, ¿cómo pensáis actuar?»
«No puedo revelarlo.»
Quien no podía revelar nada a la televisión era Rune Forss, comisario de la policía de Estocolmo, de unos cincuenta y pocos años. Se encargaba de los casos de agresión a los sin techo. Una tarea que, por lo visto, no lo hacía dar botes de alegría, pensó Olivia. Parecía de la vieja escuela. De aquel sector de la vieja escuela que creía que la mayoría de las víctimas tenía la culpa de lo que le pasaba. La culpa de esto y de aquello. Sobre todo cuando se trataba de gamberros y, más aún, cuando se trataba de personas incapaces de espabilarse, encontrar un trabajo y comportarse como la mayoría.
Seguramente, en gran medida, podían agradecérselo a sí mismos.
Una actitud que no se enseñaba en la Escuela de Policía, pero que todo el mundo sabía que era aceptada por muchos. De hecho, esa misma jerga ya había calado en algunos compañeros de Olivia.
«¿Piensan infiltrarse entre los sin techo?»
«¿Infiltrarnos?»
«Sí, hacerse pasar por personas sin hogar. Para atrapar a los autores de las agresiones.»
Cuando Rune Forss entendió la pregunta casi pareció que le costara ocultar una sonrisa.
«No precisamente.»
Olivia apagó el móvil.
Según la versión benevolente, un sin techo se había sentado en una silla al lado de la cama de un hombre gravemente herido. Sus manos se habían desplazado por el edredón para procurarle un poco de consuelo. Pero la versión verídica, la que reflejaba la verdad de lo ocurrido, era que el personal de la recepción del hospital había llamado a los guardias de seguridad cuando vieron a Vera
la Tuerta
entrar en el vestíbulo y dirigirse hacia los ascensores. Los guardias la alcanzaron en un pasillo, cerca de la habitación de Benseman.
—¡Eh, tú! No puedes estar aquí.
—¿Por qué no? Solo quiero saludar a un amigo que…
—¡Andando!
Y la habían puesto de patitas en la calle.
Bueno, eso era un mero eufemismo del trato innecesariamente brutal que los guardias dispensaron a una Vera vociferante. Se la llevaron a rastras a través del gran vestíbulo del hospital, delante de la gente que contemplaba el episodio boquiabierta, y la empujaron a la calle, a pesar de que ella les recitó todos sus derechos humanos, eso sí, según su propia versión.
De nuevo en la noche estival, emprendió una larga caminata hacia la caravana en el bosque del barrio de Ingenting en Solna.
Sola.
En una noche en que habían salido unos jóvenes violentos y Rune Forss se había dormido boca abajo.
La mujer que en ese instante se llevaba un trozo de tarta a la boca tenía los labios pintados de rojo, un espeso cabello canoso y volumen. Así lo había expresado su marido en una ocasión: «Mi mujer tiene volumen», lo que significaba que era corpulenta, un hecho que unas veces la atormentaba, otras no. Durante los períodos en que sí la atormentaba intentaba perder volumen, con resultados apenas perceptibles. Durante el resto del tiempo disfrutaba siendo como era. Ahora estaba sentada en su espacioso despacho en el ala C de la comisaría de la Brigada Criminal, comiendo un trozo de tarta a escondidas. Seguía a medias las noticias en la radio. Una sociedad llamada MWM, Magnuson World Mining, acababa de ser elegida la compañía sueca del año en el extranjero.
«La noticia ha provocado hoy fuertes protestas por parte de muchos sectores. La compañía ha sido criticada por los métodos utilizados en la extracción de coltán en el Congo. Así contestó el director de la compañía, Bertil Magnuson, a las críticas…»
La mujer apagó la radio con los dedos pringados de tarta. El nombre de Bertil Magnuson le sonaba en relación con una desaparición ocurrida en los años ochenta.
Volvió la mirada hacia un retrato colocado en el borde de la mesa. Su hija pequeña, Jolene. La niña la miraba con una sonrisa singular y ojos enigmáticos. Tenía síndrome de Down y había cumplido diecinueve años. Mi querida Jolene, pensó, ¿adónde te llevará la vida? Se disponía a atacar el último trozo de tarta cuando llamaron a la puerta. Se apresuró a esconder la tarta detrás de unas carpetas que tenía sobre el escritorio y se volvió.
—¡Adelante!
La puerta se abrió y una joven se asomó. La mirada de su ojo izquierdo no estaba alineada con el derecho, bizqueaba ligeramente, y llevaba el cabello negro recogido en un moño alborotado.
—¿Mette Olsäter? —preguntó el moño alborotado.
—¿De qué se trata?
—¿Puedo entrar?