Dentro ya había un par de objetos.
Cuando salió de su casa, el sol brillaba por encima del árbol y bañaba el modesto porche. La hamaca se movía perezosa en la árida brisa, por lo que se levantaría polvo en la carretera. Mucho polvo. Buscó a los chavales con la mirada. Habían desaparecido, o se habían escondido. Una vez los había pillado debajo de una manta en el asiento trasero de su coche. Creyó que era un enorme varano que se había colado y tiró de la manta con cierta cautela.
—¿Qué hacéis aquí?
—¡Jugamos a los varanos!
Subió a su todoterreno con la bolsa en una mano y avanzó hasta la carretera. Se dirigía a Cabuya, un pueblo a cierta distancia de allí, para visitar a un amigo.
Había casas y casas, y luego estaba la de Bosques. Solo había una como aquella. Originalmente había sido la cabaña de madera de un pescador, construida por el padre de Bosques hacía una eternidad. Dos pequeñas habitaciones. Entonces la familia Rodríguez se había multiplicado, literalmente, y por cada nuevo niño que nacía, papá Rodríguez ampliaba la casa. Así, poco a poco, la posibilidad de conseguir madera legalmente se agotó y papá Rodríguez tuvo que improvisar, como solía llamarlo. Había construido la casa con lo que tenía a mano. Planchas de chapa y de laminado y redes de diferentes tipos. De vez en cuando, maderos flotantes, y partes de alguna barca de pesca naufragada. Papá Rodríguez se había reservado el estrave para sí. Una ampliación en el lado sur donde, con cierta dificultad, podía meter su cuerpo y perderse en algún licor de mala calidad mientras leía a Castaneda.
Así era el padre.
Poco a poco, Rodríguez júnior, Bosques, se fue quedando solo en la casa. Su tendencia sexual no le había dado hijos y su último amante había muerto un par de años atrás.
Bosques tenía setenta y dos años y hacía tiempo que no oía las cigarras. Pero era un buen amigo.
—¿Qué quieres que haga con la bolsa? —preguntó.
—Dársela a Gilberto Lluvisio.
—Pero es policía.
—Precisamente por eso —dijo Dan Nilsson—. Confío en él y él confía en mí. De vez en cuando. Si no he vuelto el uno de julio, se la das a Lluvisio.
—¿Qué tiene que hacer con ella?
—Entregársela a la policía sueca.
—¿Cómo?
—Está escrito en una nota dentro de la bolsa.
—De acuerdo.
Bosques sirvió un poco de ron en la copa de Nilsson. Estaban sentados en lo que, a falta de términos de construcción adecuados, podría denominarse el porche delantero de la extravagante casa. Nilsson se había limpiado la parte gruesa del polvo con agua. Apartó un enjambre de insectos con la mano y se llevó el ron a los labios. Era, como ya se ha dicho, un hombre muy austero, y Bosques se sorprendió un poco cuando le preguntó si tenía ron en la casa. Contempló al Gran Sueco con cierta curiosidad; desde luego era una situación inaudita, pero no solo por el ron: había algo extraño en todo el comportamiento del sueco. Lo conocía desde el primer día que había llegado a la comarca. Nilsson había alquilado la casa de su hermana en Mal País y se la había comprado poco a poco. Eso había sido el comienzo de una larga y estrecha relación. La tendencia sexual de Bosques nunca se le había contagiado a Nilsson, no era eso. No obstante, había algo en la actitud del sueco que siempre había gustado a Bosques.
Mucho.
Nilsson no daba nada por hecho.
Tampoco Bosques. Diferentes circunstancias de la vida le habían enseñado a mostrarse cauto con lo que había, pues de pronto deja de existir. Mientras existe todo está bien, luego no hay nada.
Como Nilsson.
Él existía. Estaba bien. ¿A lo mejor pronto dejaría de existir?, pensó de repente Bosques.
—¿Ha ocurrido algo?
—Sí.
—¿Algo que quieras contarme?
—No.
Dan Nilsson se puso en pie y miró a su amigo.
—Gracias por el ron.
—De nada.
Nilsson se quedó así, de pie, lo suficiente para que Bosques se viera obligado a levantarse para darle un breve abrazo, uno de los que muchos hombres se dispensan de pasada cuando se disponen a separarse. Lo que tenía de especial este abrazo era que nunca se había producido antes.
Y nunca volvería a producirse.
Era Vera
la Tuerta
quien tenía la radio. Un pequeño transistor encontrado entre unos escombros en Döbelnsgatan, con antena y todo. Ahora estaban reunidos en el parque de Glasblåsar, escuchando
Radioskugga
, un programa de una hora de los sin techo, que se emitía una vez a la semana. Esta vez el programa trataba de las recientes agresiones. Una emisión un tanto intermitente, pero todo el mundo sabía de qué trataba. De Benseman. De Trashkick. Y de que unos sádicos andaban por ahí buscando nuevas víctimas.
Entre ellos.
Para agredirlos y luego colgar los vídeos en internet.
No era una situación divertida.
—¡Tenemos que mantenernos unidos! —exclamó Muriel. Se había metido algo desinhibidor y creía que podía explayarse.
Pärt y los otros cuatro que estaban sentados en los bancos la miraron. ¿Mantenerse unidos? ¿Qué quería decir con eso?
—¿A qué te refieres?
—¡A estar juntos! Para que ellos no puedan atacarnos, para que nadie se quede solo y así no puedan abusar de nosotros.
Al darse cuenta de que todos la miraban, Muriel bajó la voz y centró la mirada en la gravilla. Vera se acercó y le acarició el pelo lacio.
—Muy bien pensado, Muriel, no debemos quedarnos solos. Si nos quedamos solos tenemos miedo, y ellos huelen el miedo enseguida. Son como perros. Descubren a los que tienen miedo y les dan una paliza.
—Eso es.
Muriel enderezó la cabeza ligeramente. En otros tiempos le hubiera gustado tener a Vera como madre. Una madre que le acariciara el pelo y la defendiera cuando la gente la miraba mal. Nunca la había tenido. Ahora era demasiado tarde, pensó.
—¿Habéis oído que la pasma ha destinado un equipo para perseguir a esos cerdos?
Vera miró alrededor y vio que un par de los presentes asentían con la cabeza de manera poco entusiasta. Todos tenían sus propias experiencias con la bofia, pasadas y presentes, y ninguna daba pie a ningún tipo de entusiasmo. Ninguno de ellos creía que la pasma fuera a dedicar más de un nanosegundo a proteger a los sin techo, más allá de lo mediáticamente necesario. Sabían dónde se encontraban en su lista de prioridades y no era, desde luego, en los primeros puestos.
Ni siquiera en el último.
Valían menos que la servilleta de un local de kebabs con que Rune Forss se estaba limpiando la boca.
De eso no les cabía la menor duda.
El aula de la Escuela Superior de Policía estaba casi llena. Era el último día del semestre de primavera y tenían visita del SKL, el Laboratorio Criminalístico Estatal en Linköping. Una conferencia acerca de técnicas y metodología forense.
Una conferencia larga. Con posibilidad de hacer preguntas.
—Se nos ha empezado a exigir que tomemos más analíticas, ¿cómo lo ven ustedes?
—Pensamos que es positivo. En Inglaterra se les hace una analítica incluso a los ladrones de tres al cuarto, lo que significa que tienen un amplio registro de ADN a su disposición.
—¿Y por qué no lo hacemos aquí? —Fue Ulf quien preguntó, por supuesto.
—El problema, si es que podemos llamarlo problema, es nuestra ley sobre el tratamiento de datos personales. No podemos organizar un registro de ese tipo.
—¿Por?
—Por respeto a la privacidad de las personas.
Y así siguió durante un par de horas. Cuando llegaron a los últimos avances en los análisis de ADN, Olivia pareció despertar. Incluso hizo una pregunta, algo de lo que Ulf tomó nota con una leve sonrisa.
—¿Es posible establecer una paternidad haciéndole una prueba de ADN a un feto nonato?
—Sí. —La respuesta monosilábica la dio uno de los conferenciantes, una pelirroja que llevaba un sencillo vestido gris azulado.
Aquella mujer había llamado la atención de Olivia ya en la presentación. Se llamaba Marianne Boglund, médico forense del SKL. Olivia había tardado unos segundos en caer en la cuenta, pero cuando lo hizo cayó de verdad: había estado casada con Tom Stilton.
Ahora estaba en la tribuna.
¿Debería intentarlo? El día antes había pasado por la dirección que constaba como residencia de los Stilton. No había ningún Stilton.
Decidió intentarlo.
La conferencia terminó a las dos y cuarto. Olivia vio cómo Marianne Boglund seguía al director de estudios Åke Gustafsson hasta su despacho. Ella se quedó en el pasillo, esperando.
Y esperando.
¿Debería llamar a la puerta? ¿Resultaría demasiado impertinente? ¿Y si estaban teniendo sexo ahí dentro?
Llamó a la puerta.
—¿Sí?
Olivia abrió, saludó y preguntó si podía hablar un momento con Marianne Borglund.
—Solo un momento —precisó Åke.
Olivia asintió con la cabeza y volvió a cerrar la puerta. No habían tenido sexo. ¿De dónde había sacado esa idea? ¿Demasiados vídeos? ¿O sería porque Borglund era una mujer manifiestamente atractiva y porque Åke Gustafsson tenía las cejas alborotadas?
Marianne Borglund salió y le tendió la mano.
—¿Qué puedo hacer por ti?
Su apretón de manos era firme y franco; su mirada, muy formal, no era precisamente la de una mujer que la dejaría husmear en su vida privada. Olivia ya se estaba arrepintiendo de su decisión.
—Estoy intentando dar con Tom Stilton —dijo.
Silencio. Desde luego, no iba a dejarla husmear.
—No consigo encontrar su dirección, nadie sabe dónde está, y me preguntaba si tal vez usted sabría dónde puedo encontrarlo.
—Pues no.
—¿Puede haberse mudado al extranjero?
—Ni idea.
Olivia asintió levemente con la cabeza, dio las gracias y se fue por el pasillo. Marianne se quedó observándola. De pronto dio un par de pasos, pero se detuvo.
La respuesta de Marianne Boglund le daba vueltas en la cabeza. Había recibido la misma respuesta de diferentes personas. A todas luces aceptable, al menos en cuanto a ese tal Stilton. Se sentía algo abatida.
Y un poco culpable.
Se había entrometido en la vida privada de otra persona, lo sabía. A Boglund se le había metido algo en el ojo cuando Olivia mencionó a Stilton, algo que nada tenía que ver con ella.
¿Qué estaba haciendo, exactamente?
—¿Qué estás haciendo?
No era su voz interior. Era Ulf, naturalmente. La alcanzó de camino al coche con una leve sonrisa en los labios.
—¿A qué te refieres?
—¿El ADN de un feto nonato? ¿Para qué quieres saberlo?
—Simple curiosidad.
—¿Es el caso de Nordkoster?
—Ajá.
—¿De qué va?
—Asesinato.
—Oye, eso ya lo sé. —Y ahora, como de costumbre, no me dirá nada más, pensó Ulf—. ¿Por qué siempre te andas con tanto secretismo?
—¿Yo?
—Sí, tú.
Olivia se sorprendió, tanto por la pregunta, que era de carácter personal, como por el hecho en sí. ¿Secretismo?
—¿Qué quieres decir?
—Que siempre te escabulles. De alguna manera siempre tienes una excusa preparada o un…
—¿Te refieres a lo de la cerveza?
—También, pero nunca te quedas. Preguntas y respondes y luego te vas.
—¿De veras? —¿Qué pretendía Ulf? ¿Preguntas, respondes y te vas?—. Supongo que soy así.
—Es evidente.
Olivia podría haber seguido su patrón habitual y haberse ido, pero de pronto se acordó de Molin sénior. Ulf era hijo de uno de los jefes superiores de la Brigada Criminal, Oskar Molin, lo que difícilmente podía ser culpa suya. Al principio eso la había molestado un poco, aunque no sabía muy bien por qué. ¿Tal vez porque Ulf gozaría de algunas ventajas frente a sus compañeros de clase por ser hijo de quien era? Menuda estupidez. Él estaba obligado a realizar y rendir lo mismo que todos los demás. Además, seguro que recibía más presión en casa que sus compañeros. Pero luego sin duda tendría más posibilidades para ascender en la jerarquía policial. Tenía un padre que podría allanarle el camino.
Daba igual.
—¿Estás en contacto con tu padre? —preguntó.
—Claro. ¿Por qué me lo preguntas?
—Estoy buscando a un antiguo inspector de la brigada que dejó el cuerpo y que nadie parece saber dónde está. Tom Stilton. A lo mejor tu padre sabe algo.
—¿Stilton?
—Sí. Tom.
—Puedo preguntárselo.
—Gracias.
Olivia subió al coche y se fue.
Ulf se quedó allí, sacudiendo la cabeza levemente. Una dama difícil. No arrogante, sino difícil. Guardaba las distancias. Había intentado sacarla a tomar unas cervezas con otros compañeros de clase, pero no, ella siempre ponía alguna excusa. Tenía que estudiar, entrenar, tenía que hacer las mismas cosas que todos los demás, quienes sin embargo sí tenían tiempo para tomar una cerveza de vez en cuando. Era un poco misteriosa, pensó Ulf. Pero guapa, ligeramente bizca, con unos preciosos labios turgentes, los hombros siempre rectos, sin maquillar.
No pensaba rendirse.
Tampoco Olivia. Ni en el caso de la playa ni con el inspector de policía desaparecido. ¿A lo mejor estaban relacionados? ¿Su desaparición y el caso de la playa? A lo mejor había descubierto algo y lo sacaron del caso, y entonces se largó al extranjero? ¿Y por qué iba a hacerlo? Al fin y al cabo, dejó la policía por razones personales. ¿Sería eso lo que se le había metido en el ojo a Boglund?
Olivia pensó que se estaba enredando. Era la desventaja que tenía haber nacido con capacidad de imaginación y haberse educado con unos padres que resolvían intrigas alrededor de la mesa de la cocina. Siempre intentaba encontrar una conspiración. Una relación.
Un enigma sin resolver.
El coche blanco salió a la carretera de Klarastrandsleden. La música en los auriculares era apagada y sugestiva, esta vez eran los Deportes. A Olivia le gustaban las letras con contenido.
Cuando llegó a la cuesta de los conejos sonrió un poco. Allí su padre solía mirar a su hija por el retrovisor.
—¿Cuántos hay hoy?
Y la pequeña Olivia contaba como una posesa.
—¡Diecisiete! ¡He visto diecisiete!
Olivia apartó el recuerdo y pisó el acelerador. El tráfico era inusualmente escaso. Supongo que porque han empezado las vacaciones, pensó. La gente ya habrá comenzado a irse al campo. Sus pensamientos se trasladaron al lugar de veraneo en la isla de Tynningö. El lugar de la familia, donde había pasado los veranos con Maria y Arne, un lugar idílico y muy protegido. Un pequeño lago, cangrejos de río, escuela de natación y avispas.