Marley y yo (29 page)

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Authors: John Grogan

Tags: #Romántico, Humor, Biografía

BOOK: Marley y yo
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Dos meses después, todos nuestros enseres estaban en un gigantesco contenedor de la empresa de mudanzas y había llegado un transportador de coches para llevarse nuestro coche y nuestra camioneta. Entregamos las llaves a los nuevos propietarios y pasamos nuestra última noche en Florida durmiendo en el suelo de la casa de unos vecinos, con
Marley
echado en medio de todos. «¡Acampada puertas adentro!», gritó Patrick.

Al día siguiente me levanté temprano y saqué a
Marley
a que diera lo que sería su último paseo en tierras de Florida. Mientras dábamos la vuelta a la manzana,
Marley
se contoneaba, saltaba, lo olía todo, levantaba la pata encima de cuanto arbusto y buzón encontraba, felizmente ignorante de lo que estaba a punto de brindarle. Yo había comprado una jaula de viaje fuerte, de plástico duro, para llevarlo en el avión y, siguiendo el consejo del doctor Jay, cuando volvimos del paseo, le abrí las fauces y le hice tragar una doble dosis de tranquilizantes. Cuando nuestro vecino nos dejó a la puerta del aeropuerto internacional de Palm Beach,
Marley
tenía los ojos enrojecidos y se mostraba inusualmente manso. Se habría dejado atar a un cohete espacial sin inmutarse.

El clan Grogan se presentó en la terminal con un aspecto único: dos niños salvajemente excitados que corrían en círculos, una niñita hambrienta sentada en su sillita, dos padres estresados y un perro drogado. Y para completar el cuadro estaban las dos ranas, los tres pececitos dorados, el cangrejo ermitaño, el caracol llamado Lentillo y una caja llena de grillos para alimentar a las ranas. Mientras hacíamos cola frente al mostrador, armé la jaula de
Marley
, la más grande que había encontrado, pero cuando nos tocó el turno de que nos atendieran, una mujer uniformada miró a
Marley
, después a la jaula, volvió a mirar a
Marley
y dijo:

—No podemos dejar que ese perro viaje a bordo en esa jaula. Es demasiado grande para la jaula.

—En la tienda del veterinario nos dijeron que era el tamaño para «perros grandes» —dije.

—Las reglamentaciones oficiales exigen que el perro pueda ponerse de pie con toda comodidad y darse la vuelta por completo —explicó la mujer, tras lo cual añadió con escepticismo—: Venga, pruébelo.

Abrí la jaula, llamé a
Marley
, pero él no estaba dispuesto a entrar en ella de manera voluntaria. Lo empujé, lo sacudí, intenté persuadirlo y engatusarlo, pero no cedió. ¿Dónde estaban los bizcochos para perros cuando más los necesitaba? Busqué en mis bolsillos algo con lo cual pudiera convencerlo y acabé encontrando una cajita de pastillas de menta. Como eso era todo cuanto encontré, cogí una y se la puse frente a la nariz. «¿Quieres una pastilla de menta,
Marley
? ¡Pues ve tras ella…!», dije, tirándola dentro de la jaula. Por supuesto,
Marley
mordió el anzuelo y se metió en la jaula.

La mujer tenía razón.
Marley
apenas entraba en ella. Tenía que agacharse para que la cabeza no tocara el techo de la jaula e incluso cuando tenía el morro pegado a un extremo, la parte trasera sobrepasaba el largo y no permitía cerrar la puerta. Le detuve el movimiento de la cola y, empujándole la parte trasera, cerré la puerta de la jaula.

—¿Ha visto? ¿Qué le dije? —expresé, con la esperanza de que considerara que podía viajar en la jaula.

—Tiene que ser capaz de darse la vuelta —dijo la mujer.

—Date la vuelta, tío —le rogué, lanzando un silbido—. Vamos, gírate.

Marley
me miró de soslayo con aquellos ojos de drogado, rozando el techo de la jaula con la cabeza, como si esperase instrucciones para saber cómo cumplir semejante prueba.

Si no podía girarse, no lo dejarían viajar. Miré el reloj. Teníamos doce minutos para pasar por el chequeo de los de seguridad y atravesar todo el pasillo hasta llegar a la puerta de acceso a nuestro avión. «¡Vamos,
Marley
! —dije con desesperación—. ¡Vamos!» Chasqueé los dedos, rasgueé las barras de metal como si fueran las cuerdas de una guitarra y le tiré sonoros besos. «Vamos —le rogué—. Gírate.» Estaba a punto de hincarme de rodillas y rogarle otra vez cuando oí un ruido seguido de inmediato de la voz de Patrick.

—¡Ay!

—¡Se han escapado las ranas! —gritó Jenny al tiempo que salía disparada tras ellas.


¡Froggy! ¡Croaky!
¡Volved! —gritaban los niños al unísono.

Mi mujer recorría la terminal a cuatro patas, persiguiendo a las ranas que con dedicada persistencia siempre estaban un paso más adelante que ella. La gente empezaba a detenerse para no perderse el espectáculo. A la distancia no podían verse las ranas, sino sólo una loca que llevaba una bolsa de pañales colgando del cuello, que andaba a gatas por el suelo, como si la noche anterior la hubiera embrujado la luz de la luna. A juzgar por sus expresiones, me di cuenta de que esa gente esperaba que Jenny se pusiera a dar alaridos de un momento a otro.

—Discúlpeme —dije a la mujer del mostrador con la mayor calma de la que fui capaz, y me puse a gatear por el suelo junto a Jenny.

Tras entretener a los pasajeros de los primeros vuelos de la mañana, capturamos a
Froggy
y
Croaky
justo cuando estaban a punto de entrar en las puertas giratorias que conducían a la calle, donde gozarían de entera libertad. Cuando regresábamos, oí un portentoso ruido que salía de la jaula de
Marley
. Toda la jaula temblaba y se movía por el suelo, y cuando miré en su interior vi que
Marley
se había girado, sólo Dios sabe cómo.

—¿Ha visto? —dije a la supervisora del equipaje—. Puede girarse sin problema.

—Vale —dijo la mujer, frunciendo el ceño—. Pero está llevando las cosas al límite.

Dos empleados de la compañía aérea levantaron la jaula con
Marley
dentro y, poniéndola sobre una carretilla especial, desaparecieron con ella. Nosotros salimos corriendo hacia la puerta desde la cual salía nuestro vuelo y llegamos justo cuando las azafatas estaban a punto de cerrar la del avión. Entonces se me ocurrió pensar que de haber perdido el vuelo,
Marley
habría llegado a Pensilvania solo, con lo cual podría haberse producido un pandemonio que no quería ni siquiera llegar a imaginarme. Fue por eso que evité que las azafatas cerraran la puerta gritando con todas mis fuerzas «¡Esperad! ¡Aquí estamos!», empujando a Colleen y con Jenny y los chicos siguiéndome los pasos.

Cuando por fin estuvimos en nuestros asientos, me permití exhalar un suspiro. Habíamos logrado embarcar a
Marley
, habíamos capturado las ranas y habíamos cogido a tiempo el vuelo. La próxima parada era Allentown, Pensilvania. Ahora podía relajarme. Mirando por la ventanilla vi que subían una grúa con una jaula de perro. «Mirad, chicos. Ahí va
Marley
.» Los chicos lo saludaron agitando sus manitas y gritando «¡Hola,
Waddy!
»

Mientras los motores se calentaban y las azafata recorrían el avión para confirmar que se habían tomado todas las precauciones en materia de seguridad, cogí una revista. Fue entonces cuando noté que Jenny, que iba en la fila de delante, se quedaba de piedra, tras lo cual yo también lo oí. Por debajo de nuestros pies surgía desde las entrañas del aparato un sonido sordo, pero innegable. Era un sonido doloroso, lúgubre, una especie de lamento primordial que comenzaba en tono bajo e iba subiendo poco a poco.
¡Jesús…! ¡Está ahí abajo, aullando!
Quiero dejar constancia de que los labrador retrievers no aúllan. Lo hacen los beagles y los lobos, pero no los labrador retrievers o, al menos, no lo hacen bien.
Marley
había intentado aullar dos veces, ambas cuando pasaba un coche de la policía haciendo sonar la sirena. Para ello había echado la cabeza hacia atrás, había dibujado una O con la boca y había dejado escapar el sonido más patético que yo había oído jamás, más parecido a una gárgara que a un aullido salvaje. Pero en ese momento no cabía duda de que
Marley
aullaba.

Los pasajeros empezaron a dejar de leer sus diarios y revistas. Una azafata que distribuía pequeñas almohadas se detuvo e inclinó la cabeza en un gesto de interrogación. Una mujer que estaba sentada al otro lado del pasillo, en la misma fila de asientos que nosotros, miró a su marido y le preguntó:

—¿Oyes eso? Creo que es un perro.

Jenny miraba al frente con la mirada vacía. Yo enterré la cara en la revista, y si alguien preguntara algo, negaríamos que éramos sus propietarios.


Waddy
está triste —dijo Patrick.

Estuve tentado de corregirlo, diciéndole:
«No hijo, el que está triste es un perro desconocido que jamás hemos visto.»

Pero me limité a hundir más la cabeza entre las páginas de la revista, siguiendo el consejo del inmortal Richard Milhous Nixon: negación plausible. Los motores rugieron y el avión rodó por la pista cada vez con mayor celeridad, ahogando los aullidos de
Marley
. Me lo imaginé allí debajo, a oscuras, solo, asustado, confuso, drogado, sin poder ponerse bien de pie, con los motores rugiendo, un ruido que para
Marley
era otro atronador ataque de rayos decididos a acabar con él. Pobrecito. No estaba dispuesto a admitir que el perro era mío, pero sabía que pasaría todo el viaje preocupado por él.

Apenas el avión estuvo en el aire oí otro ruido, pero esta vez fue Conor quien dijo: «¡Ay!» Miré al suelo y volví a enterrar la cara en la revista.
Negación plausible
. Pasados unos segundos, miré a mi alrededor. Cuando me aseguré de que nadie me veía, me incliné hacia delante y susurré a Jenny: «No mires, pero ahora se han escapado los grillos.»

22. En la tierra de los lápices

Nos instalamos en una casa grande, de una sola planta, emplazada en un terreno de 8.000 metros cuadrados situado en la ladera de una colina empinada. O quizá fuera una montaña pequeña; los habitantes de la zona no se han puesto de acuerdo al respecto. Nuestra propiedad tenía una pradera donde podíamos coger fresas salvajes, un bosque del cual podía hacer toda la leña que me diera la gana y un arroyuelo de aguas cristalinas donde los niños y
Marley
pronto descubrieron que podían enlodarse cuanto quisieran. La casa tenía un hogar de leña y el terreno ofrecía innumerables posibilidades para probar distintos cultivos. En la colina más próxima había una iglesia blanca, cuya torre coronaba una aguja que podía verse desde la ventana de la cocina en otoño, cuando los árboles perdían su follaje.

Nuestra nueva casa tenía incluso un vecino que parecía salido de la Central Casting
[9]
, un gigante de barba color naranja que vivía en una casa de piedra del año 1790 y que los domingos se entretenía sentándose en el porche de la parte de atrás y descargando el rifle en el bosque, para gran nerviosismo de
Marley
.

Cuando acabábamos de instalarnos, el hombre se presentó con una botella de vino de cerezas salvajes de factura casera y una cesta llena de las zarzamoras más grandes que yo jamás había visto. Dijo que se llamaba Digger
[10]
y, a tenor de su nombre, vivía de las excavaciones. Nos comunicó que si necesitábamos hacer un pozo o remover tierra no teníamos más que llamarlo para que acudiera con una de sus grandes máquinas. «Y si atropelláis un ciervo —añadió guiñando un ojo— lo descuartizaremos y nos lo repartiremos a medias antes de que el guardabosques tenga tiempo de notar su ausencia.» Supimos entonces, sin lugar a dudas, que ya no estábamos en Boca Ratón.

Sólo faltó una cosa en nuestra bucólica existencia. Pocos minutos después de llegar a nuestra nueva residencia, Conor me miró con los ojos anegados por las lágrimas y me dijo: «Creí que en “Pencilvania” había lápices.» Para nuestros hijos, que tenían entonces siete y cinco años, respectivamente, aquello era como una promesa incumplida. Dado el nombre de la provincia que habíamos adoptado, los dos esperaban ver brillantes instrumentos amarillos para escribir colgando de cada árbol y arbusto, cual frutos listos para ser cosechados. De ahí que se sintieran tan desilusionados al enterarse de que no había tal cosa.

Pero así como nuestra propiedad carecía de material escolar, estaba llena de mofetas, zarigüeyas y marmotas, y de ortigas, que crecían por toda la orilla del bosque y trepaban por los troncos de los árboles, produciéndome urticaria el sólo verlas. Una mañana, al mirar por la ventana mientras preparaba la cafetera, me encontré con un magnífico ciervo que me observaba y, otra, vi cómo una familia de pavos salvajes atravesaba el jardín trasero. Un sábado, cuando
Marley
y yo descendíamos la colina por entre los árboles del bosque, nos topamos con un trampero poniendo cepos para coger visones. ¡Un trampero! ¡Y casi en el mismísimo jardín trasero de mi casa! ¡Lo que los habitantes de Bocahontas hubieran dado por ese chollo!

Vivir en el campo era tranquilo a la vez que encantador, y un poco solitario. Los habitantes de esa parte de Pensilvania, que mantenían muchas de las tradiciones culturales de sus ancestros alemanes, eran gentiles, pero cautos con los desconocidos. Y no cabía duda de que nosotros lo éramos. Después de las multitudes y las colas de gente del sur de Florida, yo debería estar fascinado con la soledad, pero, al menos durante los primeros meses, rumié muchas veces respecto del acierto de habernos trasladado a un lugar donde al parecer tan poca gente deseaba vivir.

Pero
Marley
no tenía esa clase de dudas. Salvo los escopetazos de Digger, la nueva vida campestre le sentaba de maravilla. ¿Y qué otra cosa podría haberle sucedido a un perro con más energía que sentido común?
Marley
corría por el campo, pasaba por entre las zarzas y vadeaba el arroyo a placer. Su misión consistía en cazar uno de los incontables conejos que consideraban que mi huerto era su buffet de ensaladas. En cuanto veía a un conejo comiendo lechuga, partía tras él como un bólido, con las orejas aplastadas hacia atrás por el roce del aire, hollando la tierra y ladrando al aire sin parar.
Marley
era tan sigiloso como una banda musical en pleno desfile, por lo que cuando estaba a unos tres metros de su presa, ésta salía disparada de inmediato a cobijarse en el bosque, pero él, fiel a su procedencia, seguía creyendo con eterno optimismo que el éxito lo aguardaba a la vuelta de la esquina. Cuando perdía una presa, se volvía meneando la cola, sin desalentarse jamás, y cinco minutos después volvía a repetir la escena. Por suerte, no tenía mejor fortuna cuando perseguía mofetas.

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