Marley y yo (31 page)

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Authors: John Grogan

Tags: #Romántico, Humor, Biografía

BOOK: Marley y yo
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Con el tiempo, habíamos aprendido a tomar con filosofía los daños que hacía
Marley
, que eran muchos menos que los de Florida, cuando había tormenta. Durante la vida de un perro se caerá parte del estucado de las paredes, se rasgarán algunos cojines y se deshilacharán alfombras. Esta relación, al igual que cualquier otra, tenía un precio. Era un precio que nos avinimos a aceptar y a comparar con la dicha, la diversión, la protección y la amistad que él nos brindaba. Con lo que gastamos en nuestro perro y en todo lo que destruyó podíamos habernos comprado un pequeño yate, pero ¿cuántos yates esperan el regreso del amo junto a la puerta? ¿Cuántos viven sólo para poder sentarse en el regazo de su amo o en descender una colina en un trineo, lamiéndole la cara?

Marley
se había ganado el lugar que ocupaba en nuestra familia. Tal como un tío loco, pero amado, él era lo que era. Nunca sería como
Lassie o Benji, u Old Yeller
[11]
; nunca llegaría a exhibirse en Westminster, ni siquiera en una exposición local. De eso ya nos habíamos enterado. Lo habíamos aceptado como el perro que era y lo queríamos más precisamente por ser como era.

«Viejo amigo», le dije esa tarde junto a la carretera, mientras descansábamos y le acariciaba la nuca. Nuestra meta, el cementerio, estaba todavía a un buen trecho de camino ascendente, pero, al igual que en la vida, me di cuenta de que el destino era menos importante que el viaje en sí. Me arrodillé junto a él y, acariciándole todo el cuerpo, le dije: «Quedémonos aquí un rato.» Cuando
Marley
hubo descansado, descendimos la colina de camino a casa.

23. El desfile de las aves

Esa primavera decidimos probar suerte con la cría de animales. Teníamos tanto terreno, que nos parecía apropiado compartirlo con la cría de una o dos clases de animales. Además, yo era editor de
Organic Gardening
, una revista que había proclamado las bondades de incorporar animales —y su estiércol— a un jardín sano y bien equilibrado.

—Sería divertido tener una vaca —sugirió Jenny.

—¿Una vaca? ¿Estás loca? Si no tenemos un granero, ¿cómo vamos a tener una vaca? ¿Dónde sugieres que la alojemos, en el garaje, junto a la camioneta?

—Entonces, una oveja —añadió mi mujer—. Las ovejas son simpáticas.

Le respondí obsequiándole una de mis bien ensayadas miradas de desprecio ante las cosas poco prácticas.

—¿Y una cabra? Las cabras son adorables —dijo Jenny.

Después de mucho pensarlo, nos decidimos por las aves de corral. Eso tenía mucho sentido para cualquier jardinero que se negara a utilizar pesticidas y fertilizantes. Las aves eran baratas y la necesidad de mantenimiento, relativamente baja. Para ser felices, lo único que requerían era un gallinero y unos cuantos boles de trigo partido, y no sólo proporcionaban huevos frescos, sino que cuando se las dejaba sueltas por el campo escudriñaban el terreno y comían insectos y gusanos, devoraban pulgas y removían la tierra como eficientes excavadoras, abonándola de paso con sus excrementos con alto contenido de nitrógeno. Además, cuando anochecía se retiraban a sus aposentos por cuenta propia. ¿Qué más podía pedirse? Las gallinas eran las mejores amigas de un jardinero orgánico, por lo cual era lógico que las tuviera. Además, como apuntó Jenny, pasaban con buena nota la prueba de ser graciosas.

Así fue como nos decantamos por las gallinas. Jenny se había hecho amiga de una de las madres de la escuela de los niños que vivía en una granja y nos daría con gusto unos pollos de la próxima tanda de huevos que incubaran. Hablé con Digger acerca de nuestros planes, y él estuvo de acuerdo en que nos vendría bien tener unas cuantas gallinas. Digger tenía su propio gallinero, lleno de gallinas que le brindaban tanto huevos como carne.

—Sólo quiero hacerte una advertencia —dijo Digger, cruzando sus fornidos brazos sobre el pecho—. Hagas lo que hagas, no permitas que los niños les pongan nombres. Cuando les pones nombres, dejan de ser aves de corral para convertirse en mascotas.

—Tienes razón —dije.

Yo sabía que el sentimentalismo no tenía lugar en la crianza de aves de corral. Las gallinas pueden vivir quince años o más, pero sólo ponen huevos los dos primeros años de su vida. Así, cuando dejan de poner, les llega la hora de acabar en la cazuela, situación que forma parte del manejo de las aves de corral.

Digger me miró fijamente, como si adivinase lo que podía encontrarme, y añadió:

—Una vez que les pones nombres, se acabó.

—Estoy absolutamente de acuerdo —dije—. Nada de nombres.

Esa noche, cuando llegué del trabajo, detuve el coche en el camino de entrada y salieron los tres niños a saludarme. Cada uno de ellos tenía un pollito en los brazos, y Jenny, que venía tras ellos, un cuarto en los suyos. Donna, su amiga, había pasado a dejárselos esa misma tarde. Los pollitos apenas tenían un día de vida y, cuando me vieron, ladearon la cabeza y me miraron como preguntándome si yo sería su madre.

Patrick fue el primero en darme la noticia.

—Al mío le he puesto de nombre
Feathers
—anunció.

—El mío se llama
Tweety
—aclaró Conor.

—Mío
Wuffy
—dijo Colleen.

Lancé a Jenny una mirada interrogante.

—Fluffy —dijo Jenny—. Ella le ha puesto el nombre de
Fluffy
.

—Jenny —protesté— ¿Qué nos ha dicho Digger? Estos son animales de corral, no mascotas.

—¡Oh, venga, agricultor John! —dijo ella—. Tú sabes tan bien como yo que nunca le harías daño a ninguno de estos pollos. No tienes más que ver lo bonitos que son. —Jenny —dije, en un tono de voz que revelaba mi creciente frustración.

—¡Ay, casi me olvido! —exclamó, levantando el pollito que llevaba en las manos—. Te presento a
Shirley
.

Feathers, Tweety, Fluffy y Shirley
se alojaban en un caja que pusimos sobre la encimera de la cocina, con una bombilla de luz sobre ella para mantenerlos calientes. Los pollitos comían y hacían caca, y volvían a comer…, y crecían a un ritmo sobrecogedor. Varias semanas después de tenerlos en casa, algo me despertó súbitamente a la madrugada. Me senté en la cama y escuché con atención. De la planta baja venía un sonido débil y enfermizo. Era un sonido ronco, próximo a un graznido y más parecido a una tos de tuberculoso que a una proclamación de dominio.

Tras un instante de silencio, volvió a sonar:
¡Cocorocó!
Hubo otro intervalo de silencio, seguido de una respuesta asimismo enfermiza, pero clara:
¡Quiquiriquí!

Desperté a Jenny y le pregunté:

—Cuando Donna trajo los pollitos ¿le pediste que verificase si todos eran hembras?

—¿Quieres decir que se puede hacer eso? —me preguntó, tras lo cual volvió a quedarse profundamente dormida.

Se trataba de verificar el sexo de los pollos. Los granjeros que saben lo que hacen pueden examinar a un pollo recién nacido y determinar su sexo con un acierto de un 80%. En las granjas que venden pollos, los que tienen determinado su sexo se cotizan a mejor precio. Los más baratos son aquellos cuyo sexo se desconoce. Con estos últimos se corre el albur de que habrá que matar a los machos jóvenes y destinarlos al consumo y quedarse con las gallinas para que pongan huevos. Optar por el riesgo implica, por supuesto, que uno tiene la valentía de matar, vaciar y desplumar los machos que a uno le sobren. Como sabe quien haya criado aves de corral, en un grupo donde haya dos gallos sobra uno.

En nuestro caso, Donna no había siquiera intentado verificar el sexo de los pollos, por lo cual no se sabía que tres de las cuatro supuestas ponedoras que nos había dado eran machos. Teníamos en nuestra cocina el equivalente avícola de un incipiente equipo masculino, con la agravante de que a ningún gallo le gusta el papel de segundón. La gente cree que si tiene machos y hembras en igual cantidad, se aparejarán como matrimonios bien avenidos, pero se equivocan. Los machos lucharán sin tregua, martirizándose con saña, a fin de determinar quién domina el gallinero, puesto que quien gane se lo queda todo.

A medida que se convertían en adolescentes, a nuestros tres gallos les dio por presumir, picotearse y, lo que era más mortificante si se tiene en cuenta que todavía estaban sobre la encimera de la cocina porque yo no había terminado de construir el gallinero en el jardín del fondo, anunciar a voz en cuello el exceso de testosterona que tenían.
Shirley
, nuestra única, pobre y acosada hembra, recibía más atención de la que podía desear la más lujuriosa de las mujeres.

Pensé que el cacareo constante volvería loco a
Marley
, puesto que cuando era más joven el dulce piar de un pequeño pájaro cantarín solía provocarle un ataque imparable de ladridos mientras corría de una ventana a la otra, poniéndose de pie para intentar verlo. Sin embargo, estos molestos gallos que estaban a una corta distancia del bol donde
Marley
tenía su comida no le producían el menor efecto. Al parecer, no se daba ni cuenta de que estaban allí. Cada día el cacareo se hacía más fuerte y sonoro y, partiendo de la cocina, atravesaba toda la casa a las cinco de la mañana, pero
Marley
seguía durmiendo como si nada sucediera. Fue entonces cuando se me ocurrió pensar que quizá no se trataba de que pasaba por alto el cacareo, sino de que no lo oía. Una tarde que
Marley
dormía en la cocina, me acerqué a él y lo llamé, pero él no se movió. Levanté la voz: «¡
Marley
!», di palmas y grité: «
¡MARLEY!
» Él levantó la cabeza y miró ciegamente a su alrededor, tratando de comprender qué había detectado el radar. Repetí la operación, palmeando y gritando su nombre con fuerza. Esta vez giró lo suficiente la cabeza para ver que yo estaba de pie junto a él.
¡Oh, eres tú
…!
Marley
se puso de pie, meneando la cola, feliz —y evidentemente sorprendido— de verme. Irguiéndose, se apoyó sobre mi costado y me miró con ojos tiernos, como si quisiera decirme:
¿Cómo se te ocurre despertarme de esta manera?
Al parecer, mi perro se estaba volviendo sordo.

De pronto, todo cuadró. En los últimos meses,
Marley
parecía hacer caso omiso de mi persona, algo que nunca había hecho.

Cuando yo lo llamaba, él ni siquiera se molestaba en volver la mirada hacia donde yo estaba. De noche, cuando lo sacaba al jardín antes de acostarnos, seguía oliendo el césped cuando al conminarlo yo a que entrase en la casa, él seguía oliendo el césped como si tal cosa. Tampoco acudía cuando alguien llamaba a la puerta, si estaba durmiendo en la sala de estar. De hecho, ni siquiera abría los ojos.

Marley
había tenido problemas con los oídos desde siempre. Como muchos labrador retriever, era proclive a las otitis, algo que nos había costado una fortuna en antibióticos, ungüentos, antisépticos, gotas y visitas al veterinario. Incluso lo hicimos operar, para acortarle el paso de los canales auditivos, a fin de corregir el problema. Pero sólo después de tener a los ruidosos gallos en casa se me ocurrió pensar que esos problemas con los oídos que había tenido durante tantos años habían acabado por mermar de forma gradual la capacidad auditiva de
Marley
, condenándolo a un amortiguado mundo de suspiros.

Pero a él no parecía molestarle aquello en lo más mínimo. La jubilación le iba bien, y sus problemas de oído no parecían alterarle la ociosa vida campestre que llevaba. En todo caso, la sordera le resultó fortuita, porque por fin tuvo una excusa, certificada médicamente, para desobedecer. ¿Cómo podía obedecer una orden si le era imposible oírla? Por muy denso que fuera su cerebro, como yo sostenía, él se las ingenió para sacar ventaja de su sordera. Si yo dejaba caer un trozo de carne en su plato, venía corriendo desde la habitación contigua. Aún era capaz de detectar el sonido sordo y apetitoso que hace un trozo de carne al caer en un bol de plástico, pero si uno le silbaba para que viniera, dejando de hacer algo que le gustaba, se alejaba de uno sin siquiera girar la cabeza para lanzar una mirada de soslayo, como solía hacer antes.

«Creo que el perro nos está tomando el pelo», dije a Jenny. Aunque ella también opinaba que los problemas auditivos de
Marley
parecían ser selectivos, lo cierto es que cuando lo llamábamos, le gritábamos y palmeábamos las manos, él no respondía, y que cuando echábamos comida en su bol venía disparado de donde estuviese. Al parecer, no podía oír nada, como no fuera el único sonido que amaba con todo su corazón, o mejor dicho, con su estómago: el ruido de la comida.

Marley
tuvo toda su vida un apetito insaciable. No sólo le llenábamos su bol de comida de perro cuatro veces al día —comida suficiente para una familia entera de chihuahuas durante una semana—, sino que empezamos a complementarle su dieta con sobras de nuestra comida, en contra de los buenos consejos que se dan en cuanta guía sobre perros habíamos leído. Sabíamos que las sobras no hacen sino programar a los perros para que prefieran la comida de los humanos (y puestos a elegir ¿cómo culparlos por preferir los restos de hamburguesa a unas bolitas secas?). Las sobras eran un receta para la obesidad canina, en particular, para los labrador retriever, que eran proclives a la gordura, sobre todo a partir de la mediana edad. Algunos labradores, especialmente los de la variedad inglesa, son tan rotundos cuando llegan a mayores, que parece que los han inflado para que puedan tomar parte en el Desfile del Día de Acción de Gracias que Macy’s celebra en la Quinta Avenida.

Pero, pese a todo, la obesidad no figuraba entre los problemas que tenía
Marley
. Por muchas calorías que ingiriera, siempre quemaba más de las ingeridas. La exuberancia desmedida que lo caracterizaba le consumía grandes cantidades de energía.
Marley
era como una planta de electricidad de alto voltaje que convierte cada gramo de combustible disponible en energía pura y dura. Era un espécimen físico increíble, la clase de perro que los transeúntes se detenían a mirar. Como labrador retriever, era enorme, mucho más grande que la media de los machos de su raza, cuyo peso oscila entre los veintinueve y los treinta y seis kilos. Incluso a medida que envejecía, su carne era puro músculo, cuarenta y cuatro kilos de músculos ondulantes y nerviosos con apenas un gramo de grasa en todo el cuerpo. La caja torácica tenía el tamaño de un pequeño barril de cerveza, pero las costillas no estaban cubiertas de una gruesa capa de carne o grasa. Ni a Jenny ni a mí nos preocupaba la obesidad, sino más bien lo contrario. En nuestras frecuentes visitas al doctor Jay, antes de marcharnos de Florida, nuestra única preocupación era que, pese a que le dábamos tremendas cantidades de comida,
Marley
era mucho más delgado que la mayoría de los labradores, y siempre tenía apetito, incluso después de fagocitarse un cubo entero de bolitas para perros que parecía destinado a un caballo de tiro. ¿Acaso estábamos matándolo lentamente de hambre? El doctor Jay siempre nos respondía de la misma manera. Mientras acariciaba el estilizado vientre de
Marley
, con lo cual éste iniciaba un evasor viaje de desesperante felicidad por la consulta, nos decía que, en cuanto a sus atributos físicos,
Marley
era casi perfecto. «Sigan haciendo lo que hacen», solía decir el doctor Jay. Después, mientras
Marley
se hurgaba las partes o cogía un trozo de algodón que había sobre un mueble de la consulta, el doctor Jay añadía: «Creo que no hace falta que les diga que
Marley
quema gran parte de su energía nerviosa.»

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