Marley y yo (33 page)

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Authors: John Grogan

Tags: #Romántico, Humor, Biografía

BOOK: Marley y yo
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Subir las escaleras hasta la primera planta se le hacía cada vez más difícil, pero no quería dormir solo en la planta baja, ni siquiera cuando le pusimos una cucha al pie de la escalera. A
Marley
le fascinaba la gente, le encantaba echarse junto a nuestros pies, apoyar el mentón sobre la cama y respirar sobre nuestras caras mientras dormíamos y meter la cabeza bajo la cortina de la bañera para beber agua mientras nos duchábamos, y no tenía la menor intención de dejar de hacerlo. Todas las noches, cuando Jenny y yo íbamos a acostarnos, él iba y venía al pie de la escalera, jadeando y quejándose, y probando el primer escalón con sus patas delanteras, mientras reunía el coraje suficiente para emprender un ascenso que poco tiempo atrás no le había costado nada hacer. Yo lo alentaba desde lo alto de la escalera, diciéndole: «¡Venga tío! Puedes hacerlo.» Pasados unos minutos,
Marley
desaparecía. Se alejaba lo más posible para lanzarse a correr y aprovechar el impulso para trepar la escalera, apoyando la mayor parte del peso de su cuerpo en los hombros. A veces lo lograba, pero otras se quedaba a medio camino, por lo cual volvía a bajar para intentarlo otra vez. Cuando sus intentos fracasaban de la forma más estrepitosa, perdía por completo el equilibrio y bajaba, sin gloria ni pena, resbalando por los escalones con la barriga.
Marley
era demasiado grande para que yo pudiera levantarlo, así que me dediqué cada vez con más frecuencia a ayudarlo a subir la escalera, sujetándole las patas traseras mientras él se impulsaba hacia arriba con las delanteras.

Dada la dificultad que la escalera le suponía, pensé que
Marley
limitaría la cantidad de viajes que hacía arriba y abajo, pero le concedí demasiado crédito a su sentido común. Por mucho que le hubiera costado subir la escalera, si yo bajaba a buscar un libro o a apagar las luces, él me seguía, moviéndose lenta y pesadamente, así que poco después había que repetir la tortuosa subida. Jenny y yo procuramos que, cuando
Marley
estaba arriba, no nos viera bajar, a fin de evitar que nos siguiera. Supusimos que sería fácil escabullirnos sin que él se diera cuenta, puesto que no oía casi nada y que dormía más tiempo y con más profundidad, pero siempre notaba nuestra ausencia. Yo solía leer en la cama, mientras él, roncando fuerte, dormía echado sobre el suelo, junto a mí. A veces, yo me quitaba de encima la manta con todo sigilo, me bajaba de la cama, pasaba de puntillas junto a él y al llegar la puerta, me giraba para asegurarme de que él siguiera durmiendo. Cuando hacía unos minutos que había bajado oía los pesados pasos de
Marley
que, buscándome, bajaba la escalera. Podía estar sordo y medio ciego, pero al parecer el radar le funcionaba de maravilla.

Y todo esto no sólo sucedía de noche, sino también de día. Por ejemplo, yo podía estar leyendo el diario en la cocina, con
Marley
junto a mis pies, y levantarme para ir a servirme otra taza de café y, aunque él podía verme y yo volvería de inmediato a mi lugar, él se levantaba con dificultad y se aproximaba para estar junto a mí. No bien se había acurrucado a gusto junto a mis pies, el café estaba listo y yo volvía a la mesa con una taza recién servida, con
Marley
pegado a los talones, en busca de un nuevo lugar donde instalarse junto a mis pies. Pocos minutos después iba yo a la sala de estar para encender la radio y
Marley
volvía a ponerse de pie con dificultad, a seguirme y, tras dar una o dos vueltas, a dejarse caer a mi lado con un quejido, para tener que volver a ponerse de pie porque yo ya estaba yéndome otra vez. Y así sucedía, una y otra vez, y no sólo conmigo, sino también con Jenny y los niños.

Con la edad,
Marley
tenía días buenos y días malos. Y también tenía minutos buenos, y minutos malos, y tan próximos entre sí, que era difícil creer que se trataba del mismo perro.

Una noche de la primavera de 2002, saqué a
Marley
a dar una vuelta corta por el jardín. La noche era fresca y ventosa. Incitado por el frescor del aire, empecé a correr, y
Marley
, también acuciado por el frescor, galopaba a mi lado como en los viejos tiempos. Incluso le dije: «¿Ves,
Marley
? Aún tienes algo de cachorro.» Volvimos a la casa al trote.
Marley
, con la lengua fuera, jadeaba con rapidez, pero tenía viva la mirada. Cuando llegamos a la puerta del porche,
Marley
trató de subir los dos escalones, pero al estirarse, se le desplomó la parte trasera y quedó extrañamente atascado, con las patas delanteras en la parte superior, la barriga apoyada sobre los escalones y la parte trasera sobre el sendero. Y allí se quedó, mirándome como si no supiera cuál había sido la causa de esa embarazosa escena. Yo silbé y palmeé las manos sobre mis muslos para estimularlo, y aunque intentó con coraje valerse de las patas delanteras para ponerse de pie, fue inútil. No pudo levantar las patas traseras del suelo. «¡Venga,
Marley
!», dije para animarlo, pero el pobre no podía moverse. Finalmente lo cogí por debajo de los hombros y le puse las patas delanteras sobre el sendero, para que pudiera apoyar las cuatro patas en un mismo nivel. Luego, tras varios intentos fallidos, pudo ponerse de pie. Hecho eso,
Marley
retrocedió, miró los escalones con desconfianza, pero dio un salto y entró en la casa. A partir de ese día perdió la confianza que tenía en sí mismo como campeón de trepar escaleras; nunca volvió a intentar subir esos dos escalones sin antes detenerse e inquietarse.

No cabía duda alguna: envejecer era una putada. Y, además, indigna.

Marley
me hizo pensar en la brevedad de la vida, en la fugacidad de la dicha y en las oportunidades perdidas. Me recordó que sólo tenemos una oportunidad de llegar a la cota más alta y que no hay segundas oportunidades. Un día eres capaz de adentrarte nadando en el océano, convencido de que será entonces cuando pescarás esa gaviota, y al día siguiente no puedes agacharte para beber el agua de tu bol. Y yo, al igual que todos los demás, también tenía sólo una vida. Hacía ya un tiempo que me preguntaba por qué diablos estaba dedicándola a una revista de jardinería. Y no porque mi nuevo empleo no tuviera sus recompensas, ni porque no estuviera orgulloso de lo que había hecho con la revista, sino porque echaba desesperadamente de menos el trabajo en los periódicos, la gente que los lee y la gente que los escribe, añoraba el hecho de participar en la gran historia del día y de sentir que, a mi modesto modo, ayudaba a marcar la diferencia. También echaba en falta la angustia, regada de adrenalina, cuando tienes que redactar un artículo y entregarlo ya mismo, así como la satisfacción de encontrar a la mañana siguiente una enorme cantidad de mensajes de correo electrónico en respuesta a mis palabras. Y lo que más echaba en falta era contar historias. No dejaba de preguntarme por qué había abandonado un escenario que se ajustaba con tanta perfección a mi disposición natural para meterme en las traicioneras aguas de la dirección de revistas con presupuestos magros, incesantes presiones de publicidad, dolores de cabeza con el personal e ingratas tareas editoriales entre bambalinas.

Cuando un antiguo colega mencionó al pasar que el
Philadelphia Inquirer
buscaba un columnista metropolitano, no lo dudé ni un segundo y me lancé de cabeza. Es en extremo difícil que se presente un trabajo de columnista, incluso en los diarios pequeños, y, cuando se presenta, casi siempre se escoge a alguien que ya trabaja en el diario, como una especie de breva para los veteranos que han demostrado ser buenos periodistas.
El Inquirer
era un diario muy respetado, ganador de diecisiete premios
Pulitzer
a lo largo de los años y uno de los grandes periódicos del país. Yo era un admirador del diario, y ahora los editores querían verme. Además, para trabajar allí no tendría que mudar a la familia, ya que el despacho en el que trabajaría estaba a unos cuarenta y cinco minutos de distancia, por la autopista de Pensilvania, lo que implicaba un viaje aceptable. No tengo mucha fe en los milagros, pero todo parecía demasiado bueno para ser verdad, como si mediara la intervención divina.

En noviembre de 2002 cambié mi atuendo de jardinero por un carné de prensa del
Philadelphia Inquirer
. Es muy posible que ése haya sido el día más feliz de mi vida. Volví al lugar al cual pertenecía: a la redacción de un diario como columnista.

Sólo llevaba unos meses en el nuevo trabajo cuando tuvimos la primera gran tormenta de nieve de 2003. Empezó a nevar la noche de un domingo y al día siguiente, cuando paró, la tierra estaba cubierta con un manto de nieve de más de sesenta centímetros de profundidad. Mientras nuestra localidad recuperaba su ritmo normal, los chicos estuvieron tres días sin ir al colegio y yo tuve que enviar mis columnas desde casa. Con un quitanieves que pedí prestado a mi vecino, limpié el camino de entrada de los coches y abrí un sendero angosto hasta la puerta principal. Sabiendo que
Marley
era ya incapaz de salvar por sus propios medios los obstáculos que le había dejado la nevada, y mucho menos saltar por encima de los grandes montículos de nieve acumulada por el viento, despejé un lugar para que pudiera usar como «cuarto de baño», según lo llamaron los chicos. Era un pequeño espacio que habilité con el quitanieves junto al sendero recién hecho, para que tuviera dónde hacer sus necesidades. Sin embargo, cuando lo llamé para que empezara a hacer uso de él, se quedó de pie en el centro, husmeándolo de arriba abajo.
Marley
tenía ideas muy particulares acerca de lo que constituía un lugar apropiado para responder a la llamada de la naturaleza, y era evidente que aquél no se ajustaba a su criterio. Se avino a levantar la pata y hacer pis, pero sólo a eso.
¿Hacer caca aquí? ¿Justo delante del gran ventanal de la casa?
No puedo creer que lo propongas en serio.
Marley
se volvió y, con un poderoso esfuerzo, escaló los resbaladizos escalones del porche y entró en la casa.

Esa noche, después de cenar, volví a sacarlo afuera, pero
Marley
no pudo darse el lujo de esperar, pues le urgía evacuar el vientre. Empezó a recorrer el lugar que le había preparado al efecto, el sendero y luego el camino de entrada al garaje, oliendo la nieve y dando zarpazos a la tierra nevada. No, esto no me va. Antes de que yo pudiera detenerlo, trepó con bastante agilidad la pared que yo había levantado con el quitanieves y echó a andar por el grueso manto de nieve hacia unos pinos que había a unos quince metros de distancia. Yo no podía creer lo que veía: mi perro artrítico y geriátrico había salido a dar un paseo alpino. Cada dos pasos, el tren posterior se le desplomaba y se veía obligado a descansar echado de barriga sobre la nieve antes de iniciar otra vez la lucha por ponerse de pie y seguir andando. Yo me quedé en el camino de entrada al garaje, preguntándome cómo me las ingeniaría para rescatarlo cuando quedara atrapado y no pudiera valerse por sí mismo. Pero él siguió adelante y finalmente llegó junto al pino más próximo. De pronto me di cuenta de lo que estaba haciendo.
Marley
tenía un plan. Bajo las pobladas ramas del pino, la nieve sólo tenía unos pocos centímetros de espesor. El árbol había actuado como una sombrilla y, bajó él,
Marley
podía moverse libremente y adoptar con comodidad la postura indicada para aliviar sus intestinos. Tuve que reconocer que su plan era bastante brillante.
Marley
dio vueltas por el lugar, lo olió y rascó la superficie, tratando de localizar el templo adecuado donde depositar su ofrenda diaria. Pero entonces, para mi sorpresa, abandonó el agradable refugio y retomó el camino sobre el gran manto de nieve hacia el siguiente pino. El primer lugar que había escogido me pareció perfecto, pero era evidente que no satisfacía sus exquisitos requerimientos.

Marley
llegó al segundo árbol con dificultad, pero tras olisquearlo todo en su entorno, encontró que tampoco era apto para sus propósitos. Así las cosas, se dirigió hacia el tercer pino, y luego hacia el cuarto y el quinto, alejándose cada vez más del camino de entrada a la casa. Aunque yo sabía que no me oiría, le grité para que volviera atrás. «¡
Marley
, te quedarás atascado, tonto!» Pero él siguió andando, con firme determinación. Estaba inmerso en su investigación. Finalmente llegó al último árbol que había en el radio de nuestro terreno, una gran pícea con una tupida copa de ramas situada cerca del lugar donde los chicos esperaban el autobús del colegio. Fue allí donde encontró el trozo de terreno helado, privado y apenas cubierto de nieve que había andado buscando.
Marley
dio varias vueltas y, no sin dificultad, puso su tren posterior maltrecho por la artritis en posición de defecar, y por fin pudo aliviarse. ¡Eureka!

Cumplida su misión,
Marley
inició el largo viaje de regreso a casa. Mientras él luchaba contra la nieve, yo palmeaba las manos y le gritaba para animarlo. «¡Venga, tío! ¡Adelante! ¡Puedes hacerlo!» En un momento dado, vi que se cansaba cuando aún le faltaba mucho para llegar a su destino. «¡No abandones ahora!», le grité. Pero eso fue exactamente lo que hizo a poco más de diez metros del camino de entrada. Se detuvo y se dejó caer en la nieve, exhausto. No parecía muy preocupado, pero tampoco estaba conforme con su situación. Me lanzó una mirada inquisitoria.
¿Y ahora qué hacemos, amo?
Yo no tenía la menor idea. Podía quitar la nieve hasta donde se encontraba tumbado él, pero después ¿qué? Era demasiado pesado para que yo pudiera acarrearlo. Pasé varios minutos animándolo para que siguiera andando, pero él no cedió.

«Quédate ahí. Voy a ponerme las botas y vuelvo a buscarte», le dije por fin. Se me había ocurrido que podría empujarlo hasta ponerlo sobre el trineo y arrastrarlo así hasta la casa, pero mi plan fracasó no bien vio que me aproximaba con el trineo.
Marley
recuperó la energía y se puso de pie. Lo único que pude pensar fue que quizá recordaba nuestro vergonzoso descenso por la colina y quería volver a repetirlo. Se lanzó en dirección a mí moviéndose como lo haría un dinosaurio en un pozo lleno de alquitrán. Yo avanzaba por la nieve, abriendo de paso un nuevo sendero para él, y él venía hacia mí. Finalmente nos reunimos y volvimos andando juntos hasta el camino de entrada al garaje.
Marley
se sacudió la nieve de encima, me golpeó las rodillas con el vaivén de su cola y, fresco y animado, daba pequeños saltos, imbuido del arrojo de un aventurero que acaba de regresar de una travesía por la jungla virgen. ¡Y pensar que yo había dudado de que pudiera hacerlo!

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