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Authors: John Grogan

Tags: #Romántico, Humor, Biografía

Marley y yo (34 page)

BOOK: Marley y yo
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Al día siguiente, quitando la nieve a paladas, le hice un sendero que conducía a la última pícea que le había gustado, y
Marley
adoptó el lugar como lavabo propio durante todo el invierno. Habíamos superado una crisis, pero surgían grandes preguntas sin aparentes respuestas. ¿Cuánto tiempo más podía seguir así? ¿Cuándo serían más los dolores y las indignidades que las sencillas satisfacciones que
Marley
encontraba en sus días de calma y adormecimiento?

25. Cómo luchar contra las circunstancias adversas

En el verano, cuando empezaron las vacaciones escolares, Jenny se fue con los chicos a Boston, para pasar una semana con su hermana. Yo no los acompañé porque tenía que trabajar. A raíz del viaje, no quedaba nadie en la casa para hacer compañía a
Marley
y dejarlo salir para que hiciera sus necesidades. Entre las muchas indignidades que lo afligían en su vejez, la que más parecía molestarlo era el escaso control que tenía de sus esfínteres. Pese al mal comportamiento que
Marley
había acostumbrado a tener, sus hábitos relativos a aliviarse la vejiga y los intestinos habían sido siempre inmaculados. Ésa era una característica de la que sí podía alardear. Desde que tenía unos pocos meses de vida,
Marley
nunca había tenido accidentes de ese tenor dentro de la casa, incluso cuando se quedaba solo durante diez o doce horas. Nosotros decíamos, bromeando, que tenía la vejiga de acero inoxidable y los intestinos, de piedra.

Pero en los últimos meses, eso había cambiado. Ya no podían pasar muchas horas entre una descarga interior y la siguiente. Cuando sentía ganas de evacuar, tenía que hacerlo con urgencia, y si no había en casa nadie que pudiera abrirle la puerta para salir al jardín, pues debía hacerlo dentro. Y eso lo mortificaba muchísimo. No bien entrábamos en casa, sabíamos de inmediato si había sucedido así, ya que en lugar de esperarnos junto a la puerta y saludarnos con su exuberante alegría de vernos, solía quedarse de pie en la parte más alejada de la habitación, con la cabeza gacha casi tocando el suelo y la cola flácida colgando entre las patas, todo él irradiando vergüenza. Nunca lo regañamos por eso. ¿Cómo podríamos haberlo hecho si tenía casi trece años, lo más que suele vivir un labrador? Nosotros sabíamos que no podía evitarlo, y también parecía saberlo él. Estoy seguro de que, si hubiera podido hablar, habría confesado su humillación y nos habría asegurado que de verdad había tratado de contenerse, pero que le había resultado imposible.

Jenny compró una aspiradora a vapor para la alfombra y empezamos a organizar nuestras salidas de manera de no dejarlo solo durante mucho tiempo. Jenny solía ir deprisa a casa desde la escuela, donde trabajaba como voluntaria, para dejar salir a
Marley
, y yo, cuando asistía a una cena fuera de casa, me ausentaba entre el plato fuerte y el postre para sacarlo a dar una vuelta que, por supuesto, él prolongaba lo más posible, dando vueltas y vueltas por el jardín. Nuestros amigos solían bromear sobre quién era el verdadero amo en la casa de los Grogan.

Sin Jenny y los niños en la casa, yo tenía la oportunidad para dedicar más horas a trabajar, a quedarme más tiempo en el despacho y a recorrer la región y los pueblos y barrios sobre los cuales escribía. Dada la distancia que había entre mi casa y el despacho, estaría ausente durante diez o doce horas al día, un lapso de tiempo impensable para que
Marley
estuviera solo; incluso la mitad de ese tiempo sería impensable. Por tanto, decidimos ingresarlo en la residencia canina en que lo dejábamos en verano, cuando nos marchábamos de vacaciones. El lugar estaba junto a una clínica veterinaria grande, que ofrecía servicios profesionales, aunque no muy personalizados. Cada vez que íbamos allí nos atendía un veterinario nuevo, cuyo nombre desconocíamos, que no sabía nada de
Marley
, salvo lo que constaba en su ficha, a diferencia de nuestro querido doctor Jay de Florida, que conocía a
Marley
casi tan bien como nosotros y que se había convertido en un amigo de la familia. Estos veterinarios eran desconocidos, competentes, pero desconocidos, aunque a
Marley
parecía no importarle.

«
¡Waddy
va colonia de perro…!», proclamaba Colleen, y él se pavoneaba como si la idea le brindara posibilidades. Nosotros hacíamos bromas sobre las actividades que le programarían en la residencia canina: cavar hoyos, de nueve a diez; destrozar cojines, de diez y cuarto a once; hurgar basura, de once y cinco a doce, y así sucesivamente. Lo llevé a la residencia canina un domingo por la tarde y dejé allí el número de mi teléfono móvil.
Marley
no parecía relajarse por completo en esos lugares, ni siquiera en el del doctor Jay, que le resultaba familiar, por lo que siempre me preocupaba un poco por él. Cada vez que lo dejábamos allí parecía perder peso, además de lastimarse el hocico restregándolo contra los hierros de la jaula, y cuando llegaba a casa se echaba en un rincón y dormía profundamente durante horas, como si hubiera tenido insomnio y hubiese pasado todo el tiempo yendo de un lado al otro de la jaula.

Dos días después de dejarlo en la residencia canina, me encontraba en el centro de Filadelfia, cerca de Independence Hall
[12]
, cuando sonó mi móvil. «La doctora No-sé-cuántos desea hablar con usted», dijo una mujer de la residencia canina. El apellido era otro más de los nuevos que yo jamás había oído. Unos segundos después oí la voz de la doctora. «Tenemos una situación de emergencia con
Marley
», dijo.

Sentí que se me encogía el corazón.

«¿Una emergencia?»

La veterinaria dijo que el estómago de
Marley
estaba lleno de comida, líquido y aire y que, al distenderse y encogerse, había hecho un giro sobre sí mismo, embolsando todo su contenido. Sin lugar por donde dejar salir los gases y el contenido restante, el estómago se le había hinchado dolorosamente, una condición que, conocida con el nombre de vólvulo gástrico por dilatación, podía ser mortal. La mujer añadió que casi siempre había que tratarla con cirugía y que, de no tratarla, lo mataría en cuestión de horas.

También dijo que le había colocado una sonda por la garganta hasta el estómago y le había podido extraer gran parte de los gases que se le habían acumulado, lo que le había aliviado la inflamación. Al manipular la sonda en su estómago, había podido deshacer el «entuerto», como lo llamó, y
Marley
estaba ahora sedado y durmiendo tranquilamente.

—Ésa es una buena señal, ¿no? —dije con cautela.

—Pero sólo temporal —dijo ella—. De momento lo sacamos de esta crisis, pero cuando se les retuerce así el estómago, casi siempre vuelve a retorcérseles.

—¿Cuántas veces significa ese «casi siempre»? —pregunté.

—Yo diría que hay un 1% de posibilidades de que no se repita —dijo ella.

¿Uno por ciento?
¡Por Dios, tenía más posibilidades de que lo aceptaran en la Universidad de Harvard!

—¿Sólo un 1%?

—Lo siento —dijo la veterinaria—. Es muy grave.

En el caso de que el estómago volviera a retorcérsele —lo que ella aseguraba que era casi seguro— tendríamos dos opciones. La primera sería operarlo. Según dijo la mujer, lo abrirían y le sujetarían el estómago a la pared de la cavidad abdominal para evitar que volviera a retorcerse. «La operación costará en torno a dos mil dólares», aclaró. Tragué saliva. «Y debo decirle que es un proceso muy agresivo. Será muy duro para un perro de su edad.» Añadió entonces que siempre y cuando saliera bien de la operación, cosa que con los perros viejos nunca se sabía porque a veces no superaban el trauma de la intervención, la recuperación sería larga y difícil.

—Si tuviera cuatro o cinco años, yo recomendaría la operación, pero a su edad hay que preguntarse si de veras quiere uno someterlo a semejante situación.

—No, si podemos evitarla —dije— ¿Y cuál es la segunda opción?

—La segunda opción —dijo la veterinaria con un ligero titubeo— es sacrificarlo.

—Oh —dije.

Me resultaba difícil procesar todo lo que me estaba diciendo. Hacía cinco minutos, yo iba de camino hacia la Campana de la Libertad, suponiendo que
Marley
estaba feliz y tranquilo en su refugio canino, y ahora me encontraba con la disyuntiva de dejarlo vivir o no. Nunca había oído hablar de la enfermedad que la veterinaria me había descrito, y pasó un tiempo antes de que me enterase de que era bastante común en algunos perros, en particular en los que, como
Marley
, tenían el pecho muy desarrollado. También parecían mucho más vulnerables a ella los perros que devoraban la comida en pocos minutos, algo que
Marley
también hacía. Ciertas personas que tenían perros creían que el estrés que causaba en los perros el hecho de que los dejaran en la residencia canina podía ser un detonante de esa condición clínica, pero un profesor de veterinaria que conocí después me dijo que había investigado el caso y que no había encontrado relación alguna entre las dos cosas. La veterinaria que atendía de momento a
Marley
me dijo que otro factor que podía haber detonado el problema de
Marley
era la excitación que le producía verse rodeado de perros. Según ella,
Marley
había comido con la usual rapidez y jadeaba y babeaba mucho, con lo cual podía haber tragado tanto aire y saliva que su estómago había empezado a dilatarse en el sentido de su eje mayor, por lo que había incrementado la vulnerabilidad del órgano a los retorcimientos.

—¿No podemos esperar y ver qué pasa? —pregunté—. Quizá no vuelva a retorcerse.

—Eso es precisamente lo que estamos haciendo ahora —dijo la mujer—. Estamos esperando y observándolo.

Repitió la cifra de las posibilidades de que se repitiera y añadió:

—Si su estómago vuelve a retorcerse, tendré que tomar una decisión con mucha rapidez. No podemos dejarlo que sufra.

—Tengo que hablar con mi mujer —dije—. Después, volveré a llamarla.

Cuando Jenny respondió la llamada a su móvil, estaba con los niños en una barca que recorría el puerto de Boston. Yo podía oír a lo lejos el sonido del motor de la barca y la voz del guía por el altavoz. Tuvimos una conversación salpicada, extraña, por medio de una mala conexión. Ninguno de los dos podía oír bien al otro. Yo gritaba para tratar de comunicarle el problema que teníamos que confrontar, pero ella sólo cogía una palabra aquí y otra, allá.
Marley
…, emergencia…, estómago…, cirugía…, sacrificarlo. De pronto noté un silencio total.

—Jenny ¿me oyes?

—Te oigo —dijo, y volvió a guardar silencio.

Los dos sabíamos que, con el tiempo, llegaría este día. Lo que no sabíamos era que sería hoy. Y con ella y los niños fuera de la ciudad, donde no podrían despedirse como cabía, y yo en pleno centro de Filadelfia, a hora y media de donde estaba
Marley
. Cuando acabamos la conversación, entre gritos, frases entrecortadas y silencios, decidimos que en realidad no había que tomar decisión alguna. La veterinaria tenía razón.
Marley
flaqueaba en todos los sentidos. Sería cruel someterlo a una operación traumática para tratar de postergar lo inevitable. Y tampoco podíamos pasar por alto el coste de la operación. Parecía obsceno, casi inmoral, gastar tanto dinero en un perro viejo que se encontraba al final de su vida, cuando había tantos otros perros que se sacrificaban por no encontrarles un hogar y, más importante aún, tantos niños que no recibían el tratamiento médico adecuado por falta de recursos financieros. Si a
Marley
le había llegado la hora, pues era su hora, y me encargaría de que se marchara con dignidad y sin sufrimiento. Sabíamos que eso era lo correcto, pero ni Jenny ni yo estábamos preparados para perderlo.

Llamé a la veterinaria y le comuniqué nuestra decisión.

—Se le han caído los dientes, está sordo y anda tan mal de las caderas que apenas puede subir los dos escalones del porche —le dije, como si necesitase convencerla—. También tiene dificultad para poner el cuerpo en la posición debida para defecar.

La veterinaria, que para entonces ya sabía que se llamaba doctora Hopkinson, me facilitó las cosas diciendo:

—Creo que le ha llegado la hora.

—Creo que sí —dije, pero yo no quería que lo sacrificase sin antes llamarme.

De ser posible, yo quería estar con él.

—No se olvide que yo me aferró a ese 1% —le recordé.

—Volvamos a hablar dentro de una hora.

Una hora después, la voz de la veterinaria sonaba un poquito más optimista.
Marley
, con un goteo endovenoso en una pata delantera, seguía bien y tranquilo, y ella elevó el porcentaje de posibilidades de uno a cinco.

—Pero no quiero se sienta más esperanzado. Su perro está muy enfermo —matizó.

A la mañana siguiente, la veterinaria estaba aún más optimista.

—Ha pasado muy bien la noche —dijo.

Al mediodía, cuando volví a llamar, me comunicó que le había retirado el goteo endovenoso y que le había dado de comer un poco de arroz con carne.

«Está muerto de hambre», dijo. En la llamada siguiente me informó de que
Marley
se había puesto de pie. «Hay buenas noticias —dijo—. Uno de nuestros asistentes lo llevó fuera e hizo pis y caca.» Yo festejé el hecho dando un grito por teléfono como si acabase de ganar el primer premio de una exposición canina. Tras ello, la veterinaria añadió: «
Marley
debe de sentirse mejor, porque acaba de darme un beso enorme en los labios.» Sí, ése era nuestro
Marley
.

«Ayer no lo habría creído posible —dijo la mujer—, pero creo que mañana podrá llevárselo a casa.» Y eso fue exactamente lo que hice la noche siguiente, cuando salí del trabajo.
Marley
tenía un aspecto terrible. Estaba débil y esquelético y tenía los ojos lechosos y salpicados de mucosidad, como si hubiera estado en el otro barrio y hubiera regresado, cosa que supongo que verdaderamente sucedió. Pero sospecho que yo también parecía demacrado después de pagar la cuenta, que llegó a un total de ochocientos dólares. Cuando agradecí a la veterinaria el buen trabajo que había hecho, me dijo: «Todo el personal adora a
Marley
. Todos rogamos por su restablecimiento.»

De camino hacia el coche con mi perro, milagroso en un 99%, le dije: «Vamos a casa, que es donde debes estar.» Cuando le abrí la puerta de atrás, se quedó mirando el asiento con tristeza, sabiendo que le resultaba tan imposible de ascender como el monte Olimpo. Ni siquiera intentó treparse. Llamé a uno de los asistentes de la veterinaria y, con su ayuda, lo subimos al coche, tras lo cual fui directo a casa con una caja de medicinas e instrucciones estrictas. Nunca más volvería
Marley
a comerse un bol de comida de una sentada ni a salpicar cantidades ilimitadas de agua en su entorno. Sus días de jugar al submarino con su hocico en el bol del agua eran cosa del pasado. De ahora en adelante le daríamos cuatro raciones pequeñas de comida al día y sólo dosis limitadas de agua, por ejemplo, una media taza cada vez. De esa manera, la veterinaria esperaba que tuviera el estómago en calma, para que no volviera a hinchársele y retorcérsele. Tampoco volvería a una residencia canina, donde estaría rodeado de perros que ladran y se mueven, inquietos, pues tanto la doctora Hopkinson como yo pensábamos que también eso podría haber sido un factor desencadenante de su breve devaneo con la muerte.

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