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Authors: Margaret Millar

Tags: #Novela Negra

Más allá hay monstruos

BOOK: Más allá hay monstruos
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En un rancho de California, Robert Osborn, sale a buscar a su perro y nunca más se le vuelve a ver. Algunos rastros de sangre, el hallazgo de una probable arma asesina, hacen que su esposa, Devorn, crea que han asesinado a Robert. Un año después, su madre y su mujer protagonizan un duelo frente a frente en un juicio para declarar o no legalmente muerto al ranchero desaparecido. La madre no quiere que el juez dictamine la muerte porque está convencida de que sigue vivo y la viuda espera que lo haga para poder seguir adelante con su vida. ¿Lo mataron? ¿No lo mataron? ¿Quién? ¿Por qué?

Margaret Millar

Más allá hay monstruos

ePUB v1.0

JackTorrance
03.04.12

Título original:
Beyond This Point Are Monsters

Margaret Millar, 1970

1

En el sueño de Devon estaban otra vez rastreando el estanque en busca de Robert. Era casi igual que como había sucedido la primera vez, cuando Valenzuela, el policía mejicano, les gritaba órdenes a sus hombres y los jóvenes buceadores esperaban, enfundados en los trajes de goma y con las botellas de aire comprimido atadas a la espalda.

En el sueño, silenciosa y desvalida, Devon miraba desde la vivienda del rancho. En la realidad, se había adelantado a protestar, diciéndole a Estivar, el capataz:

—¿Por qué lo están buscando ahí?

—Tienen que buscar en todas partes, señora Osborne.

—Pero el agua está sucia, y Robert es una persona muy pulcra.

—Sí, señora.

—Nunca se metería en ese agua tan sucia.

—Tal vez no le dejaron dar su opinión, señora.

El agua se usaba únicamente para riego y estaba demasiado fangosa para que los buceadores pudieran trabajar, de modo que la policía terminó por usar una enorme draga de cuchara. Estuvieron horas rastreando el fondo, pero lo único que encontraron fueron piezas metálicas herrumbrosas, neumáticos viejos, trozos de madera y los huesos llenos de barro de un recién nacido. Valenzuela, el policía, se había conmovido más al encontrar al niño sin rostro y sin nombre que si se hubiera tratado de una docena de Roberts. Era como si pensara que los Roberts de este mundo siempre habían hecho algo para merecer su destino, por más cruel, febril o desatinado que fuera. Pero el niño, el bebé…

—Maldito sea —farfulló Valenzuela. Después se persignó y se llevó la diminuta pila de huesos en una caja de zapatos.

Devon se despertó al oír que Dulzura golpeaba la puerta del dormitorio.

—¿Señora? ¿Está despierta? —la puerta se entreabrió un poco—. Es mejor que se levante. El desayuno está listo.

—Es temprano —objetó Devon—. No son más que las seis y media.

—Pero hoy es el
día
. ¿Lo ha olvidado?

—No —Devon había firmado personalmente el recurso mientras el abogado la observaba, al parecer tranquilizado porque se hubiera decidido. No era probable que lo olvidara.

La pequeña mano regordeta de Dulzura tembló sobre la puerta.

—Estoy asustada. Todo el mundo me estará mirando.

—No tienes más que decir la verdad.

—Y después de todo este tiempo, ¿cómo voy a estar segura de cuál es la verdad? Y Estivar dice que si miento después de jurar sobre la Biblia me meterán en la cárcel.

—Lo decía en broma.

—Pero no se reía.

—No te van a meter en la cárcel —le aseguró Devon—. Dentro de diez minutos bajaré a desayunar.

Pero se quedó inmóvil mientras escuchaba los pesados pasos de Dulzura en las escaleras y el rugir del viento, que daba vueltas y más vueltas alrededor de la casa como si tratara de entrar. La noche otoñal había sido calurosa, el corto cabello castaño de Devon estaba húmedo y el camisón se le pegaba al cuerpo como si a ella misma la hubieran pescado en el estanque y la hubieran puesto a secar sobre la cama como a una sirena semiahogada.

Claro que Dulzura diría la verdad. Era demasiado sencilla para deformarla: después de comer Robert había salido a buscar a su perro, pasando por la cocina para ver a Dulzura. Le había deseado feliz cumpleaños, le había gastado bromas diciéndole que ya era una muchacha mayor y se había dirigido al garaje, saliendo por la puerta del fondo.

El automóvil de Robert seguía allí, con la capota quitada y la llave puesta. Estivar decía que no era seguro dejar el automóvil así, que era demasiada tentación para los peones eventuales mejicanos que venían a cosechar limones en la primavera y a embalar tomates en verano, y que en otoño recogían los melones. Sin duda, todos los grupos de peones que habían llegado y habían vuelto a irse durante el año anterior se habían enterado de lo del automóvil, pero jamás habían intentado robarlo. Tal vez Estivar les había hecho alguna advertencia muy severa, o quizá pensaran que ese automóvil debía estar maldito. Sea como fuere, el hecho es que seguía allí, inmóvil y tranquilo bajo su manto de polvo.

Las mareas de peones que iban y venían se regían por el sol, del mismo modo que las mareas del océano se regían por la luna. Estaban en octubre, en el mes más activo del año, y el cobertizo estaba lleno. Devon no tenía ningún contacto personal con los peones eventuales, que no hablaban inglés, y Estivar la había disuadido de intentar comunicarse con ellos en su español de bachillerato. Devon no conocía sus nombres ni sabía de dónde venían. Menudos y hambrientos, pululaban por los campos como ratones. «Habrán sido un par de
mojados
—comentó uno de los agentes—. Debieron haberle asaltado, y después lo mataron y enterraron en alguna parte.» «Aquí no tenemos
mojados
», interrumpió tajantemente Estivar. Y después le había explicado a Devon que el agente era un hombre muy ignorante porque el término
mojado
sólo era aplicable en Texas, donde el límite entre Méjico y Estados Unidos era el Río Grande; aquí en California, donde la línea divisoria eran kilómetros y kilómetros de alambre de espino, a los que entraban ilegalmente se les llamaba
alambres
.

Devon se levantó y se acercó a la ventana para apartar las cortinas. Hacía ya mucho tiempo que se había mudado del dormitorio que compartía con Robert al cuarto más pequeño que había en el segundo piso de la casa. Las habitaciones pequeñas eran menos solitarias, más fáciles de llenar. Esta daba al sur, tenía una espléndida vista del valle del río y a lo lejos se podían ver las ardientes colinas de Tijuana con sus cabañas de madera y la cúpula de la catedral, del mismo color de la mostaza que vendían para salchichas en la pista de carreras y en la plaza de toros. Tijuana se veía mejor de noche, cuando se convertía en un racimo de estrellas sobre el horizonte, o al amanecer cuando la cúpula de la catedral se teñía de rosa y las cabañas todavía se arrebujaban en la oscuridad.

A través de la ventana abierta Devon oyó el teléfono de la cocina y la voz de Dulzura, aguda como la de una cotorra porque los teléfonos la ponían nerviosa. Tardó un minuto en volver a la puerta del dormitorio, con la respiración alterada por la agitación y el fastidio.

—Es la madre de Robert y dice que es urgente.

—Dile que la llamaré.

—Es que no le gusta esperar.

No, pensó Devon, a la madre de Robert no le gustaba esperar. Pero había esperado, como todos, el sonido del timbre, el del teléfono, el ruido de un automóvil que se acercara o de unos pasos en el vestíbulo; había esperado una carta, un telegrama, una tarjeta, cualquier mensaje de amigos extraños.

—Dile que la llamaré —repitió.

Desde la ventana también podía ver las hileras de setos que habían plantado para contener el viento e impedir que la arena fuera anegando el estanque. Hacia el este, seco, se veía el lecho del río y al oeste se extendían los campos de tomates, ya cosechados. Los campos hervían de bandadas de pájaros. Se precipitaban entre las hileras de plantas, revoloteaban entre las hojas amarillentas, picoteaban los restos de fruta putrefacta y recorrían el suelo en busca de semillas e insectos. Estivar podía identificarlos uno por uno, con los nombres mejicanos que a Devon le parecían ajenos y exóticos hasta que se dio cuenta de que muchos de ellos eran pájaros que había conocido desde niña y que
chupamirto, cardelina
o
golondrina
eran viejos conocidos cuando los asociaba con sus nombres en inglés.

También había otras cosas que tenían nombres familiares, pero que no eran familiares. Para Devon, nacida y criada en la costa atlántica, la lluvia era algo que podía echar a perder una excursión o un paseo al zoológico, no una cosa que la gente medía en milímetros como hacen los avaros con el oro. Y un río era una cosa estable y permanente, como el Hudson, el Delaware o el Potomac. Pero este río que veía ahora desde la ventana de su cuarto estaba seco la mayor parte del año, aunque a veces se convertía en un torrente devastador capaz de llevarse un camión con la turbulencia de sus aguas. Tenía pocos puentes, porque por lo general se suponía que si llovía mucho la gente tenía el suficiente sentido común como para quedarse en su casa o seguir por la carretera principal; y cuando estaba seco simplemente lo atravesaban a pie o en automóvil, como si fuera un camino especial por el que no pagaban impuestos y que no exigía gastos de mantenimiento.

El otro lado del río era el límite del rancho vecino, que pertenecía a Leo Bishop. Cuando Robert había traído a su novia a casa, un año y medio atrás, Leo Bishop había sido el primer vecino que conoció Devon, y su marido le había pedido que fuera especialmente cordial con él, porque durante el invierno había perdido a su mujer de forma tan inesperada como trágica. Había hecho todo lo posible, pero todavía había veces en que Leo resultaba tan ajeno como cualquiera de los
alambres
.

Devon se duchó y empezó a vestirse. Hacía una semana que tenía preparada la ropa que iba a usar. Había ido hasta San Diego a encontrarse con la madre de Robert y ella le había elegido el conjunto, un traje de piel de tiburón tostado, algo más claro que el pelo de Devon y algo más oscuro que su piel dorada por el sol. Parecía como si ella y el traje hubieran salido juntos de la tintorería, pero Devon no objetó la elección. Era un color tan adecuado como cualquier otro color para una muchacha joven a quien iban a declarar viuda en un soleado día de otoño.

Bajó por las escaleras del fondo, que iban directamente a la cocina.

Dulzura estaba junto al fuego, removiendo algo en una sartén con la mano izquierda y abanicándose con la derecha. Tenía menos de treinta años, pero su juventud, como el banco en el cual estaba sentada, estaba escondida bajo innumerables pliegues de grasa.

—Estoy preparando unos huevos revueltos para acompañar al chorizo —anunció sin volverse.

—Gracias, no voy a tomar más que zumo de naranja y café.

—Al señor Osborne le enloquecía el chorizo. Él sí tenía estómago mejicano… De todos modos tendría que probar los huevos. Mire qué buen aspecto tienen.

Devon echó un vistazo a la húmeda pasta amarilla herrumbrosa de chile en polvo y se dio la vuelta.

—Muy bueno.

—Pero no los quiere.

—No, hoy no.

—La señora Osborne no, el perrito no, me lo voy a tener que comer todo yo. Obalz.

Era la expresión favorita de Dulzura y durante mucho tiempo Devon supuso que era alguna palabra española que indicaba disgusto, hasta que terminó por preguntárselo a Estivar, el capataz.

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