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Authors: Margaret Millar

Tags: #Novela Negra

Más allá hay monstruos (8 page)

BOOK: Más allá hay monstruos
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—Creo que fue idea de Valenzuela, que me mandó buscar.

—Quieres decir que te citaron.

—Eso es.

—¿Por qué razón?

—Ya se lo he dicho, Valenzuela me mandó buscar, y a mi familia también.

—Pero Valenzuela no tiene nada que ver con las citaciones —observó Devon—. Ya ni siquiera es policía.

—Algo le debe de quedar. Pregúntele a cualquiera en Boca del Río, y le dirán que todavía fanfarronea como si llevara uniforme de policía —Carla se pasó el bebé del brazo derecho al izquierdo, dándole golpecitos en la espalda para tranquilizarle—. Y los Estivar tampoco me quieren, aunque claro que es recíproco, cien por cien… Oí decir que Rufo se casó y Cruz está en el ejército.

—Sí.

—Fue con el otro con quien yo me acosté…, con Felipe. Me imagino que nadie sabe nada de él.

—No sé —Devon sólo recordaba a los tres hijos mayores de Estivar como un terceto. Cuando los encontraba por separado nunca estaba segura de si estaba viendo a Cruz, a Rufo o a Felipe. Todos eran igualmente callados y corteses, como si su padre les hubiera indicado exactamente cómo debían comportarse en presencia de Devon. Pero había rumores, que a Devon le llegaban principalmente por medio de Dulzura, según los cuales cuando no estaban en el rancho los hijos de Estivar eran bastante más vivaces.

Debajo de la peluca dorada de la muchacha, la angosta frente morena brillaba de sudor.

—Se suponía que tenía que encontrarme aquí con mi madre; me prometió cuidarme el nene mientras declaraba. Tal vez se haya perdido. Es la historia de mi vida…, la gente con que cuento se pierde.

—Si puedo ayudarte, dímelo.

—Ya aparecerá. Tal vez se ha metido en alguna iglesia y se ha puesto a rezar. Es muy rezadora, pero nunca sirve para nada, al menos a mí.

—¿Por qué a ti no?

—Tengo
yeta
.

—Pero ya nadie cree en la
yeta
.

—No. Pero es igual, yo tengo
yeta
—Carla miró al bebé, frunciendo el ceño—. Espero que el nene no se contagie. Bastantes líos va a tener con toda la gente que muere a su alrededor, o desaparece o se ahoga o la apuñalan como al señor Osborne.

—Pero el señor Osborne no murió por tu
yeta
.

—Bueno, la sensación que tengo es que si no fuera por mí todavía estaría vivo. Y ella también.

—¿Quién?

—La señora Bishop. Se ahogó.

La señora Bishop tenía unos dolores de cabeza espantosos y salía a dar largas caminatas y se ahogó.

La mesa reservada a los periodistas cuando el tribunal estaba reunido había sido desalojada durante el descanso. Por encima de su superficie de caoba lustrada se enfrentaban Ford y la anciana señora Osborne. La señora todavía tenía la cara de estar en público y el vistoso sombrero azul, pero Ford empezaba a tener aspecto de irritación y su voz dulce se había enronquecido un poco.

—Le repito, señora Osborne, que Estivar habló con más libertad de la que yo preveía, pero de todos modos no es nada irreparable.

—Para usted no, porque no le afecta. Pero ¿y yo? Toda esa charla sobre prejuicios y mala voluntad fue muy desagradable.

—Un asesinato es un asunto desagradable, y ninguna ley exime a la madre de la víctima.

—Me niego a creer que haya habido un asesinato.

—De acuerdo, de acuerdo, cada cual tiene derecho a sus opiniones. Pero por lo que se refiere a la audiencia de hoy, su hijo está muerto.

—Razón de más para que usted no hubiera dejado que Estivar ofendiera su nombre.

—Le dejé hablar —explicó Ford— igual que pienso dejar hablar al resto de los testigos. El juez Gallagher no es ningún tonto y le llamaría muchísimo la atención que tratara de presentar a Robert como un joven perfecto, sin ningún enemigo en el mundo. A los jóvenes perfectos no los asesinan, porque ni siquiera llegan a nacer. Y al presentar los antecedentes de un asesinato importan mucho más los defectos de la víctima que sus virtudes y sus enemigos tienen más importancia que sus amigos. Si Robert no se llevaba bien con Estivar, si tenía problemas con los peones eventuales o con sus vecinos…

—Los únicos vecinos con quienes alguna vez tuvo un mínimo problema eran los Bishop. Me imagino que no va a volver a escarbar en eso… Ya hace casi dos años que Ruth murió.

—¿Y Robert no tuvo nada que ver en su muerte?

—Claro que no —la anciana sacudió la cabeza y su sombrero dio un salto hacia adelante, como si quisiera agredir a su inquisidor—. Robert trataba de ayudarla. Era una mujer muy desdichada.

—¿Por qué?

—Porque era bueno.

—No, lo que quería decir es por qué era desdichada.

—Tal vez porque Leo (el señor Bishop) tenía más interés en las cosechas que en su mujer. Estaba muy sola y solía venir a charlar con Robert. No hubo más que eso entre ellos, charlas. Ella tenía edad suficiente como para ser su madre y él tenía compasión de ella, era una poca cosa muy patética.

—¿Es lo que le contó su hijo?

—No tenía que contármelo, era evidente. Día tras día Ruth arrastraba su problema hasta casa como si fuera un animal enfermo que no podía curar, ni se animaba a matar.

—¿Cómo iba hasta la casa de ustedes?

—A pie. Le gustaba decir que era por hacer ejercicio, pero no engañaba a nadie, ni siquiera a Leo —se detuvo y pasó la mano enguantada por la superficie de la mesa, como para comprobar si estaba limpia—. Me imagino que sabe cómo murió.

—Sí, lo busqué en los archivos del periódico. Intentaba cruzar el río durante una lluvia invernal, una crecida repentina la pilló desprevenida y se ahogó. Un jurado de médicos forenses dictaminó que se trataba de muerte accidental. Había indicios de que estaba deprimida, pero se descartó la idea del suicidio porque encontraron su maleta más o menos un kilómetro y medio río abajo, empapada pero intacta. Estaba preparada para un viaje, así que se dirigía a alguna parte.

—Tal vez.

—¿Por qué únicamente
tal vez
, señora Osborne?

—No había nada que demostrara que Ruth y la maleta cayeron al agua al mismo tiempo. Es bastante fácil preparar una maleta con ropas de mujer y arrojarla al río, sobre todo para alguien que tuviera acceso a sus cosas.

—¿Como un marido, por ejemplo?

—Por ejemplo.

—¿Y por qué haría algo así un marido?

—Para que la gente creyera que su mujer iba a encontrarse con otro hombre y escaparse con él. El método más seguro de evitar que a uno le culpen es culpar a algún otro. Esa maleta convertía a Leo en un pobre viudo dolorido y a Robert en el seductor irresponsable.

—¿Y qué había de cierto?

—¿Exactamente, quiere decir?

—Claro.

—No sé. ¿Qué diferencia hay?

—Una mujer que se prepara para una cita con su amante no pone en la maleta las mismas cosas que pondría alguien que la hiciera en vez de ella, aunque fuese el marido. Me imagino que el contenido de la maleta sería explicado en la investigación criminal.

—No estuve en la investigación. En esa época había dejado de salir, por los chismes. Claro que nunca dijeron nada en mi presencia, ni en la de Robert, pero se le notaba en la cara a todo el mundo, hasta a la gente que trabajaba con nosotros. Si ella no hubiera muerto, habría dado risa la idea de que Robert se escapara con una mujer que le doblaba la edad, una cosa pálida y flaca que parecía un niño envejecido.

—¿Qué cree usted que le pasó a Ruth Bishop, señora Osborne?

—Sé qué es lo que no le pasó. No hizo la maleta y empezó a cruzar el río para ir a una cita con mi hijo. Estaba lloviendo antes de que ella saliera de su casa y conocía bien el peligro de las crecidas repentinas.

—¿Cree que se metió deliberadamente en el río?

—Tal vez.

—¿Y que Leo Bishop hizo la maleta y la tiró al agua para que la encontraran luego?

—Tal vez, repito.

—¿Por qué?

—Si una mujer se suicida el marido queda en muy mala situación y la gente empieza a hacer preguntas y a escarbar bajo lo que ve. Tal y como fueron las cosas, los que quedamos en mala situación fuimos nosotros. Mandé a Robert a que hiciera un viaje al este, para que el escándalo se fuera atenuando, se encontró con Devon y se casó con ella a las dos semanas. Es gracioso como se repiten las cosas, ¿no? Lo primero que me sorprendió de Devon era cómo se parecía a Ruth Bishop.

La gente había empezado a volver a la sala; estaban las colegialas, Leo Bishop y los rancheros, los Estivar, Lum Wing, que se arrastraba tras ellos como un cachorro a quien hubieran regañado. Carla López acababa de peinarse y no llevaba a su bebé, como si de pronto hubiera decidido que era demasiado joven para andar cargada con una criatura y la hubiera dejado por algún lado, en la galería o en el lavabo de señoras.

La única reacción de Ford al ver volver a la gente fue bajar levemente la voz.

—Usted también mandó de viaje a Robert después de la muerte de su padre, ¿no es así?

—Sí.

—¿Cómo murió el padre, señora Osborne?

—Ya se lo he dicho.

—Dígamelo otra vez.

—Se cayó de un tractor y se fracturó el cráneo. Estuvo varios días en coma.

—Y después de su muerte a Robert le inscribieron en una escuela de Arizona.

—Deprimida como estaba, yo no era buena compañía para un muchacho de esta edad. Y Robert necesitaba la influencia de hombres.

—Estivar afirma que la influencia fue perniciosa.

—Exagera, como la mayoría de los mejicanos.

—¿Está de acuerdo con Estivar en que Robert había cambiado cuando regresó a casa?

—Claro que había cambiado. De los quince a los diecisiete son años de cambio. Cuando Robert se fue era un niño, y al volver era un hombre que tenía que hacerse cargo de la dirección de un rancho. Le repito que Estivar exagera y que la relación entre él y Robert nunca fue tan estrecha como le gusta imaginarse. ¿Qué motivo habría habido para eso? Robert tenía un padre excelente.

—¿Se llevaban bien?

—Por supuesto.

—¿Cómo se cayó su marido del tractor, señora Osborne?

—No lo presencié, y mi marido no me lo contó porque nunca recuperó el conocimiento. De todas maneras, ¿qué es lo que está tratando de demostrar? Primero sale con el asunto de la muerte de Ruth Bishop y ahora con la de mi marido. No hay ninguna relación entre ambos, y están separadas por media docena de años.

—Yo no he sacado el tema de Ruth Bishop —objetó Ford—. Fue usted.

—Usted me ha empujado a ello.

—De paso, no es tan fácil caerse de un tractor.

—No sé; nunca he hecho la prueba.

—Hay rumores de que su marido estaba borracho.

—Algo de eso oí.

—¿Era cierto?

—Le hicieron la autopsia y el informe no decía nada de alcohol.

—Hace un momento, usted dijo que el señor Osborne estuvo varios días en coma. Durante ese tiempo todo rastro de alcohol habría desaparecido del torrente sanguíneo.

—Si no soy médico, ¿cómo puedo saberlo?

—Creo que usted sabe muchas cosas, señora Osborne. El problema es que no quiere admitirlo.

—Esa observación no es nada caballerosa.

—Mis antecedentes no son nada caballerosos —reconoció Ford—. Mejor es que vuelva a su sitio. El descanso ha terminado.

El juez Gallagher volvía a entrar lentamente en la sala de audiencias, con su capa negra que le colgaba de los hombros como las quebradas alas rotas de un cuervo.

—Permanezcan sentados y en orden —indicó el empleado—. El Tribunal Superior está reunido.

6

Cuando llamaron al testigo John Loomis, uno de los hombres con ropa de ranchero se adelantó a prestar juramento: John Sylvester Loomis, calle Paloverde, 514, Boca del Río; ocupación, veterinario. El doctor Loomis atestiguó que en la mañana del 13 de octubre de 1967 dormía en el apartamento situado en el piso de encima de su consultorio cuando le despertó alguien que daba fuertes golpes en la puerta de abajo. Cuando bajó se encontró con Robert Osborne, que llevaba a su perro Maxie atado con una correa.

—Le mandé al demonio, porque el nacimiento de un potrillo me había tenido ocupado hasta las tres de la mañana, y ahora venía a despertarme tan temprano. Pero al parecer pensaba que era urgente y que alguien le había envenenado el perro.

—¿Cuál era su opinión?

—No vi pruebas de envenenamiento. El perro estaba animado, tenía los ojos claros y brillantes, la nariz fría y no se le notaba mal aliento. El señor Osborne dijo que había encontrado a Maxie en el campo antes de amanecer, que tenía violentas convulsiones en las patas, la boca llena de espuma y que había perdido el control de los intestinos. Le convencí de que me dejara el perro durante unas horas y quedamos en que lo recogería al volver de San Diego, por la tarde o a primera hora de la noche.

—¿Lo hizo?

—Sí, alrededor de las siete de la tarde.

—Mientras tanto usted había examinado al perro.

—Sí.

—¿Y qué encontró?

—Nada positivo, pero estaba bastante seguro de que había tenido un ataque epiléptico. No son raros en los perros a medida que envejecen. Y los
spaniels
como Maxie son especialmente susceptibles. Una vez pasado el ataque, el perro se recupera inmediatamente y en forma total. En realidad, la rapidez de la recuperación es lo que ayuda a hacer el diagnóstico.

—¿Usted le explicó eso al señor Osborne, doctor Loomis?

—Lo intenté, pero se le había metido en la cabeza lo del veneno y estaba convencido de que el perro había sido envenenado.

—¿Tenía alguna base para creerlo?

—Ninguna, que yo sepa —aseguró Loomis—. Pero no me puse a discutir. Parecía un tema espinoso.

—¿Por qué?

—A veces la gente se identifica con su animal favorito, y tuve la impresión de que el señor Osborne pensaba que alguien intentaba envenenarle a
él
.

—Gracias, doctor Loomis. Puede retirarse.

El testigo siguiente fue Leo Bishop. La lentitud de sus movimientos y la mirada de disculpa que le dirigió a Devon al pasar junto a ella daban pruebas de la renuncia con que se presentaba ante el Tribunal. Cuando respondió a las preguntas de Ford sobre su nombre y dirección, lo hizo en voz tan baja que incluso el taquígrafo, tuvo que pedirle que hablara más alto.

—¿Quiere repetir, por favor, señor Bishop? —le pidió Ford.

—Leo James Bishop.

—¿Y la dirección?

—Rancho Obispo.

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