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Authors: Margaret Millar

Tags: #Novela Negra

Más allá hay monstruos (7 page)

BOOK: Más allá hay monstruos
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—Muy correctamente.

—De acuerdo. Prosigamos. A finales del verano y comienzos del otoño de 1967, ¿quién estaba empleado en el rancho de los Osborne, aparte de usted?

—En agosto estaban allí mis tres hijos mayores, Cruz, Rufo y Felipe. Mi prima Dulzura González era el ama de llaves de los Osborne y mi hijo menor, Jaime, trabajaba varias horas al día. Empleábamos a media docena de
border-crossers
, que son ciudadanos mejicanos con permisos que les autorizan a atravesar la frontera todos los días para trabajar en los ranchos más próximos. También teníamos un mecánico que venía por horas desde Boca del Río para atender las máquinas.

—En agosto, dice usted.

—Eso mismo.

—¿En ese momento trabajaban con mano de obra eventual?

—No. Era imposible conseguirla. En Delano había huelga de vendimiadores y usaban a los mejicanos como rompehuelgas. A muchos les habían engatusado con la promesa de mayores salarios en los viñedos del norte y otros estaban trabajando con los grandes agricultores. El rancho de los Osborne es un negocio familiar relativamente pequeño.

—¿Qué pasó en septiembre con respecto al negocio?

—Muchas cosas y todas malas. Rufo, mi segundo hijo, se casó y se fue a vivir a Salinas para que la mujer estuviera cerca de su familia. El tercero, Felipe, se fue a buscar otro tipo de empleo y hasta me quedé sin Jaime, porque empezaron las clases y sólo podía ayudarme los sábados. A los
border-crossers
les robaron su pequeño autobús en una calle de Tijuana y como no tenían transporte no podían venir a trabajar. A finales de mes el único que estaba conmigo trabajando de sol a sol era Cruz, mi hijo mayor. Estábamos haciendo jornadas de dieciséis horas hasta que llegó el viejo camión G.M. con los hombres.

—Se refiere a los hombres que después contrató usted para la cosecha de tomates y de dátiles.

—Al decir «después» parece como si primero me hubiera quedado sentado pensándolo, lo que no es cierto. Los contraté tan pronto como bajaron del camión. Después llamé por teléfono a Lum Wing a casa de su hija en Boca del Río y le dije que había trabajo de cocina para una nueva cuadrilla de peones.

—¿Cuántos hombres había en la cuadrilla, señor Estivar?

—Diez.

—¿Todos forasteros?

—Sí.

—Por lo que usted sabía, ¿no había entre ellos
mojados
o
alambres
?

—No. Eran
viseros
, que son mejicanos registrados como trabajadores de granja y tienen visados que les permiten trabajar en este país. Los suelen llamar
tarjetas verdes
porque los visados tienen la forma de una tarjeta verde.

—¿Los hombres le presentaron sus visados a usted?

—Sí.

—¿Qué hizo usted entonces?

—Les dije que estaban contratados y anoté los nombres y direcciones en mi registro. Mi hijo Cruz les enseñó dónde iban a comer, dormir y guardar sus cosas.

—¿Llevaban muchas cosas?

—Esa gente viaja con poco —observó Estivar—. Y vive con poco.

—¿Examinó usted atentamente los visados que le presentaron?

—Les di un vistazo. Ya le dije antes que no soy policía; no puedo mirar un visado y decir si es auténtico o no. Si no contrataba a esos hombres, se habrían ido al rancho del señor Bishop, al otro lado del río, o al de Polks, más al este. Todos los pequeños agricultores estaban desesperados por conseguir ayuda, por la huelga de vendimiadores y porque era el momento más duro de la cosecha.

—¿Había un jefe en la cuadrilla?

—No sé si se le puede llamar jefe, pero el que habló fue el hombre que conducía el camión.

—Usted dijo que era un camión viejo.

—Sí.

—¿Muy viejo?

—Sí. Quemaba tanto aceite que parecía una chimenea.

—¿Quién era el dueño del camión?

—No sé.

—¿No comprobó la matrícula?

—No.

—¿Por qué?

—No se me ocurrió. ¿Para qué? Si usted fuera en automóvil al rancho y pidiera trabajo como cosechador de tomates, no comprobaría la matrícula de su automóvil.

—¿Me daría trabajo, señor Estivar? —interrogó Ford, levantando una ceja con aire zumbón.

—Es posible. Pero no duraría mucho —Estivar no se unió a la carcajada de los espectadores. Su rostro había vuelto a sonrojarse, salvo una delgada línea blanca alrededor de la boca—. Es usted muy alto, y a los hombres altos les resulta pesado un trabajo en que hay que agacharse.

—¿Qué día era cuando llegó esa cuadrilla al rancho en el viejo camión G.M.?

—El 28 de septiembre, un jueves.

—Así que el 13 de octubre, cuando desapareció Robert Osborne, los hombres llevaban dos semanas trabajando en el rancho.

—Sí, señor.

—¿Llegó usted a conocer personalmente alguno de ellos?

—El rancho no es un club social.

—Así y todo es posible que alguno le haya hablado de su mujer y su familia, o algo así.

—Tal vez sea posible, pero no sucedió. No se les pagaba en efectivo y tenían tantas ganas de hablar como yo de escuchar.

—¿Cuándo se les pagaba, señor Estivar?

—Una vez por semana, como a todas las cuadrillas.

—¿Qué día?

—El viernes. El jueves por la noche el señor Osborne preparaba los cheques y yo se los entregaba en el comedor mientras los hombres desayunaban.

—Los días de pago, ¿qué hacían una vez terminado el trabajo?

—No estoy seguro.

—Bueno, ¿qué es lo que hacen por lo general?

—Van a Boca del Río a cobrar los cheques. Como el banco cierra los sábados, el viernes por la tarde está abierto hasta las seis. Los hombres arreglan sus cuentas entre ellos y algunos mandan giros a su casa. Después van a la lavandería a llevar su ropa, al almacén, al cine o a algún bar. Generalmente se organiza una partida de dados en alguna parte. Algunos se emborrachan y se ponen pendencieros, pero por lo común son bastante tranquilos porque no quieren llamar la atención de la policía fronteriza.

—¿Qué tipo de pelea buscan?

—Generalmente a cuchillo. Necesitan el cuchillo para el trabajo. Es una herramienta, no sólo un arma.

—Muy bien, señor Estivar. El trece de octubre de 1967, ¿la cuadrilla que trabajaba con usted salió del rancho después de terminar el trabajo?

—Sí, señor.

—¿En el camión?

—Sí.

—¿Regresaron esa noche?

—Cuando estaba acostándome, poco después de las nueve, oí que llegaba el camión y aparcaba al lado del cobertizo de los peones.

—¿Cómo sabe que era el viejo G.M.?

—Porque los frenos tenían un chirrido especial. Además, ¿qué otro vehículo iba a aparcar en ese lugar?

—Pero las nueve de la noche es muy temprano para terminar una farra en la ciudad, ¿no es así?

—Al día siguiente tenían que trabajar, y eso significa estar en el campo antes de las siete. En un rancho no hay horario de ejecutivos.

—Y a la mañana siguiente antes de las siete, ¿los hombres estaban en el campo, señor Estivar?

—No.

—¿Por qué no?

—No tuve ocasión de preguntárselo —respondió Estivar—. Jamás volví a ver a ninguno de ellos.

5

A las once, el juez Gallagher anunció el descanso de la mañana. El ujier abrió las pesadas puertas de madera y la gente empezó a salir al corredor, los viejos con el bastón y las muletas, las colegialas llevando sus cuadernos como si fueran escudos, la señora que iba de compras, el trío de rancheros, la alemana con su labor en la bolsa, Valenzuela, el ex policía, la muchacha adolescente que llevaba en brazos a su bebé, ahora despierto a medias, que pataleaba perezosamente.

Estivar, que sudaba y se sentía observado, se reunió con su familia en la última hilera de asientos. Ysobel se dirigió a su marido en un español entrecortado, para decirle que era un tonto por admitir más de lo necesario y responder a preguntas que ni siquiera le habían sido formuladas.

—Creo que Estivar ha estado muy bien —opinó Dulzura—, hablando tan claro y sin siquiera ponerse nervioso.

—Nadie te ha preguntado nada —la detuvo Ysobel—. No te metas.

—Tengo que meterme, porque soy su prima.

—Segunda. Prima
segunda
.


Mi
madre y
su
madre eran…

—Señor Estivar, tenga la bondad de decirle a su prima segunda, Dulzura González, que se guarde su opinión mientras no se la pidan.

—Creo que estuvo muy bien —insistió obstinadamente Dulzura—. ¿No te parece, Jaime?

Jaime se hizo el tonto, fingiendo que no oía nada, como si ni siquiera perteneciera a esa familia extranjera y gritona.

En el extremo opuesto de la sala, Agnes Osborne y su nuera se habían quedado en su sitio, perplejas y silenciosas como dos extranjeras a quienes se procesara por algún crimen misterioso, ni descrito en la denuncia, ni mencionado por el juez. No se había designado ningún jurado que diera un veredicto de culpabilidad; la culpa se daba por supuesta y se cernía pesadamente sobre las dos mujeres, inmovilizándolas en sus asientos. Devon tenía sed y quería ir a beber un vaso de agua a la galería, pero tenía la sensación de que el ujier la seguiría y de que el crimen sin nombre de que se la acusaba la había privado incluso de un derecho tan básico como el de apagar la sed.

La señora mayor fue la primera en hablar.

—Te dije que no se podía confiar en Estivar cuando las cosas se pusieran mal. ¿Has visto lo que está tratando de hacer, no?

—No me doy cuenta.

—Nos está echando tierra. Está tratando de hacer parecer que, sea lo que fuere lo que le pasó a Robert, se lo merecía. Todo el asunto ese del prejuicio no es cierto. Ford no debería haberle dejado decir mentiras.

—Vamos fuera a andar un poco y respirar aire fresco.

—No. Tengo que quedarme aquí a hablar con Ford. Tiene que arreglar esas cosas.

—Lo que dijo Estivar consta en acta. Ni Ford ni nadie lo puede cambiar.


Algo
podrá hacer.

—Bueno, me quedaré con usted si quiere.

—No, vete a dar un paseíto.

Para llegar a la puerta principal Devon tenía que pasar cerca de la hilera de asientos donde estaba Estivar con su familia. No parecían estar muy seguros de lo que era un descanso, ni de lo que tenían que hacer mientras durara. Cuando Devon se acercó, todos ellos, hasta la misma Dulzura, levantaron la vista hacia ella como si la hubiesen olvidado y les sorprendiera verla en semejante lugar. Después Estivar se levantó y, a un gesto de su padre, Jaime hizo lo mismo.

Devon observó al muchacho, pensando cuánto había crecido en el corto tiempo transcurrido desde que lo vio por última vez. Jaime debía de tener catorce años. A esa edad Robert solía andar detrás de Estivar por todas partes, llamándolo tío, acosándolo con preguntas y apareciendo a comer en su mesa. ¿O no? ¿Por qué nadie se lo había contado nunca, ni el mismo Robert, ni Estivar o Agnes Osborne, o Dulzura? Tal vez el nombre, tío, y el chico, Robbie, y su relación, jamás hubieran existido fuera de la mente de Estivar.

—Hola, Jaime —saludó Devon.

—Hola, señora.

—Has crecido tanto que casi no te conocía.

—Sí, señora.

—No te he visto desde que empezó la escuela. ¿Te gusta más este año?

—Sí, señora.

No era más que una mentira cortés, como lo serían todas las respuestas de Jaime a cualquier pregunta suya. Los diez años de diferencia que había entre ellos podrían haber sido cien, aunque parecía ayer cuando la gente le decía a Devon cuánto había crecido y le preguntaba si le gustaba la escuela.

En la galería había pequeños grupos de hombres y mujeres en todas las ventanas, como si fueran prisioneros que intentaran tener una visión del mundo exterior. En algunas partes se veía humo de cigarrillos, que se elevaba al cielorraso. La muchacha de la peluca rubia salió del lavabo de señoras; el bebé estaba totalmente despierto y pataleaba, se movía y tiraba de la peluca de la chica hasta que se la echó sobre la frente y le hizo caer las gafas de sol. Antes de que apartara la mano del bebé y volviera a colocarse la peluca y las gafas, Devon atisbo un pelo negro muy corto y unos perturbados ojos oscuros que se entornaban incluso en la atenuada luz de la galería.

—Hola, señora Osborne.

—Hola.

—Me parece que no me recuerda, ¿no?

—No.

—Es por el peso. Perdí casi siete kilos. Y también por la peluca y las gafas. Claro, y el nene —y miró al bebé con una especie de lejano interés, como si todavía no estuviera muy segura de dónde había venido—. Soy Carla, la que el penúltimo verano ayudó a la señora de Estivar con las mellizas.

—Carla —repitió Devon—. Carla López.

—Eso mismo. Estuve casada durante un tiempo pero era un horror, ¿sabe? Así que nos separamos y volví a usar mi apellido de soltera. ¿Por qué me voy a marcar toda la vida con el apellido de un tipo que me revienta?

Carla López, has crecido tanto que apenas te conozco.

Devon recordaba a una colegiala regordeta y sonriente, no mucho mayor que Jaime, que salía al camino a esperar al cartero, con una falda a medio muslo que hacía parecer sus piernas todavía más cortas. «Buenos días, Carla.» «Buenos días, señora Osborne.»

Carla solía plancharse el largo pelo negro en la cocina de la vivienda del rancho, con ayuda de Dulzura, a medias admirada porque había oído decir que era la última moda, y resistiéndose a medias porque sabía que al final Devon vendría a investigar qué era el olor a cabello quemado que invadía la casa. «¿Qué diablos están haciendo ustedes dos?» Y Dulzura explicaba que las ondas y rizos ya no se llevaban, mientras la chica seguía de rodillas, con el pelo extendido sobre la tabla de planchar como una madeja de seda negra…

Otras veces, al crepúsculo, Carla se sentaba bajo los tamariscos, junto al estanque.

«—¿Por qué estás aquí fuera sola, Carla?

»—Es que en la casa de Estivar hay mucho ruido cuando todo el mundo habla al mismo tiempo y además tienen encendido el televisor. El verano pasado, cuando trabajé con los Bishop, todo era tranquilo. Al señor Bishop le gustaba mucho leer y la señora salía a dar largos paseos a pie para que se le pasara el dolor de cabeza. Tenía unos dolores de cabeza espantosos.

»—Es mejor que te vayas para dentro antes de que los mosquitos empiecen a picarte. Buenas noches.

»—Buenas noches, señora Osborne.»

—¿Por qué estás hoy aquí Carla? —interrogó Devon.

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