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Authors: Margaret Millar

Tags: #Novela Negra

Más allá hay monstruos (9 page)

BOOK: Más allá hay monstruos
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—¿Usted es el propietario del rancho a la vez que se encarga de su explotación?

—Sí.

—¿Qué situación tiene su rancho en relación con el de los Osborne?

—Está hacia el este y el sudoeste, separado por el río.

—En realidad, usted y los Osborne son vecinos inmediatos.

—Si quiere, puede llamarlo así, porque ese «inmediatos» significa una buena distancia.

Una buena distancia y un río.

—Naturalmente, usted conocía a Robert Osborne.

—Sí.

—Le conocía desde hacía años.

—Sí.

—Señor Bishop, ¿quiere decir al Tribunal cuándo y dónde le vio por última vez?

—Durante la mañana del 13 de octubre de 1967, en el pueblo.

—¿En el pueblo de Boca del Río?

—Sí.

—¿Quisiera explicarnos en qué circunstancias se produjo el encuentro?

—Uno de mis peones mejicanos vino a trabajar con contracciones de estómago. Como temía que los síntomas pudieran ser resultado de un insecticida que habíamos usado el día anterior, le llevé en mi automóvil a ver a un médico en Boca del Río. Por el camino vi el automóvil de Robert, aparcado frente a un café en la calle principal. Él estaba parado en la acera, hablando con una mujer joven.

—¿Usted no tocó la bocina, ni le saludó, ni nada de eso?

—No. Como parecía ocupado no le quise interrumpir. Además llevaba un enfermo en mi automóvil.

—Así y todo, lo natural hubiera sido detenerse un momento para saludar a un amigo.

—No era tan amigo —dijo Leo en voz baja—. Nos separaba una generación. Y algunos viejos problemas.

—¿Esos «viejos problemas» tendrían algo que ver con este caso?

—Creo que no.

Ford hizo como que consultaba las hojas del legajo amarillo que estaba en la mesa delante de él, para tomarse el tiempo de decidir si seguía con el tema o si sería más prudente quedarse en el aspecto que había resuelto presentar. Demasiada viveza podía ser un error, con la mentalidad escéptica del juez Gallagher.

—Señor Bishop —prosiguió—, ¿usted estuvo toda la mañana presente en la sala, no es cierto?

—Sí.

—Entonces oyó declarar al señor Estivar que a finales de septiembre contrató a una cuadrilla de mejicanos para trabajar en el rancho de los Osborne y que la noche del 13 de octubre esos hombres desaparecieron… Como agricultor, usted está familiarizado con la piratería en cuestión de cuadrillas de peones, ¿es así, señor Bishop?

—Así es.

—De hecho durante el verano de 1965 usted comprobó que una cuadrilla que había contratado para la cosecha de melones desapareció durante la noche siguiente al día de pago.

—Exactamente.

—Ahora bien, aparentemente lo que pasó con esa cuadrilla y lo que sucedió con la del señor Estivar es muy semejante. Sin embargo, hubo una importante diferencia, ¿no es así?

—Sí. A mis hombres los localizaron al mediodía siguiente. Un agricultor, de la zona de Chula Vista les había convencido de que estarían mejor en sus tierras y por eso se fueron. Pero a los hombres del rancho de Osborne no se les encontró nunca. Es posible que cruzaran la frontera antes de que la policía se enterara siquiera de que se había cometido un crimen.

—¿Cuándo se enteró de que se había cometido un crimen, señor Bishop?

—Más o menos a la una y media de la noche me despertó un agente de la comisaría. Dijo que no encontraban a Robert Osborne y que estaban registrando los ranchos de los alrededores a ver si había rastros de él.

—¿Qué hizo usted entonces?

—Me vestí y traté de ayudar en la búsqueda, pero el agente encargado de hacerlo me hizo volver a casa.

—¿Cómo se llamaba?

—Valenzuela.

—¿Por qué no aceptó su ofrecimiento de ayudar?

—Dijo que muchas veces una búsqueda se echaba a perder por culpa de los aficionados, y que si dependía de él, no quería que pasara lo mismo con ésa.

—Muy bien, gracias, señor Bishop. Puede retirarse.

Ford esperó a que Leo volviera a ocupar su sitio en el sector de los espectadores y después pidió al empleado que llamara a comparecer a Carla López.

Carla se levantó y se adelantó perezosamente hacia la parte delantera de la sala. En el aire seco y cálido, la camisa de nilón rosa y amarillo se le adhería como un imán al cuerpo húmedo. Si se sentía incómoda o nerviosa se las arregló para no demostrarlo. Prestó juramento con voz aburrida, mientras las enormes gafas redondas de sol le daban un aire totalmente indefenso de Ana, la huerfanita.

—Diga su nombre, por favor —indicó Ford.

—Carla Dolores López.

—¿Es su apellido de casada o de soltera?

—De soltera. Como estoy en trámite de divorcio, lo he vuelto a usar.

—¿Dónde vive usted, señorita López?

—Calle Catalpa, 431, departamento nueve, San Diego.

—¿Está empleada?

—Dejé mi trabajo la semana pasada y estoy buscando algo mejor.

—¿Conocía a Robert Osborne, señorita López?

—Sí.

—Hace unos minutos el señor Bishop declaró que durante la mañana del 13 de octubre vio al señor Osborne hablando con una mujer joven en las inmediaciones de un café, en Boca del Río. ¿Era usted esa joven?

—Sí.

—¿Quién inició la conversación?

—¿A qué se refiere?

—¿Quién fue el primero en hablar?

—Él. Iba yo sola por la calle cuando se acercó y me preguntó si podía hablar un momento conmigo. Como no tenía nada mejor que hacer, le dije que sí.

—¿De qué le habló el señor Osborne, señorita López?

—De mis hermanos —respondió Carla—, porque mis dos hermanos mayores solían trabajar para él y el señor Osborne quería saber si querrían volver a hacerlo.

—¿Le dio algún motivo?

—Dijo que la última cuadrilla que había contratado Estivar no servía, que no tenían experiencia y necesitaba que alguien como mis hermanos les enseñaran a hacer las cosas. Le dije que a mis hermanos no les iba a volver a agarrar ni dormidos para hacer ese tipo de trabajo y que no tenían por qué volver a agacharse y ponerse en cuclillas como monos, si podían trabajar como personas en una estación de servicio.

—¿El señor Osborne hizo alguna otra observación referente a la cuadrilla que estaba trabajando con él?

—No.

—¿No dio ningún indicio, por ejemplo, de que sospechara que pudieran haber entrado al país sin papeles?

—No.

—¿No usó las palabras
mojado
o
alambre
?

—Que yo recuerde, no. El resto de la conversación fue personal, sabe, entre él y yo.

Las largas uñas plateadas de la muchacha recorrieron su cuello como si procuraran calmar alguna comezón muy fuera de su alcance. Era el primer signo de nerviosismo que daba.

—¿Hubo algo en la conversación que pudiera tener relación con la presente audiencia? —interrogó Ford.

—No lo creo. Me preguntó por el bebé, todavía no se me notaba nada, pero en un pueblo como ése todo el mundo lo sabía, y me dijo que su mujer también iba a tener uno. Pero parecía que la cosa le tenía un poco inquieto. Tal vez temiera que resultara como él.

—¿Qué quiere usted decir con eso?

—Bueno, se habló muchísimo de él cuando la señora de Bishop se ahogó. Tal vez hubiera algo de cierto, o tal vez fuera un
yetatore
como yo. Soy experta en esas cosas. Desde que nací tengo
yeta
.

—Ajá.

—Por ejemplo, si bailara la danza de la lluvia probablemente habría un año de sequía o un temporal de nieve.

—Señorita López, el tribunal tiene que ocuparse de hechos, no de
yetas
y danzas de la lluvia.

—Ocúpese usted de sus hechos —concluyó Carla—, que yo me ocuparé de los míos.

7

A la hora de comer, el éxodo de la sala de audiencias fue más rápido y más completo que en el descanso de la mañana. Devon esperó hasta que no quedó más que el ujier, que la miró con curiosidad.

—Esta sala se cierra a mediodía, señora.

—Está bien, gracias.

—Si no se siente bien, hay un cuarto de descanso para señoras en el sótano y allí puede conseguir café y cosas parecidas.

—Estoy bien —le aseguró Devon.

Agnes Osborne, más fatigada que hambrienta, había vuelto a su apartamento a descansar. Al no estar ella por medio, Devon pensó que Leo podría estar esperándola en la galería para comer juntos, pero no había ni rastro de él. La galería estaba desierta, salvo una pareja de turistas que tomaban fotos de una de las ventanas enrejadas; en un hueco que había más allá de la hilera de cabinas telefónicas estaba Valenzuela, el ex policía, hablando con una mejicana baja y fornida que sostenía un niño con el brazo izquierdo. La criatura tenía un chupete en la boca y observaba a Valenzuela con distraído interés.

Después de haberse mostrado apuesto y elegante por la mañana temprano, Valenzuela empezaba a mostrar los efectos del calor y la tensión. Se había quitado la chaqueta y la corbata y, bajo los brazos, su camisa a rayas mostraba oscuros semicírculos, como la mancha de una secreta culpa. Cuando Devon pasó a su lado, le saludó con la cabeza, sin hablar. Entre ellos estaba todo dicho:

«—Hice lo que pude, señora Osborne. Recorrí los campos, dragué el estanque, busqué de un lado a otro en el lecho del río. Pero hay cien campos más, y una docena de estanques, y el lecho del río tiene kilómetros y kilómetros.

»—Tiene que intentarlo otra vez, haga la prueba.

»—No servirá de nada. Creo que se lo llevaron a Méjico.»

A la primavera siguiente, Valenzuela llamó por teléfono a Devon y le dijo que había dejado de trabajar en la oficina del comisario y que estaba haciendo seguros. Le preguntó si quería hacerse alguno, y ella, muy cortésmente, se negó…

A unas pocas manzanas del tribunal encontró un pequeño puesto donde vendían hamburguesas. Se sentó en una mesa algo más grande que un pañuelo y pidió una hamburguesa con patatas fritas. El olor de la grasa rancia, la botella de
ketchup
llena de espesos chorretones, el tenue bistec de carne picada, idéntico a los que había comido en Filadelfia, Boston o Haven, todo era tan normal y familiar que Devon se sintió como una muchacha cualquiera que almuerza en un puesto de venta de hamburguesas, sin tener nada que ver con jueces ni ujieres, y comió lentamente para prolongar su papel de muchacha normal.

Después del almuerzo, de mala gana, echó a andar hacia la sala de audiencias, deteniéndose de vez en cuando para mirar el mar. «Creo que se lo llevaron a Méjico», había dicho Valenzuela. «O quizá lo arrojaron al mar y una marea alta lo devolverá.» Cien mareas subieron y bajaron antes de que Devon dejara de esperar, y su suegra esperaba todavía. Devon sabía que la anciana llevaba en el bolso una tabla de mareas, que aún seguía andando kilómetros y kilómetros por la playa todas las semanas, atenta a cada mancha que se veía en el agua y que resultaba ser una boya, un ave marina o algún trozo de madera flotante. «En agua salada y con este frío pueden pasar una o dos semanas hasta que se formen en los tejidos los gases que llevan un cuerpo a la superficie.» La primera semana pasó, pasó la segunda y pasaron cincuenta más. «No todo lo que va a parar al mar vuelve a salir, señora Osborne.» Cada marea llevaba a la costa mil cosas flotantes y las extendía sobre la playa: maderas, medusas, huevos de tiburón, colimbos, cormoranes y aves con las plumas pegoteadas de petróleo, nasas de langostas, botellas de plástico, zapatos, prendas de vestir… Cada fragmento de tela y cada zapato había sido recogido y llevado a una habitación del sótano del departamento del comisario para secarlo y examinarlo. Nada pertenecía a Robert.

Devon se apartó del mar y apretó el paso. En ese momento descubrió a Estivar, sentado en un banco de la parada del autobús, bajo un álamo plateado. Al más leve movimiento del aire los discos plateados de las hojas se movían y saltaban, y su rápido desplazamiento alteraba luces y sombras, de modo que desde cierta distancia el rostro de Estivar parecía muy animado. Al acercarse, Devon vio que en realidad no era más animado que el banco de cemento. El hombre se levantó lentamente cuando ella se aproximó, como si lamentara verla.

—¿No ha ido a comer, Estivar? —preguntó Devon.

—Más tarde. Los demás querían hacer una comida campestre en el zoológico y me dejaron un bocadillo y un aguacate. ¿Quiere sentarse, señora Osborne?

—Sí, gracias —al sentarse, Devon pensó si el banco estaría hecho de cemento porque era un material duradero o porque su áspera frialdad desalentaría a cualquiera que quisiera quedarse allí demasiado tiempo—. ¿No le gusta el zoológico?

—Lo que está vivo no debe estar enjaulado. Prefiero mirar el mar. Toda esa agua, imagínese lo que podríamos hacer en el rancho con toda esa agua… ¿Dónde está la señora mayor?

—Se fue a su casa a descansar un rato.

—Sé que se molestó por algunas de las cosas que declaré esta mañana. Pero no tenía más remedio, porque son la verdad y estaba bajo juramento. ¿Qué esperaba? Tal vez alguna de esas bonitas mentiras en las que ella cree.

—No tiene que ser tan duro con ella, Estivar.

—¿Por qué? Ella es dura conmigo. En el descanso de la mañana la oí hablar con el abogado. Desde el otro lado oí que pronunciaba mi nombre como si fuera una palabra fea. ¿Qué tiene contra mí? Bien que me ocupé de hacer funcionar el rancho cuando su hijo era demasiado pequeño para poder ayudar y su marido demasiado… —Estivar retuvo bruscamente el aliento, como alguien a quien le han dado un codazo de advertencia en el estómago.

—¿Demasiado qué?

—Está muerto, ya no importa.

—A mí me importa.

—Pensé que a estas alturas lo habría descubierto sola.

—Lo único que sé es que murió en un accidente.

—Ese fue el veredicto.

—¿Y no está de acuerdo?

—Si uno anda buscándose los accidentes y provocándolos, ya no se les puede llamar accidentes. El «accidente» del señor Osborne sucedió antes de las diez de la mañana y ya había bebido bastante aguardiente como para paralizar a cualquiera —Estivar separó las manos con un gesto de desaliento—. No fue mala suerte que se matara cuando apenas tenía cuarenta y tres años, fue buena suerte que consiguiera vivir hasta entonces.

—¿Desde cuándo era alcohólico?

—No estoy seguro. Entre los dos se las arreglaron para mantenerlo en secreto durante muchos años, pero finalmente llegó a tal punto que cuando se contrataba una nueva cuadrilla les bastaba mirarlo para tildarlo de
borrachín
.

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