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Authors: Margaret Millar

Tags: #Novela Negra

Más allá hay monstruos (17 page)

BOOK: Más allá hay monstruos
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»Eran casi las diez de la noche y la familia de Estivar estaba durmiendo, pero la señora Osborne dejó que el teléfono sonara hasta que Estivar contestó. Al enterarse de la situación le pidió a la señora Osborne que permaneciera en casa con las puertas y ventanas cerradas mientras él y su hijo Cruz salían con el
jeep
a buscar al señor Osborne. La señora se ajustó a las instrucciones y esperó en la cocina. A las once menos cuarto Estivar volvió a la casa para llamar por teléfono a la comisaría de Boca del Río. El señor Valenzuela y su compañero el señor Bismarck llegaron al rancho al cabo de una hora. Descubrieron gran cantidad de sangre en el suelo del comedor de los peones y llamaron a la oficina de San Diego pidiendo refuerzos.

»Esa misma noche se encontró más sangre en un trozo de tela enganchada en una hoja de yuca junto a la puerta del comedor de los peones. Era un pedazo de manga de camisa de un hombre de tamaño pequeño. El lunes siguiente unos chicos que esperaban el autobús escolar dieron con el cuerpo del perro de Robert Osborne, que según demostró posteriormente la autopsia, había sido atropellado por un automóvil o un camión. Unas tres semanas más tarde, el 4 de noviembre, Jaime Estivar descubrió el cuchillo
mariposa
entre los rastrojos de las calabazas. Los principales sitios donde se encontró sangre y de donde se tomaron muestras que fueron enviadas a analizar al laboratorio de la policía de Sacramento fueron el suelo del comedor de los peones, la manga, la boca del perro y el cuchillo
mariposa
. La sangre fue clasificada en tres grupos, A, AB y O. El grupo O sólo se encontró en la manga; tanto del grupo B como del AB había considerable cantidad en el suelo; en la boca del perro se encontró sangre del grupo B, y AB en el cuchillo
mariposa
.

»En el laboratorio se hallaron otros indicios. Unos minúsculos fragmentos de cristal que se encontraron en el comedor de los peones fueron identificados como las lentes de contacto que usaba Robert Osborne cuando salió de su casa. El trozo de camisa contenía partículas de tierra arenosa y alcalina, cuyo elevado grado de nitrógeno indicaba que se había utilizado recientemente un fertilizante comercial. Es un tipo de tierra típico de la zona del valle. Mezclado con la muestra que se tomó de la manga había sebo, la secreción de las glándulas sebáceas humanas que fluye con más abundancia en la gente joven, y una cantidad de cabellos negros y lacios, pertenecientes a una persona de piel oscura pero no de raza negroide. En la boca del perro se encontraron cabellos similares, fragmentos de tejido humano y también un trozo de tela burda de algodón azul, del tipo que se usa para hacer pantalones de trabajo.

»Así, de un laboratorio de policía situado a ochocientos kilómetros de distancia empieza a surgir una imagen de los acontecimientos que se sucedieron esa noche en el rancho de los Osborne y de los hombres que participaron en ellos. Había tres hombres, de los cuales sólo sabemos el nombre de Robert Osborne. Como hicimos antes, nos referimos a los otros dos designándolos por un grupo sanguíneo. El de grupo O era un hombre de corta estatura, joven, de cabello oscuro y piel morena, probablemente mejicano, que trabajaba en un rancho de la zona. Llevaba camisa escocesa de algodón verde y azul, de un tipo que se vende a millares en Sears y Roebuck. Levemente herido al comienzo de la pelea, la abandonó y mientras escapaba se arrancó un trozo de manga con una hoja de yuca que había junto a la puerta. Es posible que el único propósito de O fuera evitarse más complicaciones, pero parece más probable que hubiera ido a buscar ayuda para su amigo, al ver que las cosas se ponían feas. El amigo, B, también era de piel morena y cabello oscuro y probablemente mejicano. Llevaba Levis y tenía un cuchillo
mariposa
. Lum Wing se refirió a esos cuchillos llamándolos “alhajas”, pero son alhajas mortíferas. Un cuchillo
mariposa
en manos que sepan usarlo puede ser tan rápido y fatal como una
sevillana
. Sabemos que B fue mordido por el perro y también que salió bastante malherido de la pelea.

»No intentaré reconstruir el crimen como tal, ni referirme a cómo y por qué empezó, si fue algo planeado como asesinato o robo o un encuentro casual que terminó en homicidio. Eso, simplemente, no lo sabemos. El mismo laboratorio que nos dice la edad de un hombre, su raza, su estatura, su grupo sanguíneo y la forma en que viste, nada puede decirnos de lo que pasa por su cabeza. Nuestro único indicio referente a los sucesos previos al crimen proviene del cocinero Lum Wing, que se alojaba en un área aislada de un extremo del comedor de los peones. El señor Wing declaró que estaba dormitando en su catre después de haber bebido un poco de vino y que le despertaron voces que hablaban en español, en tono colérico. No reconoció las voces ni entendió lo que decían, porque él no habla esa lengua. Tampoco intentó intervenir en la discusión. Se hizo tapones para los oídos con unos trocitos de papel, se los colocó y volvió a dormirse.

»Por más que las circunstancias que desembocaron en el crimen son oscuras y probablemente seguirán siéndolo, lo que sucedió después es un poco más claro. Está primero la prueba de las mantas que faltaban en el cobertizo, una manta doble de franela, semejante a una sábana, y dos de lana provenientes de los excedentes del Ejército, sumada al hecho de que fuera del comedor de los peones no se encontraron manchas de sangre. El señor Valenzuela declaró que el cuerpo de un hombre joven de la contextura de Robert Osborne tiene entre seis y medio y siete litros de sangre. Es razonable suponer que el cuerpo fue envuelto en las tres mantas para transportarlo al viejo camión G.M. rojo, en el que habían llegado los diez hombres. Los que partieron en él fueron once.

»Mientras el vehículo se dirigía a la carretera principal sucedieron tres cosas: arrojaron el arma asesina en el campo de calabazas; atropellaron y mataron al perro que corría tras el camión en persecución de su amo; y arrojaron al lecho del río parte del contenido de la cartera de Robert Osborne, o tal vez la cartera misma. Uno de los papeles que contenía, una tarjeta de crédito, se encontró posteriormente, corriente abajo, en un montón de basuras que se formó después de la primera lluvia importante de la estación. A diferencia de otras tarjetas que Robert Osborne llevaba en la cartera, ésa estaba hecha de un plástico grueso y resistente al agua. Si los hombres hubieran sido ladrones comunes, lo más probable es que la hubieran conservado y tratado de usar. Pero lo más probable es que los
viseros
ni siquiera supieran de qué se trataba, y mucho menos que podía serles de alguna utilidad.

»En este tipo de investigaciones, como señaló Su Señoría, es menester incluir una orden de búsqueda diligente. La búsqueda fue realmente diligente. Comenzó la noche de la desaparición de Robert Osborne y ha continuado hasta el día de hoy, abarcando un período de un año y cuatro días. Cubrió una zona que va desde el norte de California hasta el este de Texas, y desde Tijuana hasta Guadalajara. Incluyó la publicidad de una recompensa de diez mil dólares ofrecida por la madre de la víctima, recompensa que nunca se pagó porque ningún informe lo mereció de manera legítima.

»Cuando un hombre desaparece de la vista y quedan tras él pruebas de violencia, pero no su cuerpo, es inevitable que se plantee una serie de preguntas. ¿La desaparición fue voluntaria y las pruebas fingidas? ¿La presunción de la muerte beneficiaría al hombre o a quienes le sobrevivieran? ¿Tenía problemas con la ley, con su familia, con sus amigos? ¿Estaba deprimido? ¿Estaba en quiebra? ¿Enfermo? En el caso de Robert Osborne es fácil responder a esas preguntas. Era un hombre joven y tenía todos los motivos para vivir. Tenía una esposa que la amaba, una madre afectuosa, un hijo en camino, era dueño de un rancho productivo, su salud era buena, sus amigos le querían.

»Terminaré este resumen con las palabras de la propia Devon Osborne. Al prestar testimonio esta mañana, declaró: “Estaba segura de que mi marido había muerto. Hace mucho tiempo que estoy segura de eso. Nada impediría que Robert se pusiera en contacto conmigo si estuviera vivo”.

14

Mientras volvían a casa, agotado por sus contiendas mentales con la ley y su inesperada victoria, Lum Wing se quedó dormido en la parte posterior del
jeep
.

El día había tenido efectos opuestos sobre Jaime, que estaba inquieto y excitado. En su cara se veían aparecer y desaparecer, como señales de advertencia que se encendieran y apagaran continuamente, manchas de un color rojo brillante. Cuando se encontraba entre su familia y sus amigos, solía aparentar calma y limitar sus reacciones a una mirada fija e inexpresiva, un alusivo encogimiento de hombros o algún movimiento de cabeza apenas perceptible. Ahora, repentinamente, necesitaba hablar, hablar mucho y con cualquiera. Pero no había nadie más que Dulzura disponible, enorme y silenciosa en el asiento que estaba junto a él. En el asiento de delante hablaban mucho, en tono bajo y que no sonaba a pelea, pero Jaime sabía que en realidad se estaban peleando y prestó oídos para descubrir por qué.

—… juez Gallagher, no Galloper.

—Está bien, Gallagher. ¿Cómo es que llegó a ser juez si no puede decidirse?

—Sí que puede —afirmó Estivar—, y probablemente ya se ha decidido.

—¿Y entonces por qué no lo ha hecho?

—Porque es así como se hace. Se supone que va a revisar todos los testimonios y estudiar los informes del laboratorio de policía antes de tomar una decisión.

Cuando Ysobel se enfadaba se expresaba con mucha precisión.

—Me parece —enunció— que el abogado estaba tratando de demostrar que los
viseros
mataron al señor Osborne. Acusar a hombres que no están presentes para defenderse no es propio de la justicia norteamericana.

—No estaban presentes porque no pudieron encontrarlos. Si los hubieran encontrado los habrían juzgado en buena ley.

—Los hombres no se esfuman de esa manera.

—Algunos sí. Esos lo hicieron.

—Así y todo, no me parece bien que se lean sus nombres en voz alta de la forma en que lo hicieron en el tribunal. Suponte que uno de los nombres hubiera sido el tuyo y no te hubieran dado la oportunidad de decir: «Segundo Estivar soy yo, no sigan acusándome…»

—Los nombres que se leyeron en el tribunal no eran verdaderos, ¿no puedes entender eso?

—Aun así.

—De acuerdo. Si no te gusta la forma en que el señor Ford llevó las cosas, llámale para decírselo tan pronto como lleguemos a casa, pero no me metas en nada.

—Ya estás metido —le increpó Ysobel—. Si tú les diste los nombres.

—Tuve que hacerlo porque me lo ordenaron.

—Lo mismo da.

El asunto de los peones eventuales era un tema peligroso, y Estivar sabía que su mujer no iba a abandonarlo mientras no le ofrecieran otro a cambio.

—Naturalmente —la desafió—, tú habrías llevado el caso mucho mejor que Ford.

—En algunos sentidos es posible que sí.

—Bueno, pues te haces una lista y se la envías, pero no pierdas el tiempo diciéndomelo a mí. Yo no…

—Creo que no tenía por qué haber metido en esto a la chica, Carla López —Ysobel se frotó los ojos como si tratara de borrar una imagen—. Para mí fue un golpe volver a verla. Creí que se había ido de la ciudad, con viento fresco. Y de repente vuelve a aparecer, en el tribunal, y ya no es una chica, sino una mujer… y una mujer con un niño. Me imagino que viste al bebé que tenía esta mañana.

—Sí.

—¿No crees que se parecía…?

—Se parecía a un bebé —dijo concluyentemente Estivar—. A cualquier bebé.

—Qué tontos fuimos en contratarla aquel verano.

—Yo no la contraté. Fuiste tú.

—Fue idea tuya buscar a alguien que fuera buena con los chicos.

—Y ya lo creo que fue buena con los chicos, sólo que con los mayores, no con los más pequeños.

—¿Y cómo lo iba a prever? Parecía tan inocente, tan pura —se defendió Ysobel—. Cómo me iba a imaginar que anduviera exhibiéndose delante de mis hijos como una…, como una…

—Baja la voz.

—¿Qué significa eso de exhibirse? —susurró Jaime, inclinándose hacia Dulzura.

No estaba muy segura, pero se guardó muy bien de admitirlo frente a un chico de catorce años.

—Eres demasiado pequeño para saber esas cosas —respondió.

—Estúpida.

—Si te pones grosero conmigo se lo diré a tu padre, y te romperá el alma.

—Oh, vamos. ¿Qué quiere decir que se exhibía?

—Quiere decir —explicó cautelosamente Dulzura— que se paseaba por ahí sacando pecho.

—¿Como un tambor mayor?

—Eso es. Sólo que sin música, ni tambores. Y sin uniforme ni bastón, tampoco.

—¿Y qué le quedaba entonces?

—El pecho.

—¿Y qué pasa con eso?

—Ya te he dicho que eres muy pequeño.

Jaime se estudió la serie de verrugas que tenía en los nudillos de la mano izquierda.

—Ella y Felipe solían encontrarse en el tinglado de embalaje —comentó.

—Bueno, no se lo digas a nadie. Es asunto suyo.

—Entre las tablas hay rendijas por donde podía verlos.

—Debería darte vergüenza.

—Pero ella no se exhibía —concluyó Jaime—. No hacía más que quitarse la ropa.

El éxodo de las cinco de la tarde hacia los alrededores había empezado y todos los accesos vertían incesantemente automóviles que iban hacia la carretera. Con las ventanillas abiertas, como le gustaba conducir a Leo, era imposible hablar. Por encima del estrépito del tránsito sólo se habrían podido oír ruidos muy fuertes, gritos de cólera, de emoción o de miedo. Devon no sentía más que una especie de pena gris y silenciosa. Las lágrimas que se le acumulaban en los ojos se secaban con el viento y le dejaban en las pestañas un sedimento de sal, sin que ella hiciera nada por enjugárselas.

Sólo cuando Leo cogió el camino de salida hacia Boca del Río intercambiaron las primeras palabras del recorrido.

—¿Quiere que paremos a tomar un café, Devon?

—Si quiere…

—Se lo pregunto. ¿No recuerda que ahora es libre? Tiene que empezar a tomar decisiones.

—De acuerdo. Me gustaría tomar un café.

—¿No ve qué fácil es?

—Así lo parece —asintió Devon, sin decirle que su decisión no tenía nada que ver con el café ni con él. Lo único que quería era asegurarse de que no volvería a una casa vacía, de que Dulzura tendría tiempo suficiente para llegar antes que ella.

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