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Authors: Margaret Millar

Tags: #Novela Negra

Más allá hay monstruos (15 page)

BOOK: Más allá hay monstruos
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—¿Hubo alguna parte concreta de la investigación de la cual fuera usted personalmente responsable?

—Comprobé los nombres y direcciones que le habían dado al señor Estivar los hombres que llegaron al rancho de los Osborne durante la última semana de septiembre.

—¿Tiene usted consigo una lista de esos nombres y direcciones?

—Sí, señor.

—¿Quiere leerla en voz alta?

—Valerio Pinedo, Guaymas;

Osvaldo Rojas, Saltillo;

Salvador Mayo, Camargo;

Víctor Ontiveras, Chihuahua;

Silvio Placencia, Hermosillo;

Hilario Robles, Tepic;

Jesús Rivera, Ciudad Juárez;

Isidro Molina, Fresnillo;

Emilio Olivas, Guadalajara;

Raúl Gutiérrez, Navojoa.

Se produjo una breve pausa mientras el taquígrafo del tribunal comprobaba con Valenzuela la ortografía de algunos nombres. Luego Ford prosiguió:

—¿No había en la lista nada que le llamara la atención desde el primer momento?

—Sí, señor.

—Explíqueselo al tribunal.

—Bueno, los mejicanos dan mucha importancia a la familia y me pareció raro que no hubiera dos hombres del mismo apellido o siquiera que vinieran del mismo pueblo. Viajaban juntos en un solo camión y, sin embargo, venían de lugares tan alejados como Ciudad Juárez y Guadalajara, que están casi a mil doscientos kilómetros. Lo primero que pensé fue cómo había llegado a formarse un grupo tan heterogéneo, y además cómo era posible que el camión en que viajaban recorriera semejantes distancias. Desde Ciudad Juárez al rancho de los Osborne, por ejemplo, hay cerca de quinientos kilómetros. Varias personas me dijeron que el camión era un viejo G.M., y esta mañana el señor Estivar declaró que quemaba tanto aceite que parecía una chimenea.

—Al ver la lista, ¿le pareció a usted inmediatamente que algo no iba bien?

—Sí, señor. Normalmente un grupo así, de diez hombres, estaría formado por dos o tres familias, todas de la misma zona, y probablemente próximas a la frontera.

—Así que cuando usted pasó a Méjico para encontrar a los hombres que habían desaparecido, ¿sospechaba que los nombres y direcciones que le habían dado al señor Estivar eran falsos y que viajaban con documentación igualmente falsa?

—Sí, señor.

—Y pese a eso, ¿llevó a cabo una búsqueda diligente en todas esas zonas?

—Eso mismo.

—¿Sin encontrar rastros de Robert Osborne ni de los hombres que habían trabajado en el rancho de los Osborne?

—Ninguno.

—Durante ese tiempo hubo otras comisarías de policía del sudeste del país que se unieron a la búsqueda y se hicieron circular boletines por todo el territorio.

—Sí, señor.

—A fines de noviembre, la madre de Robert Osborne ofreció una recompensa de diez mil dólares por cualquier informe que hiciera referencia a su hijo, vivo o muerto.

—De eso sabe usted más que yo, señor Ford.

—Señoría —explicó—, esa recompensa fue ofrecida por mediación de mi oficina a petición de la señora Osborne. Se le dio publicidad en edificios públicos y se pusieron anuncios en dos idiomas en los periódicos de este país y de Méjico. También se informó abundantemente por radio y TV, sobre todo en la zona de Tijuana y San Diego. Alquilé un apartado de correos para recibir la correspondencia e hice instalar un teléfono especial en mi oficina para atender las llamadas. La recompensa despertó mucho interés, como suele pasar cuando son diez mil dólares. Recibimos cantidad de cartas y llamadas en broma, un par de falsas confesiones, informaciones anónimas, cartas astrológicas, ideas sobre cómo gastar mejor el dinero y algunas enseñanzas. Hasta apareció en el estudio una mujer que llevaba en el bolso una bola de cristal. Como ni de la bola de cristal ni de ninguna otra fuente se obtuvo información útil, aconsejé a la señora Osborne que retirara la oferta y se cancelaron los avisos y anuncios.

El juez abrió los ojos y dirigió a Valenzuela una mirada breve y penetrante.

—Por lo que veo, señor Valenzuela, desde el 13 de octubre, fecha de la desaparición de Robert Osborne, hasta el 20 de abril en que usted presentó su renuncia en la oficina del comisario, se dedicó con intensidad a tratar de localizar a Robert Osborne y a los hombres supuestamente responsables de su desaparición.

—Sí, Señoría.

—Aparentemente eso constituye una búsqueda diligente por su parte.

—Intervinieron muchas otras personas, y algunas siguen en eso. Un caso así nunca se cierra oficialmente, aunque a los agentes se les hayan asignado otras tareas.

—Creo que es legítimo que le pregunte si su renuncia se debió en parte a la imposibilidad de localizar al señor Osborne y a los desaparecidos.

—No, Señoría. Tenía razones personales. —Valenzuela se frotó la mandíbula como si hubiera empezado a dolerle—. Claro que a nadie le gusta fracasar, y si hubiera encontrado lo que estaba buscando, tal vez habría vacilado antes de coger otro trabajo.

—Gracias, señor Valenzuela —el juez Gallagher se recostó en su silla y volvió a cruzar los brazos sobre el pecho—. Puede continuar, señor Ford.

—La búsqueda diligente, ¿ha sido probada a satisfacción de Su Señoría?

—Naturalmente, naturalmente.

—Pues bien, señor Valenzuela, durante los seis meses en que estuvo trabajando en el caso usted debió llegar a alguna conclusión respecto de lo que pasó con los diez hombres que desaparecieron.

—En mi opinión, no cabe duda de que cruzaron la frontera, probablemente antes de que llegaran a echarles de menos en el rancho y antes de que la policía supiera que se había cometido un crimen. Tenían un camión y documentos. Una vez que hubieran regresado a su país estaban a salvo.

—¿Cómo a salvo?

—Vamos a expresarlo en cifras —aclaró Valenzuela—. En aquel momento Tijuana tenía una población que superaba los doscientos mil habitantes y una fuerza de policía que sólo contaba con dieciocho coches patrulla.

—A todos los vehículos los detienen en la frontera, ¿no es así?

—Dicen que la frontera entre Tijuana y San Diego es la que tiene más movimiento del mundo y que la atraviesan unos veinte millones de personas al año. Eso da un promedio de cincuenta y cuatro mil al día, pero en realidad el tránsito de entre semana es mucho menor y el de los fines de semana más intenso. Entre el viernes por la tarde y el domingo por la noche pasan entre los dos países unas trescientas mil personas o más. Ya la cantidad presenta por sí sola un grave problema para los organismos que controlan la aplicación de las leyes, pero hay otros factores también. Las leyes mejicanas difieren de las de Estados Unidos, en muchas zonas su aplicación no es rigurosa, el soborno de funcionarios es práctica generalizada, los policías son escasos y por lo común no están bien instruidos.

—¿Qué posibilidades calculó usted que tenía de localizar a los hombres desaparecidos una vez que hubieran cruzado la frontera para dirigirse a su país?

—Cuando empecé creí que tenía alguna posibilidad, pero a medida que el tiempo pasaba se fue haciendo evidente que no había ninguna. Ya le expliqué las razones: corrupción generalizada, exceso de viajeros y déficit de personal en la frontera, falta de instrucción, disciplina y moral entre los oficiales de policía mejicanos. Decirlo no me va a hacer muy popular entre cierta gente, pero los hechos son los hechos. No estoy inventando nada para justificar el hecho de que haya fracasado en este caso.

—Su sinceridad es de apreciar, señor Valenzuela.

—No todos piensan lo mismo.

La sonrisa de Valenzuela apareció y se esfumó con tal rapidez que Ford no estaba seguro de haberla visto, y de ninguna manera seguro de que hubiera sido una sonrisa. Tal vez no había sido más que una mueca que traducía una punzada de dolor en el estómago, en la cabeza o en la conciencia.

—Hay otro punto que me interesa, señor Valenzuela. Se habló mucho de la sangre que se encontró en el suelo del comedor de los peones. Entre el comedor y el cobertizo hay una superficie cubierta de hierba. ¿Se encontró sangre allí?

—No, señor.

—¿Y en las proximidades?

—No, señor.

—¿Y en el cobertizo?

—El cobertizo era un caos, como se ve bien en las fotografías del archivo, pero no había manchas de sangre.

—¿Fue posible establecer si habían sacado algo del cobertizo?

—Esa noche, no. Al día siguiente se realizó una cuidadosa búsqueda en presencia del señor Estivar y se descubrió que de una de las literas faltaban tres mantas, una de franela rayada que parecía más bien una sábana grande y dos de lana, excedentes del Ejército.

—¿Relacionó usted el hecho de que no se encontraran manchas de sangre fuera del comedor de los peones con el hecho de que faltaran tres mantas en el cobertizo?

—Sí, señor. Parecía razonable suponer que el cuerpo del señor Osborne había sido envuelto en las mantas antes de que lo sacaran del comedor de los peones.

—¿Y por qué tres mantas? ¿Por qué no dos, o una?

—Una o dos probablemente no habrían bastado —explicó Valenzuela—. Un hombre joven, de la talla y el peso del señor Osborne, tiene entre seis y medio y siete litros de sangre. Aunque se hubieran encontrado dos litros en el suelo del comedor de los peones, quedaba bastante como para crearles muchas complicaciones a los otros hombres.

—¿Se refiere a los otros dos hombres que intervinieron en la pelea?

—Sí, señor. A O, que abandonó la pelea al comienzo, y a B, que perdió una buena cantidad de sangre.

—Usted demostró antes que ambos eran hombres pequeños.

—Sí, señor.

—¿Conocía usted personalmente a Robert Osborne, señor Valenzuela?

—Sí, señor.

—¿Cómo describiría su físico?

—Era alto, y sin ser pesado era musculoso y fuerte.

—¿Es posible que dos hombres pequeños, los dos heridos y uno de ellos de bastante gravedad, hayan podido envolver en mantas el cuerpo del señor Osborne para transportarlo a un vehículo?

—No puedo dar una respuesta definitiva. A veces la gente en circunstancias especiales puede hacer cosas que de ordinario les sería imposible realizar.

—Dado que no puede dar una respuesta definitiva, tal vez pueda decir su opinión al tribunal.

—Mi opinión es que O, el hombre que estaba levemente herido, fue a pedir ayuda a sus amigos.

—¿Y la consiguió?

—La consiguió.

—Señor Valenzuela, en la jurisprudencia californiana se sostiene que cuando la ausencia debida a cualquier otra causa que no sea la muerte es incompatible con la naturaleza del ausente, y los hechos señalan la razonable conclusión de que la muerte se ha producido, el tribunal está justificado al considerar la muerte como un hecho. Sin embargo, si en el momento en que se la vio por última vez, una persona está huyendo de la justicia o se encuentra en bancarrota, o si por cualquier otra causa fuera improbable que se tuvieran noticias de ella aun cuando estuviera viva, entonces no se llegaría a la inferencia de la muerte. Está claro, ¿no es así?

—Sí, señor.

—Pues bien, como abogado del señor Osborne puedo atestiguar que no se encontraba en bancarrota. ¿Era un fugitivo de la justicia, señor Valenzuela?

—No, señor.

—¿Había, que usted sepa, alguna otra causa o causas capaces de impedir que el señor Osborne se pusiera en contacto con sus familiares y amigos?

—No, que yo sepa, no.

—¿Se le ocurre a usted alguna razón por la cual no se deba llegar a la inferencia de la muerte?

—No, señor.

—Gracias, señor Valenzuela. No tengo más preguntas que hacerle.

Mientras Valenzuela abandonaba el sitio de los testigos, el empleado del tribunal se puso de pie para anunciar el habitual descanso vespertino de quince minutos. Ford pidió que se ampliara a media hora para darle tiempo a preparar su resumen, lo que le fue concedido después de algunas discusiones.

El ujier volvió a abrir las puertas. Se sentía cansado y aburrido. Los muertos le llevaban demasiado tiempo.

12

Como un animal que en sueños hubiera percibido el peligro, repentinamente la señora Osborne se despertó por completo. Al abrirse, sus ojos estaban alertas y dispuestos a divisar un enemigo, y su voz sonaba clara y desafiante.

—¿Qué haces tú aquí?

—Como usted no contestaba el teléfono —explicó Devon, volviendo desde la ventana—, vine a ver qué ocurría. La puerta de delante estaba abierta y entré.

—A vigilarme.

—Sí.

—Como si fuera una vieja decrépita.

—No. El señor Ford me pidió que viniera a ver por qué no volvía al tribunal. Pensaba que había quedado claro que tenía que prestar declaración.

—Sí que quedó claro —la anciana se sentó en la cama, pasándose los dedos por el mentón, las mejillas y la frente como una ciega que volviera a familiarizarse con su cara—. Pero no siempre hago lo que esperan que haga, sobre todo cuando no me parece justo. No podía impedir la ausencia, pero por lo menos podía no intervenir en ella.

—¿Y le parece que eso es una victoria?

—Es lo mejor que puedo hacer por el momento.

—Por el momento —repitió Devon—. ¿Entonces está pensando en algo más?

—Sí.

—¿Algo como una nueva recompensa?

—Así que has visto el papel sobre mi escritorio. Bueno, de todos modos te lo iba a decir —se levantó, ajustándose a la garganta el cuello del salto de cama azul, como si procurara proteger un sitio vulnerable—. Claro que tú lo desapruebas. Pero es demasiado tarde; ya he encargado el primer anuncio en el diario.

—Me parece un gesto inútil.

—Diez mil dólares no son únicamente un gesto; son una realidad bastante sólida.

—Únicamente si compran algo —objetó Devon—, y no hay nada que comprar. La otra recompensa no trajo ninguna información aprovechable.

—Con ésta será distinto. Por ejemplo, ordenaré que la distribución de los carteles anunciando la recompensa sea mucho más amplia. Y se volverán a hacer carteles. Esta vez usaremos por lo menos dos fotografías de Robert, una de frente y otra de perfil, tú puedes ayudarme a elegirlas, y la redacción será muy sencilla y directa para que la entiendan hasta en los pueblos más pequeños de Méjico, donde casi nadie sabe leer —dejó escapar una breve carcajada, casi como la risa de una colegiala—. Vaya, si sólo de hablar de eso me siento mejor. Siempre me levanta el ánimo emprender algo positivo por mi cuenta en vez de esperar que los demás tomen las decisiones. Voy a hacer café para celebrarlo. ¿Tomarás un poco, querida?

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