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Authors: Margaret Millar

Tags: #Novela Negra

Más allá hay monstruos (16 page)

BOOK: Más allá hay monstruos
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Sin esperar respuesta, salió de la habitación y, después de vacilar un momento, Devon la siguió a la cocina. La anciana echó agua en la cafetera y midió el café con una cucharilla de plástico, tarareando una melodía monótona, útil para disimular silencios incómodos y frenar preguntas embarazosas. Era como el piano del que le había hablado Estivar durante el descanso del mediodía, pensó Devon: «
Ella empezaba a tocar algo que cubriera todo, una pieza con acordes muy sonoros como la “Marcha del torero”… o “Adelante, soldados cristianos”… Bang, bang, bang… Le juro que a veces todavía oigo el sonido de ese piano, aunque sé que no está allí. Yo mismo ayudé a los de la mudanza a sacarlo de la casa

De pronto el tarareo se detuvo y la señora Osborne con el ceño fruncido, se apartó de la ventana.

—No veo tu automóvil —acotó—. ¿Cómo viniste?

—Me trajo Leo.

—Ah.

—No le costó nada encontrar la casa —comentó Devon con tono mesurado—. Parece que había estado antes.

—Hace dos o tres semanas le pedí que viniera para hablar de un asunto personal.

—De Ruth.

—Entonces te lo dijo.

—Sí.

La anciana se sentó a la mesa, quedándose frente a Devon con una sonrisa dura en un ángulo de la boca.

—Probablemente te repitió esa horrible historia de Ruth y Robert.

—Sí.

—Claro que no la habrás creído. Vaya, si Robert podía haber tenido chicas jóvenes, ricas y bonitas por docenas. A quién se le ocurre que se haya metido con una mujer como Ruth, que no tenía nada. Ni siquiera tiene sentido, ¿no es cierto?

—No —respondió Devon, porque eso era lo que esperaba de ella. Ya no sabía qué creer, ni qué era lo que tenía sentido o dejaba de tenerlo. Cada información nueva daba sombra en vez de luz; Robert iba perdiéndose gradualmente en la oscuridad y los meses que habían pasado juntos perdían sus contornos y cambiaban de forma como las nubes en un día de tormenta.

El café había empezado a filtrarse y durante un rato sólo se oyó en la habitación su alegre borboteo. Después la señora Osborne volvió a hablar.

—Después de la muerte de ella, los chismosos tuvieron tela para cortar, está claro. Lo gracioso fue que no hablaban de Leo porque descuidara a su mujer, ni de Ruth porque buscara la compañía de otro hombre. Hablaban de Robert.

—¿Por qué?

—Porque era joven y vulnerable.

—No es motivo suficiente.

—El hecho de que existiera era un motivo para cierta gente. A cualquier parte donde Robert y yo íbamos había murmuraciones. Sonaba el teléfono, descolgábamos y no respondía nadie, sólo se oía respirar. Llegaban cartas sin firma. Terminé por llamar a la oficina del comisario y mandaron a Valenzuela al rancho para discutir la situación. Hablamos, pero no pudimos entendernos. El también tenía la idea de que Robert era un seductor y un destructor de mujeres y no hubo forma de hacérsela cambiar. Desde el primer momento tuvo prejuicios en contra de Robert y por eso realmente nunca trató de encontrarle, porque no quería. Claro que montó bien el espectáculo, con todos esos viajes a Méjico y a los campamentos de peones. Durante cierto tiempo engañó a sus superiores, pero al final se dieron cuenta y lo echaron.

—Lo que oí decir fue que volvió a casarse y que a su esposa no le gustaba que trabajara en la policía.

—Tonterías. Jamás hubiera abandonado la autoridad que da semejante trabajo, por no hablar del salario y del grado, por hacer caso a una holgazana.

—¿Cómo sabe que era una holgazana? Podría…

—Las cosas se saben. A Valenzuela le despidieron. Lo decían por todas partes.

—Hablé con él esta tarde —dijo Devon—. Se disculpó por el giro que habían tomado las cosas y parecía muy sincero. No puedo creer que no haya hecho todo lo posible por encontrar a Robert.

—¿No puedes…? ¿Cómo quieres el café?

—Solo, por favor.

—Me parece que está muy flojo.

—Está bien.

La anciana sirvió el café con mano firme.

—¿Y qué más te dijo? —interrogó—. Me imagino que no se acercó únicamente para decirte que lo lamentaba.

—Dijo que el caso ha terminado.

—Por lo que a él se refiere, hace tiempo que terminó.

—No. Quería decir que yo…, que usted y yo no debemos seguir teniendo esperanzas.

—Bueno, pues el consejo no nos sirve a ninguna de las dos, ¿no? Tú nunca has tenido esperanzas y yo no pienso dejar de tenerlas.

—Ya lo sé —reconoció Devon—. Vi las cajas.

—¿Las cajas?

—Las que están en el armario del dormitorio. Las que me dijo que iba a entregar al Ejército de Salvación.

—No lo prometí. Accedí a llevárselas porque no quería discutir contigo, ya que estabas tan ansiosa por sacarlas de la casa. Me pareció lo más natural traérmelas aquí en vez de dárselas a extraños. En esas cajas había cosas muy personales. Sus gafas… —su voz tropezó en la palabra, cayó y volvió a elevarse—. Devon, ¿cómo pudiste hacer eso…, deshacerte de sus
gafas
?

—Podrían haberle servido a alguien, y Robert habría estado de acuerdo.

—Me entristeció horriblemente pensar que un extraño pudiera usar las gafas de Robert y que tal vez las usara para ver cosas feas que Robert jamás habría visto, tan buen muchacho como era. No lo pude soportar y guardé las gafas para estar segura.

—¿Y qué va a hacer con el resto de las cosas?

—Pensé, arreglar el dormitorio de delante de la misma forma que Robert tenía arreglado su cuarto en el rancho, con el tipo de cosas que les gustaba a los chicos…, los banderines del colegio en las paredes, sus carteles de esquí acuático y los mapas, por supuesto. ¿Robert nunca te enseñó sus mapas antiguos?

—No.

—Mi hermana se los mandó una vez para su cumpleaños. Eran copias enmarcadas de mapas medievales, que mostraban el mundo como entonces se suponía que era, plano y rodeado de agua. En el borde de un mapa había una leyenda donde decía que las zonas más alejadas eran desconocidas e inhabitables, debido al calor del sol. En otro decía simplemente: «Más allá hay monstruos». A Robert le gustó la frase; hizo un letrero y lo puso en la puerta de su cuarto: MÁS ALLÁ HAY MONSTRUOS. A Dulzura le aterraba el letrero y no quería ni pasar cerca, porque creía en los monstruos y es probable que siga creyendo. Si no me quedaba en la puerta para protegerla, ante la duda, se negaba a limpiar la habitación de Robert. Es una suerte para Dulzura. Todos tenemos monstruos, pero tenemos que darles algún otro nombre o hacer como que no existen… El mundo de los mapas de Robert era hermoso, plano y sencillo. Había sitios para la gente y sitios para los monstruos. Es duro descubrir que el mundo es redondo y que los sitios se superponen y no hay nada que nos separe de los monstruos; que todos estamos girando juntos en el espacio y no hay siquiera una manera elegante de separarnos. El saber puede ser algo muy tremendo.

Devon sorbió el café, que parecía agua caliente levemente coloreada y apenas aromática.

—¿Qué edad tenía Robert cuando le regalaron los mapas? —preguntó.

—No estoy segura.

—¿La edad de Jaime?

—Creo que un poco más.

—Quince años, entonces.

—Eso es, ahora me acuerdo. Fue el año que creció tanto… Hasta entonces había sido más bien menudo, no mucho más alto que los hijos de Estivar, y de pronto empezó a crecer.

Tenía quince años
, pensó Devon.
Era el año que murió su padre y que ella lo mandó a la escuela. Y en realidad nunca volvió. Su madre sigue esperando que vuelva a un cuarto decorado con banderines del colegio y carteles de esquí acuático y con una señal de advertencia sobre la puerta
.

13

Por última vez ese día el ujier anunció que el tribunal estaba reunido, y Ford inició su alegato.

—Señoría, en este momento quisiera resumir los hechos que indujeron a Devon Suellen Osborne a presentar el escrito en que sostiene que su marido, Robert Kirkpatrick Osborne, encontró la muerte durante la noche del 13 de octubre de 1967, y a solicitar al tribunal que declare oficialmente la muerte y la designe administradora de sus propiedades. Se han presentado nueve testigos y su testimonio nos ha ofrecido un cuadro bastante completo de Robert Osborne.

»Robert Osborne era un joven de veinticuatro años, felizmente casado, sano y en excelente disposición de ánimo, que hacía planes para el futuro; para un futuro tan próximo como esa mañana en que fue a San Diego para comprar una raqueta de tenis, asistir a una comida de negocios, visitar a su madre y cosas semejantes, o para un futuro lejano, pues sabemos que su esposa esperaba un hijo. Era el único propietario de un rancho que, si bien jamás le habría hecho millonario, le daba beneficios y del cual sólo tenían que vivir él y su mujer, ya que su madre había heredado dinero de una hermana. En su vida no tenía más que problemas menores, que, se referían principalmente a la dirección del rancho, la dificultad de conseguir mano de obra adecuada en épocas de cosecha y cosas semejantes.

»El 13 de octubre de 1967 Robert Osborne, como era su costumbre, se levantó antes de que amaneciera, se duchó y se vistió. Se puso un pantalón ligero de gabardina gris y una chaqueta de
dacron
escocés, en gris y negro. Se despidió afectuosamente de su mujer, pidiéndole que estuviera atenta al regreso de su perro, Maxie, que había pasado la noche fuera, y le dijo que volvería a las siete y media de la tarde. Por orden del médico, ella se quedó en cama y, antes de volver a dormirse, oyó que su marido llamaba al perro.

»El testigo siguiente, el señor Segundo Estivar, declaró que Robert Osborne se presentó en su casa mientras desayunaba con su familia. Llevaba consigo al perro y parecía muy alterado porque pensaba que habían envenenado al animal. Entre los dos intercambiaron algunas palabras ásperas y Robert Osborne se alejó, llevando el perro en brazos. Todavía era temprano cuando apareció en la clínica veterinaria que dirige John Loomis. Dejó allí al perro para tener un diagnóstico y siguió viaje a San Diego. Mientras conducía su automóvil vio en la calle a Carla López y se detuvo para preguntarle si era posible que sus dos hermanos mayores volvieran a trabajar con él. Le comentó que la cuadrilla de peones con la que contaba en ese momento no le servía porque no tenían experiencia.

»La cuadrilla a que se refería estaba compuesta de diez
viseros
; mejicanos nativos cuyo visado les permitía efectuar tareas agrícolas en Estados Unidos. El señor Estivar tomó nota de los nombres y direcciones de los hombres pero no examinó con cuidado los visados ni comprobó la matrícula del camión en que habían llegado. En aquel momento esas cosas no parecían tener importancia. Había que recoger y embalar la cosecha de tomates y la necesidad de cosechadores se veía agravada por otras circunstancias. Durante el mes anterior uno de los hijos de Estivar, Rufo, se había casado y se había mudado al norte de California; otro de ellos, Felipe, se había ido a buscar trabajo fuera del sector agrícola y a los peones fronterizos que habían estado trabajando en los campos les habían robado el vehículo en Tijuana y no tenían medios de transporte. Era un momento crítico para el rancho y el señor Estivar y su hijo mayor, Cruz, se veían obligados a trabajar dieciséis horas diarias para salir adelante. Cuando aparecieron los diez
viseros
se les contrató inmediatamente y sin hacer preguntas.

»Los hombres se quedaron dos semanas. Durante ese tiempo se mantuvieron aislados, por imposición y por decisión. Como declaró el señor Estivar, él no está a cargo de un club social. El cobertizo donde duermen los
viseros
y el lugar donde se les sirven las comidas no tienen ningún contacto con la esposa de Estivar ni con Jaime y sus hermanas menores, como tampoco con la señora Osborne, con Dulzura González, la cocinera, y ni siquiera con el perro de los Osborne. Ese aislamiento no sólo dificultó la labor de comisaría, sino que la hizo imposible, como se vio luego. Los hombres a cuya búsqueda el señor Valenzuela dedicó seis meses no eran más que sombras. No habían dejado rastro ni imagen en la memoria de nadie, ni vacíos en ninguna vida. Su única identidad era un viejo camión G.M. rojo.

»El camión salió del rancho a última hora de la tarde, el 13 de octubre. Hacia las nueve de la noche, cuando el señor Estivar se preparaba para acostarse, lo oyó volver. Lo reconoció por el peculiar chirrido de los frenos y porque aparcó junto al cobertizo. La familia de Estivar se ajusta a los horarios de la gente que trabaja en el campo y poco después de las nueve estaban todos dormidos: el matrimonio, los dos hijos que todavía compartían la casa, Cruz y Jaime, y las dos mellizas de nueve años. Tenemos razones para creer que dormían mientras se cometía un asesinato.

»La víctima, Robert Osborne, había vuelto a su casa a eso de las siete y media, después del viaje a la ciudad. Llevaba consigo al perro, que se había recuperado por completo y estaba ansioso por corretear después de haberse pasado el día encerrado en la clínica veterinaria. Osborne lo dejó suelto y entró en su casa, donde cenó con su mujer. Según el testimonio de ella, fue una cena agradable que se prolongó durante una hora más o menos. Aproximadamente a las ocho y media Robert Osborne entró a la cocina para entregar a Dulzura González algún dinero como regalo de cumpleaños, ya que se había olvidado de comprarle algo en San Diego. Sacó de su cartera un billete de veinte dólares y la cocinera observó que llevaba encima mucho dinero. No sabemos cuál era en realidad la suma, pero eso no tiene mucha importancia, puesto que se han cometido asesinatos por veinticinco centavos. Lo que sí importa es que cuando Robert Osborne salió de la casa llevaba dinero suficiente para constituir lo que Dulzura González llamó “una verdadera tentación para un hombre pobre”.

»Mientras Robert Osborne estaba fuera buscando a su perro, su esposa Devon pasó al salón principal para escuchar un álbum de música sinfónica que les habían enviado recientemente por correo. La noche era tibia, el día había sido caluroso y las ventanas todavía estaban cerradas. Después de la puesta de sol se habían descorrido las cortinas, pero las ventanas daban al este y al sur, sobre el lecho del río, el rancho de Bishop y la ciudad de Tijuana. Sólo se veía la ciudad. Devon Osborne ordenó un poco el cuarto mientras escuchaba música y esperaba el regreso de su marido. El tiempo pasó; demasiado tiempo. Ella empezó a inquietarse, por más que sabía que Robert Osborne había nacido en el rancho y lo conocía palmo a palmo. Por último fue hasta el garaje, pensando que quizá su marido había ido en automóvil hasta alguno de los ranchos de las inmediaciones, pero el automóvil seguía allí. Entonces telefoneó al señor Estivar.

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