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Authors: Margaret Millar

Tags: #Novela Negra

Más allá hay monstruos (12 page)

BOOK: Más allá hay monstruos
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El timbre del teléfono se oía, alto y agudo, y Devon apartó el receptor de la oreja hasta que el ruido pareció un poco más impersonal y remoto. Seis llamadas, ocho, diez. La casa de Agnes Osborne era pequeña y desde cualquier habitación donde estuviera, o desde el patio de atrás, la anciana podía llegar hasta el teléfono en menos de diez timbrazos, en menos de cinco si se daba prisa. Y durante el último año, cuando cualquier llamada podía referirse a Robert, siempre se daba prisa.

En la cabina hacía calor y el aire olía a tabaco rancio, comida y gente. Devon abrió unos cuantos centímetros la puerta, y con la pequeña corriente de aire fresco le llegó el sonido de las voces de dos personas que hablaban en el nicho adyacente a la hilera de cabinas telefónicas. Una era una voz de hombre, áspera y baja:

—Te juro que no sabía nada de eso hasta hace unos minutos.

—Mentiroso. Lo has sabido siempre y no querías decírmelo, igual que ellos. Sois todos unos mentirosos.

—Escucha, Carla, por tu bien te advierto que te mantengas lejos del rancho.

—No tengo miedo a los Estivar, ni tampoco a los Osborne. Mis hermanos se van a ocupar de que nadie me manosee.

—Esto no es juego de niños. Quédate fuera.

—Mira quién está dando órdenes otra vez, como si llevara su viejo traje de policía con chapa y todo.

—Lo único que me has traído, desde que se me ocurrió ponerte los ojos encima, son líos.

—Algo más que los ojos me pusiste encima,
chicano
.

Devon esperó medio minuto más, seis llamadas, sin que hubiera respuesta de la señora Osborne ni se oyeran más voces en el nicho. Abrió la puerta y salió al vestíbulo.

La chica se había ido. Valenzuela estaba solo, de pie junto a la ventana enrejada del nicho, con los ojos sombríos y enrojecidos. Cuando vio a Devon movió ligeramente la boca, como si estuviera dando forma a palabras que no quería pronunciar. Cuando habló, lo hizo con una voz completamente diferente de la que había usado para dirigirse a Carla, una voz suave y triste, sin rastros de autoritarismo.

—Lo lamento, señora Osborne.

—¿Qué?

—Todo, la forma en que ocurrieron las cosas.

—Gracias.

—Quería decirle que esperaba que las cosas fueran diferentes y que a estas horas el caso estuviera resuelto. Aquella primera noche, cuando me llamaron al rancho para buscar al señor Osborne, estaba seguro de que aparecería. A cada paso que daba, a cada puerta que abría, a cada esquina que doblaba esperaba encontrarlo…, tal vez con una paliza o enfermo o hasta herido. Lamento que las cosas resultaran así.

—No es culpa suya, señor Valenzuela. Estoy segura de que usted hizo todo lo posible —Devon no estaba segura, ni lo estaría nunca, pero ya era demasiado tarde para decir otra cosa.

—Tal vez podría haber hecho algo más si me hubieran dado más dinero. No más salario. Dinero extra.

—¿Dinero extra?

—No se escandalice, señora. En un país pobre todo se vende, hasta la verdad. Creo que alguien vio el viejo camión rojo en la frontera, o en la carretera que va al sur, hacia Ensenada, o al este, a Tecate; alguien se fijó en los hombres que iban en él y tal vez hasta reconoció a uno o dos de ellos; quizás alguien haya visto cómo enterraban el cuerpo en el desierto o lo arrojaban al mar.

—La señora Osborne ofreció una excelente recompensa.

—Las recompensas son demasiado oficiales, interviene mucha gente, hay demasiado papeleo. Un arreglo es otra cosa, es algo familiar y sencillo.

—¿Por qué no me dijo esto hace un año?

—Un policía no puede pedir dinero extra a un particular. No quedaría bien si saliera en los diarios, y hasta podría provocar un escándalo internacional. Después de todo, a ningún país le gusta admitir que buena parte de su policía, de sus jueces y sus políticos son gente corrompida… En fin, ya ha pasado todo. Lo único que le digo ahora es que lo lamento, señora.

—Sí, claro. Yo también.

Devon giró sobre sí misma y se dirigió a la sala de audiencias, manteniéndose muy erguida para contrarrestar la sensación íntima de que había en ella cosas vitales que se habían aflojado y sangraban. Alguien vio el camión, se fijó en los hombres, vio cómo enterraban el cuerpo o lo arrojaban al mar. Devon pensó en las docenas de veces que había observado a los hombres inclinados sobre los campos, siempre lejanos, siempre anónimos. Hubiera querido conocerlos un poco, hablar con ellos, llamarlos por su nombre y preguntarles por su hogar y su familia, pero Estivar no se lo permitió. Decía que no era seguro y que los hombres interpretarían mal cualquier signo de amistad de su parte. Era evidente que también los peones habían recibido órdenes. Cuando pasaba en su automóvil por alguno de los campos que estaban cosechando, solían inclinarse más sobre la tarea, con el rostro oculto por el enorme sombrero de paja que no se quitaban desde la aurora hasta el crepúsculo.

Una luz encendida iluminaba el cartel que había sobre la puerta:
Silencio. El tribunal está reunido
. Cuando Devon entró la sala estaba casi llena, como antes del descanso, pero ahora, además de la anciana señora Osborne, faltaba Carla López.

En el pasillo, junto al asiento que Devon había ocupado desde que empezó la audiencia, estaba Ford hablando con Leo Bishop. Los dos hombres la miraron con impaciencia, como si hubieran estado esperándola con la expectativa de que volviera antes.

—¿Y bien…? —preguntó Ford.

—No contesta.

—Pero ¿lo ha dejado sonar unos minutos, por si hubiera salido o se estuviese duchando o algo así?

—Sí.

—Entonces me parece mejor que vaya hasta su casa a buscarla. El señor Bishop se ha ofrecido a llevarla o a prestarle el automóvil, como quiera.

—¿Y qué es exactamente lo que tengo que hacer?

—Averiguar si se encuentra bien y cuándo piensa venir a prestar declaración.

—¿Por qué la obliga a declarar?

—No la obligo; cuando saqué el tema parecía perfectamente dispuesta a ser testigo.

—No era más que apariencia —afirmó Devon—. Usted no debió dejarse engañar.

—De acuerdo, no distingo apariencia y realidad. Soy una persona sencilla y cuando la gente me dice algo lo creo, y no llego en seguida a la conclusión de que lo que quieren decir es lo contrario.

—Es que… no está dispuesta a admitir la muerte de Robert.

—Pues ha tenido un año para acostumbrarse. A lo mejor es que no se empeña mucho.

—Su actitud parece bastante cínica.

—Será mejor que se fije —le advirtió Ford con una sonrisita perversa—. Está empezando a parecer una encantadora y amante nuera.

La puerta que daba a la cámara del juez acababa de abrirse y el empleado con voz monótona decía:

—Permanezcan sentados y en orden. El Tribunal Superior vuelve a reunirse.

—Llame a Ernest Valenzuela.

—Ernest Valenzuela, a declarar, por favor.

10

Cuando llegaron al automóvil, que estaba en el aparcamiento, Leo abrió la portezuela delantera y Devon subió sin protestar. No le gustaba depender de Leo, pero menos aún le gustaba la idea de conducir un automóvil al cual no estaba acostumbrada en una ciudad que todavía le era desconocida.

Leo se sentó al volante, puso el coche en marcha y conectó el acondicionador de aire.

—Me he mantenido alejado de usted todo el día, tal como me lo pidió.

—Fue idea de la señora Osborne —aclamó Devon—. Pensaba que si nos veían juntos la gente murmuraría.

—Ojalá tuvieran algo que murmurar… ¿Tienen?

—No.

—¿No y punto, o todavía no?

La única respuesta de Devon fue un pequeño movimiento de cabeza que podría haber querido decir cualquier cosa.

Se había quitado los cortos guantes blancos que había usado casi continuamente desde la mañana temprano y ahora las falsas manos, pasivas e inmaculadas, que había mostrado a la gente en el tribunal, en la galería y en la calle descansaban inmóviles sobre la falda. Devon sólo mostraba sus verdaderas manos, ásperas y morenas por el sol, con las palmas callosas y las uñas mordidas, a los amigos como Leo, a quienes eso no les importaba, o a la gente que veía todos los días, como los Estivar y Dulzura, que no se fijaban.

—Me preocupa usted —dijo Leo.

—Oh, basta. No quiero que se preocupe por mí.

—Yo tampoco quiero, pero es así. ¿Ha comido como es debido?

—Una hamburguesa.

—No es bastante, está demasiado delgada.

—No se preocupe tanto por mí, Leo.

—¿Por qué no?

—Me pone nerviosa, hace que me sienta rara. Quisiera estar cómoda con usted.

—De acuerdo, no me preocuparé. Se lo prometo —el zumbido del acondicionador ahogó la aspereza de su voz.

Leo se dirigió hacia el norte; el volumen del tráfico había hecho que la velocidad disminuyera hasta la de una calle. Sin rostro, sin nombre, la gente pasaba sin otra identificación que la de su automóvil, un Mustang rojo con matrícula de Florida, un Chevelle azul, un Volkswagen decorado con margaritas, un Continental plateado que despedía por el tubo de escape un humo plateado haciendo juego, un Dart amarillo con techo de vinilo negro, una camioneta blanca Mónaco que remolcaba un bote. Era como si los seres humanos no existieran más que para mantener los vehículos en movimiento, y la significación real hubiera pasado de los Smith y los Jones al Cougar y al Corvair, al Tornado y al Toyota.

—Gire al oeste en Universidad —indicó Devon—, porque vive en la calle Ocotillo, 3117, tres o cuatro manzanas hacia el norte.

—Sé donde es.

—¿Se lo dijo Ford?

—Ella me lo dijo. Un día me llamó y me pidió que fuera a verla.

—Creía que ustedes apenas se hablaban.

—Así era —asintió Leo—. Mejor dicho, así es. Pero fui.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace unas tres semanas, tan pronto como ella descubrió que la audiencia estaba programada para hoy. Bueno, después de mucha cháchara finalmente llegó a lo que quería…, asegurarse de que durante la audiencia no se volvería a hablar sobre la muerte de mi mujer. Dijo que no venía al caso y yo estuve de acuerdo. Me ofreció algo de beber, no acepté y me volví al rancho. Eso es todo, por lo menos en lo que a mí se refiere. No puedo estar seguro de qué era lo que se proponía: tal vez algo muy diferente de lo que en realidad dijo.

—¿Por qué supone eso?

—Si lo que realmente quería era que el nombre de Ruth se mantuviera fuera de todo esto, habría llamado a Ford y no a mí. Yo no soy más que un testigo, él es quien lleva la batuta.

—Puede que también le haya llamado.

—Tal vez —Leo deslizó la mano izquierda por el festoneado borde del volante como si anduviera por un camino accidentado que nunca hubiera recorrido antes—. Creo que lo que quería era asegurarse de que no dijera nada en contra de su hijo. Tiene que creer que Robert era perfecto… y hacer que los demás lo crean.

—¿Y qué podría haber dicho contra él, Leo?

—No era perfecto.

—Usted se refería a algo específico.

—A nada que ahora signifique alguna diferencia para usted. Algo que había terminado antes de que usted supiera que existían los Osborne —y después de una pausa continuó—: Ni siquiera fue culpa de Robert. Simplemente resultó que era el muchacho de la casa de al lado. Y Ruth… también resultó la muchacha de la casa de al lado, sólo que ya andaba por los cuarenta y tenía miedo de envejecer.

—Así que lo que se dijo de ellos era cierto.

—Sí.

—¿Por qué no me lo ha dicho antes?

—Muchas veces empecé, pero nunca pude terminarlo. Parecía una crueldad. Ahora…, en fin, sé que ahora es necesario, sea cruel o no. No puedo permitir que crea la versión que da la señora Osborne de Robert. No era perfecto; tenía defectos y cometió errores. Y Ruth resultó uno de los errores más grandes, pero él no podía haberlo previsto. Era muy conmovedora en el papel de mujercita desvalida, y Robert era justo para ella. Ni siquiera tenía novia que le sirviera de defensa, gracias a su madre. Se las había arreglado para librarle de todas las muchachas que no eran lo bastante buenas para él…, es decir, de todas las muchachas. Así que terminó con una mujer casada que casi le doblaba la edad.

Devon se mantuvo en silencio, procurando imaginárselos juntos, a Ruth que veía en Robert otra posibilidad de juventud, a Robert que veía en ella su posibilidad de hombría. ¿Cuántas veces se habían encontrado, y dónde? ¿Junto al estanque o en el bosquecillo de palmeras datileras? ¿En el comedor de los peones o en el cobertizo, cuando en el rancho no había mano de obra eventual? ¿En la vivienda misma del rancho, cuando la señora Osborne se iba a la ciudad? Se encontraran donde se encontraran, la gente debía de haberlos visto y se habrían escandalizado o divertido o tal vez simpatizado con ellos…, los Estivar, Dulzura, el personal del rancho, hasta quizá la anciana señora, antes de decidir cerrar los ojos. Todas las referencias de la señora Osborne a Ruth habían sido similares y en el mismo tono: «Robert era bondadoso con la pobre mujer…» «Hizo lo posible para ser atento…» «Era lamentable el espectáculo que daba ella, pero Robert fue siempre paciente y comprensivo.»

Robert… bondadoso, paciente, comprensivo y atento. Muy, muy atento.

—¿Cuánto tiempo duró? —interrogó Devon.

—No estoy seguro, pero creo que mucho tiempo.

—¿Años?

—Sí. Probablemente desde que él volvió del colegio de Arizona.

—Pero entonces era un niño, tenía diecisiete años.

—A los diecisiete años ya no se es un niño. No desperdicie compasión en él. Es posible que Ruth le hiciera un favor al apartarla de la madre.

—¿Cómo puede decir con esa tranquilidad algo tan espantoso?

—Tal vez no sea tan espantoso, ni yo esté tan tranquilo —respondió Leo, pero su voz sonaba serena, y hasta lejana—. Esta mañana, cuando Estivar ocupó el lugar de los testigos, echó la culpa a la escuela por inculcarle prejuicios a Robert y apartarlo de la familia Estivar. Pero no creo que fueran prejuicios. Simplemente, Robert tenía algo nuevo en su vida, algo que no podía darse el lujo de compartir con los Estivar.

—Y si estaba al tanto de todo, ¿por qué no trató de impedirlo?

—Lo intenté. Al principio Ruth lo negó todo. Después empezamos a tener peleas periódicas, largas, a gritos, sin control alguno. Después de la última ella hizo la maleta y se fue a pie a la casa de los Osborne, pero nunca llegó.

—¿Entonces lo de escaparse con Robert no había sido nada planeado?

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