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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama, Histórico

Más grandes que el amor (16 page)

BOOK: Más grandes que el amor
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Willy Rozenbaum pidió ayuda a uno de sus colegas, el neumólogo Charles Mayaud, e hizo hospitalizar al infortunado auxiliar de vuelo para someterlo a un lavado alveolar de los pulmones, técnica sofisticada que permite recoger los microbios alojados en el aparato pulmonar. Después de varios exámenes repetidos, se pronunció formalmente el veredicto. El paciente sufría la misma enfermedad que los cinco jóvenes homosexuales hospitalizados a doce mil kilómetros de allí: una neumocistosis sin razón aparente.

Desde aquel momento sintió un desafío idéntico al de su colega americano Michael Gottlieb: hallar la causa de aquel mal. Tanto en París como en Los Ángeles, el postulado sobre el tema era el mismo: esta clase de neumonía sólo podía desarrollarse en un terreno privado de defensas inmunitarias por razones muy específicas. Y como los doctores Rozenbaum y Mayaud no podían explicar tal deficiencia, orientaron sus investigaciones en la dirección de un posible cáncer del sistema linfoide, es decir, el de los glóbulos blancos, los guardianes del organismo cuyo desfallecimiento parecía la causa.

Cuando iniciaban las pruebas y los exámenes les vino a la memoria el recuerdo de antiguos enfermos que presentaban los mismos síntomas. Todos habían muerto por causas desconocidas. Había las máximas probabilidades de que la enfermedad de los cinco homosexuales no fuera ni norteamericana ni nueva, sino
antigua
y
mundial
.

15

Atlanta, USA — Verano de 1981
Las muy singulares autopsias de la linda Martha

Jim Curran se agitaba como un diablo. Al feroz cazador de microbios del CDC con ojos de garduña le costó mucho trabajo —burocracia obliga— sacudir la apatía de su gigantesca organización y el escepticismo de un buen número de sus colegas para los cuales «aquella historia de maricas era un perro hinchado que iba a reventar como un globo». Para él, la pregunta era a la vez simple y de una extraordinaria complejidad. ¿Qué hacer para detener en el acto aquella epidemia? ¿Existía un germen culpable, como en los casos de intoxicaciones alimentarias? ¿Qué tenían en común los homosexuales que pudiera proporcionarle un indicio? Naturalmente, lo primero que se le había ocurrido era pensar, como en la epidemia de hepatitis B, en la existencia de un virus sexualmente transferible. Esta hipótesis no tenía nada de tranquilizadora, porque no hay nada más difícil que neutralizar un virus. ¿Había que buscarlo en los famosos
poppers
que muchos de aquellos enfermos parecían haber consumido? ¿Podían ser el denominador común de las diferentes infecciones? El hecho de que los homosexuales se reuniesen sobre todo en lugares especiales, como las saunas, las discotecas, los reservados de ciertos bares, ¿implicaba una responsabilidad del entorno?

Sorprendentemente, la tan vigilante y eficaz organización de Atlanta parecía mal equipada para hallar una respuesta a tantas preguntas inconexas. La epidemia parecía escapar a las habituales formas de investigación. No era la resultante de un problema exclusivamente venéreo, ni vírico, ni toxicológico, ni de medio ambiente, sino, probablemente, de la mezcla de los cuatro a la vez. De ahí la voluntad de Jim Curran de recurrir a los especialistas de varias disciplinas y de reagruparlos en el seno de una fuerza común.

Aquella mañana de julio señalaba el primer resultado de sus esfuerzos. El estado mayor del CDC se reunió al completo en la sala de conferencias del director general para decidir la creación de un «Task Force», una fuerza especial de intervención contra la taimada epidemia. Se reunieron allí los epidemiólogos, los cancerólogos, los inmunólogos, los virólogos, los parasitólogos, los técnicos en medio ambiente, los expertos en enfermedades venéreas y crónicas, expertos en informática e incluso sociólogos.

Después de que Jim Curran fue nombrado jefe, la nueva Task Force tomó en seguida su primera decisión. Para poder actuar eficazmente, había que conocer todos los parámetros de la enfermedad que iban a combatir. Éste era el precepto de la epidemiología. Los creadores de esta joven ciencia habían puesto a punto una técnica de estudio llamada «Case control study» (Estudio comparativo del caso). Esta técnica permitía confrontar y comparar un gran número de enfermos con un gran número de individuos sanos para descubrir las diferencias entre los unos y los otros. Fue así como el CDC estableció, entre otras cosas, la relación de causa y efecto entre el uso del tabaco y el cáncer de pulmón. El instrumento utilizado era un cuestionario de varias decenas de páginas. De la amplitud de las rúbricas abordadas y de la pertinencia de cada pregunta dependía el éxito de la encuesta.

Ahora bien, aquella mañana de julio, ni Jim Curran ni ninguno de sus colegas se sentían capaces de elaborar tal cuestionario. «No teníamos suficientes elementos sobre los enfermos —reconoce el doctor Harold Jaffe, el plácido californiano del Epidemiology Intelligence Service—. No sabíamos por dónde empezar. Ninguno de nosotros había visto de cerca todavía aquella mueva enfermedad. En primer lugar, teníamos que ir sobre el terreno al encuentro de las víctimas, hablar con ellas y saber de qué manera vivían».

Una decena de miembros de la Task Force volaron desde Atlanta hacia los primeros puntos calientes donde hacía estragos la enfermedad: Los Ángeles, San Francisco, Nueva York y Miami. De este modo, guiado por un agente local de la Sanidad pública, Harold Jaffe pudo entrevistarse con varios enfermos en San Francisco y en Stanford. Lo primero que le impresionó fue el estado re aquellos hombres. Se hallaban realmente en el umbral de la muerte. Y, sin embargo, la mayoría de ellos se había preocupado siempre por su salud, por su régimen alimentario y por su peso. Siempre habían procurado hacer deporte. Todos eran muy jóvenes. La mayoría de ellos eran hijos de familias acomodadas y disfrutaban de una situación envidiable. ¿Cómo habían podido destruir todo aquello y parecer cancerosos en fase terminal?

Lo que también sorprendió al enviado de Atlanta fue descubrir hasta qué punto aquellos hombres habían sido sexualmente activos. «Habían tenido centenares, millares de compañeros. Sus recursos les permitían viajar y habían saciado su libido en todos los lugares de los Estados Unidos». Sus conversaciones confirmaron también que hacían un uso masivo de diversas sustancias tóxicas, especialmente
poppers
. «Según mis interlocutores, esos
poppers
parecían tener todas las virtudes —comenta Harold Jaffe—. No solamente dilataban los vasos de la verga y de la mucosa anal, sino que además, al disminuir la presión arterial, procuraban una euforia que prolongaba el orgasmo». En su memoria de investigador, el recuerdo que más se le había grabado fue su aventura en un bar de San Francisco en donde según algunos de los enfermos se encontraban los mejores
poppers
de la ciudad, los que nunca daban dolor de cabeza. El lugar era una de las madrigueras sadomasoquistas de la Sodoma californiana. No era muy atrayente, con su decoración de cadenas y de instrumentos de tortura, su fauna de hombres barbudos enfundados en monos de cuero, con botas y con cinturones claveteados. Harold Jaffe vaciló antes de entrar. Sentía las miradas hostiles clavadas en su traje de joven funcionario. Pero acabó abriéndose paso hasta el mostrador.

—Déme dos o tres frascos de su mejor basura —le pidió con embarazo al barman.

Éste abrió el frigorífico que se destacaba detrás de él. Tomó de allí varias ampollas que llevaban las siglas de Burroughs Wellcome Co., el prestigioso laboratorio farmacéutico que fabricaba el producto destinado a los enfermos que sufrían de angina de pecho. Sacó también tres frascos del tamaño de muestras de perfume, con la etiqueta de Disco Roma, el más buscado de los
poppers
. Harold Jaffe se lo metió todo en el bolsillo, pagó treinta dólares y salió de aquel lugar a toda prisa. «Sólo tenía un temor —relata riendo—. Que aquellos malditos
poppers
estallasen en mi maleta durante mi viaje de regreso y difundiesen por el avión su repugnante olor a plátanos podridos». En cuanto llegó a Atlanta, Harold Jaffe se apresuró a entregárselos, para su análisis, a los expertos toxicólogos del CDC.

La cosecha de informaciones que Jim Curran había ido a recoger en Nueva York prometía también ser muy aprovechable para la redacción del cuestionario esperado por su Task Force. El infatigable médico-detective visitó sistemáticamente a todas las personas afectadas por el tumor de Kaposi señaladas por el dermatólogo Alvin Friedman-Kien. «Yo no había visto todavía esa clase de cáncer de piel —relata—. Las manchas moradas eran impresionantes, aunque numerosos enfermos parecían disfrutar de buena salud. El actor de Broadway, sobre todo, parecía robusto y atlético. Quiso el azar que él y yo hubiésemos crecido en el mismo suburbio de Detroit. Habíamos asistido a las mismas escuelas, a la misma iglesia. Me contó el drama que había producido allí su homosexualidad. Yo no acababa de creer que aquellas feas manchas de su rostro fuesen la consecuencia directa de su decisión de vivir su diferencia. Se esforzó en reír mientras me las mostraba por todo su cuerpo. Su enfermedad no tenía aún el espantoso rostro que iba a ofrecer algunas semanas o algunos meses después, pero yo sabía ya que no era para reírse».

Cuando regresó a Atlanta, Jim Curran hizo buscar en los archivos de Sandy Ford, la joven responsable del Parasitic Disease Drug Service, todas las solicitudes que se habían recibido sobre la Pentamidina, el medicamento contra la neumocistosis cuyo único distribuidor en América era el CDC. La investigación permitió hallar el rastro de varios homosexuales fallecidos entre 1979 y 1981. Y, sobre todo, permitió comprobar que todos ellos habían vivido en Nueva York, Los Ángeles, San Francisco y Miami, lo cual hacía suponer que la epidemia era originaria de estas cuatro ciudades. El jefe de la Task Force hizo en seguida que los corresponsales locales del CDC estudiasen los archivos de la Salud Pública de las dieciocho ciudades más grandes de los Estados Unidos con el fin de catalogar todos los casos de neumocistosis y de sarcomas de Kaposi identificados en los tres años anteriores. Finalmente, hizo interrogar por teléfono a los responsables de treinta hospitales de todo el país, así como a gran número de facultativos privados con objeto de que ni un solo caso de neumocistosis o de Kaposi escapara al conocimiento de su organización.

Eran exactamente las cinco de una mañana de septiembre cuando el timbre del teléfono resonó en la alcoba de una muchacha que vivía en un arrabal de Atlanta. La doctora Martha Rogers se despertó sobresaltada y descolgó. Aquella linda georgiana, morena, de veintiséis años, era uno de los últimos médicos-sabuesos reclutados por el Epidemiology Intelligence Service del CDC. La llamada procedía de Fort Lauderdale, en Florida. En el otro extremo del hilo, una voz de hombre anunció:

—Tome el primer avión. Él acaba de morir.

Martha Rogers y sus colegas de la Task Force esperaban esa llamada desde hacía varios días. El CDC había sido avisado por el hospital de Fort Lauderdale de que un paciente de treinta y cinco años, a punto de fallecer de un cáncer de Kaposi generalizado, había legado su cadáver a la ciencia. La ocasión era única. Martha Rogers había sido designada para participar en la autopsia y para extraer unas muestras de los diferentes órganos afectados por los tumores. El análisis de los tejidos recogidos quizá proporcionase algunas informaciones capitales sobre las causas de la epidemia. Los expertos de Atlanta, a la vista del historial clínico del enfermo, habían realizado una primera lista que la joven debía completar sobre la marcha en el caso de que algunas lesiones desconocidas apareciesen durante la disección.

La escapada de Martha Rogers sólo duró una jornada. ¡Pero qué jornada! Por la noche, durante el vuelo de regreso a Atlanta, sus ojos no se apartaron del maletín de
skai
azul que estaba posado en el asiento de al lado. Los pasajeros del vuelo 450 de las Delta Airlines se habrían asombrado al saber que en el interior de aquel maletín anodino se encontraba una caja isotérmica que contenía dos ojos, varios trozos de cerebro, de intestino y de hígado, un fragmento de esófago, varios jirones de epidermis, la punta de una lengua y un tubo lleno de sangre; en resumen: toda una panoplia de muestras que tal vez ocultaban la clave de uno de los mayores enigmas de la patología moderna. El aterrizaje tardío impidió a Martha Rogers llevar su valioso paquete a los laboratorios del CDC. Fue en el congelador de su nevera, entre dos tarros de helado de fresa destinados a sus hijos, donde aquellas pruebas, testimonios vitales para la investigación, pasaron su primera noche, lejos del cuerpo de su infortunado propietario.

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