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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama, Histórico

Más grandes que el amor (43 page)

BOOK: Más grandes que el amor
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Los franceses tuvieron la cordura de no regocijarse antes de tiempo. En efecto, aún no se había secado la tinta del venerable diario neoyorquino cuando estallaba una noticia aún más sensacional: «¡El profesor Gallo ha aislado el
verdadero
virus del sida!» Decretando que el recién nacido pertenecía a la familia de los retrovirus HTLV-1 y HTLV-2, descubiertos por él anteriormente, lo bautizó con el nombre de HTLV-3. Este último vastago de la familia haría una estrepitosa entrada en las pilas bautismales de la investigación médica mundial. Deseando sacar todo el partido posible a aquel descubrimiento, el Gobierno norteamericano le eligió como madrina a Margaret Heckler, la secretaria de Estado para la Salud Pública, una encantadora pelirroja llena de buena voluntad, pero poco informada de los enfrentamientos científicos que se producían entre bastidores. A pocos meses de las elecciones presidenciales, el poder político consideraba providencial la llegada del «bebé» de Robert Gallo. El anuncio de aquella victoria contra la terrorífica plaga no dejaría de hacer caer los votos de millones de homosexuales en la escarcela de Ronald Reagan. Por otra parte, proporcionaba una brillante justificación de que las montañas de dólares destinadas a la investigación no habían sido en vano.

Alabando «el triunfo de la ciencia sobre la terrible enfermedad», la señora ministra anunció oficialmente, en una conferencia de prensa celebrada en Washington el 24 de abril de 1984, que «el profesor Robert Gallo y su equipo han hallado un nuevo virus, el HTLV-3, y aportado la prueba de que es el agente del sida». Margaret Heckler afirmó, además, que los investigadores de Bethesda dispondrían antes de siete meses de un
test
que permitiría eliminar cualquier riesgo de contaminación en las reservas de sangre destinada a las transfusiones, y que, antes de dos años, existiría una vacuna. No dijo ni una palabra del virus francés, limitándose a aludir vagamente a «otros investigadores que, en el mundo, han logrado resultados en este terreno», y condescendió a citar «particularmente los esfuerzos del Instituto Pasteur de Francia, que ha trabajado, en parte, en colaboración con el Instituto Nacional del Cáncer».

Un periodista se atrevió a perturbar el diluvio de elogios que cayó en seguida sobre el virólogo norteamericano y sus colaboradores.

—¿Su virus no es el mismo que el de los franceses? —preguntó el impertinente.

Robert Gallo eludió la embarazosa pregunta saliéndose por la tangente.

Al enterarse de la puesta en escena de Washington, Luc Montagnier no pudo refrenar su indignación. «En el terreno de la ética científica, el anuncio oficial de aquel descubrimiento era de lo más criticable —escribió más adelante—. Al recibir las muestras de nuestro retrovirus, el investigador norteamericano debió comparar el que había descubierto con el nuestro y publicar él mismo la comparación; de la misma manera que, cuando nosotros descubrimos el LAV, lo comparamos con su retrovirus HTLV-1. ¿Creía que los franceses (como declaró a un periódico de Nueva York) no mantendrían el tipo e, inclinándose ante el rodillo compresor americano, se resignarían a llamar a su virus HTLV-3?»

Todo iba bien en el mejor de los mundos posibles para el dueño y señor de Bethesda. Unas horas antes de que su ministro anunciase que Gallo había puesto en marcha su propio test detector del virus del sida, abogados del Gobierno de los Estados Unidos presentaban una solicitud de patente. El primer efecto de esta precaución sería el de prohibir el acceso al mercado americano del
test
Elisa, desarrollado un año antes por el equipo del Instituto Pasteur. Si querían hacer valer sus derechos, los franceses sólo tenían un recurso: atacar legalmente al Gobierno de los Estados Unidos.

La aparición de cuatro artículos en el número del 4 de mayo de 1984 de la revista
Science
envenenaría aún más con nuevas polémicas el enfrentamiento franco-americano. Esa ofensiva científico-literaria, cuyo autor era sin duda alguna el infatigable Robert Gallo, iba ilustrada con espectaculares fotografías que pretendían mostrar el virus HTLV-3 en las diferentes fases de su desarrollo. Dos años después, el científico americano se vería obligado a reconocer que los documentos publicados con su firma no mostraban en ningún caso su virus, sino, sencillamente, el LAV de los investigadores franceses. Se disculpó afirmando que se trataba de un estúpido error cometido por el fotógrafo que trabajaba para su laboratorio.

Un mes después, Luc Montagnier descubrirá que el balance oficial del coloquio al que había asistido en el mes de septiembre del año anterior en Cold Spring Harbor había sido modificado. Aunque Gallo no había pronunciado ni una palabra sobre su HTLV-3 durante el encuentro —por la sencilla razón de que todavía no había sido identificado—, he aquí que el señor de Bethesda describía extensamente aquel retrovirus en la introducción que hizo añadir al documento antes de su publicación. «No era la primera vez que Robert Gallo, considerándose el amo indiscutido de la investigación médica, se permitía hacer creer en la anterioridad de unos resultados a los que él sólo había llegado mucho después», escriben dos famosos periodistas científicos.
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Luc Montagnier, por su parte, se limita a añadir una línea melancólica a la larga lista de sus agravios: «Con desprecio de todas las reglas de la deontología científica, Gallo reescribía la historia a su manera».

Esta manera de actuar tenía que acabar por despertar algunas sospechas. Algunos científicos norteamericanos comenzaron a hacerse preguntas. Aquel virus HTLV-3, anunciado con gran redoble de tambores, ¿era realmente un
nuevo
retrovirus, o bien simplemente el que los franceses ya habían encontrado hacía más de un año? ¿Era el indiscutible agente responsable del sida? Dos interrogaciones fundamentales que obligaron a Gallo a descender de su estado político-publicitario para volver a ser el excepcional virólogo que era. Envió a París al biólogo indio M. G. Sarnagadharan, uno de los primeros violines de su orquesta, con la misión de comparar las proteínas de sus virus con las del virus del equipo del Instituto Pasteur. El estudio reveló que eran semejantes en todos los aspectos. Por su parte, el CDC de Atlanta solicitó a los dos laboratorios competidores que le proporcionaran muestras de sangre que contuviesen sus virus respectivos. Estos envíos cifrados permitieron llegar a los mismos resultados. Los dos virus eran auténticos gemelos.

Era necesaria una última comprobación, esta vez a nivel molecular, para confirmar su similitud de una manera irrefutable. El análisis molecular exige unas técnicas extraordinariamente sofisticadas. La primera, llamada «clonaje», consiste en introducir elementos genéticos del virus en unas bacterias. Éstas, al multiplicarse, permiten obtener importantes cantidades de virus. La segunda operación, llamada «secuenciado», tiene por objeto descifrar el código genético de un virus. Se trata de establecer el encadenamiento exacto de sus nucleótidos, es decir, de los elementos que componen, en un orden determinado, su código genético. Estos trabajos moleculares, infinitamente complejos y minuciosos, requieren unos auténticos orfebres y una tecnología que daba al grupo de Robert Gallo, por el hecho de su vasta experiencia, clara ventaja sobre el equipo del Instituto Pasteur.

Los dos laboratorios se lanzaron a una carrera desenfrenada. Fue la china Flossie Wong-Staal, una de las biólogas superdotadas del equipo de Bethesda, quien consiguió el primer clonaje del retrovirus norteamericano, batiendo por pocas semanas a los investigadores franceses. Pero estos últimos se tomarían su desquite. El 21 de enero de 1985 describieron, en tres páginas de la prestigiosa revista
Cell
, el encadenamiento de los 9.139 nucleótidos que constituían el código genético del virus LAV que ellos mismos habían descubierto casi dos años antes. Cinco días después, el equipo de Gallo publicaba a su vez en la revista
Nature
los resultados concernientes al retrovirus norteamericano. El artículo iba firmado por veinte autores pertenecientes a tres centros de investigación diferentes, mientras que sólo cinco biólogos, todos del mismo laboratorio, habían firmado juntos el texto francés.
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«¿Valdrá un francés por cuatro norteamericanos?», preguntó Luc Montagnier, encantado de lavar con ello algunas de sus humillaciones.

Lo importante era la similaridad perfecta de aquellos diversos resultados. Ahora ya no podía dudarlo nadie: el virus norteamericano y el virus francés eran, sin más, un solo y mismo virus. El descifrado de su código genético demostraba además que se trataba de un virus nuevo, sin relación de parentesco, como había creído Robert Gallo, con el primer retrovirus humano descubierto por él. La identificación minuciosa de sus genes permitió confirmar, sobre todo, lo que todo el mundo esperaba impacientemente: sí, el HTLV-3/LAV era el agente mortal de la epidemia.

Por encima de las querellas que continuaron enfrentando a los investigadores de las dos orillas del Atlántico, un campo de experimentación totalmente virgen se abría para ellos a partir de ahora. Al desvelar uno tras otro los secretos de los genes del virus, podrían comprender mejor su papel en la enfermedad. Podrían perfeccionar a medio plazo los
tests
de diagnóstico y tal vez, en un futuro próximo, poner a punto unas vacunas.

Aquel bello concierto de esperanza en el futuro ignoraba, curiosamente, la trágica realidad del presente. Las víctimas que agonizaban y morían eran cada día más numerosas, sin que las gigantescas sumas invertidas en la identificación del virus pudiesen aportarles el más mínimo alivio. Se hablaba de
tests
y de vacunas, pero casi nunca de tratamiento, como si fuese más imperioso el arreglar cuentas con el asesino que reparar los daños que ya había producido.

Para el doctor Sam Broder, el antiguo vendedor de hamburguesas de origen polaco, diariamente enfrentado en su hospital con el sufrimiento, la desesperación y la muerte de los enfermos, este olvido era inaceptable. El director del programa de oncología clínica del Instituto Nacional del Cáncer tenía que borrarlo.

44

Bethesda, USA — Otoño de 1984
Un primer resplandor en la noche del sida

Era precisa la obstinación visceral de un fugitivo del terror nazi para aceptar aquel desafío. El doctor Sam Broder medía la enormidad de la tarea que se le presentaba. Todos los pasados esfuerzos para poner a punto medicamentos antivíricos sólo habían conseguido unos resultados muy limitados. La facultad de los retrovirus para ocultarse en el centro del patrimonio genético de las células los convierte en blancos muy difíciles de alcanzar. Tanto más cuanto que pueden permanecer allí inactivos —y por lo tanto indescubribles— durante años. ¿Cómo destruirlos sin correr el peligro de aniquilar a la vez los glóbulos blancos que los albergan? Todo el problema residía en eso: había que inventar un remedio que ofreciese lo que los médicos llaman «un indicio terapéutico aceptable»; es decir, un remedio cuya toxicidad con respecto a su eficacia fuese tolerable por los enfermos.

Como el retrovirus del sida infectaba a una gran variedad de tejidos y de células, el problema se complicaba aún más. Podía, por ejemplo, alojarse en el sistema nervioso central, donde se encontraba protegido por una barrera que muy pocos compuestos farmacéuticos eran capaces de franquear. Y si, por suerte, conseguían alcanzarlo, las células ya afectadas por el virus probablemente no curarían nunca. Otras complicaciones debidas al sida, como el sarcoma de Kaposi y algunos tumores, particularmente agresivos, del sistema linfático, tampoco eran totalmente curables. En una palabra: la complejidad y sus daños devastadores representaban, según confesaba incluso el cancerólogo americano, un «desafío excepcional, casi insuperable».

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