Y ése, a grandes rasgos, es el laberinto humano que se encuentra aquel que, por una razón u otra, viaja a esos territorios conocidos como Los Seis Dedos.
Aorcabuéis
. Cazador de cabezas arma, del feral de la serpiente, el mejor y más famoso de su tiempo, considerado por todos los demás como un maestro.
Arastacasta
. Santón arma al servicio de Ejaune, el ídolo de la muerte, compañero de correrías del jefe Lobo Feroz.
Astiri
. Brujo mediarma del Bal Bartán. Fiel al ogro don Tavarusa, lo acompañó al exilio cuando éste tuvo que abandonar su principado de las montañas.
Bibruela
. Máscara mayor del feral de la serpiente, portada tradicionalmente por una adolescente. Es feroz e impulsiva, y suele considerarse una máscara manamaraga, por lo intratable de su carácter.
Caug lar Mahín
. También llamado el Jato Malaváia, pandalume de la ciudad de Gaiola, jefe de caravanas y aliado de los armas.
Corocota
. Cazador de cabezas arma, del feral de los lobos, portador de una máscara de matar antigua y famosa, es el designado para acabar con la bruja Tuga Tursa.
Cosal
. Arma del feral del halcón. Es agente del Ras, la asamblea política de los armas.
Cufa Sabut
. Máscara mayor arma. Forjada para ser compañera de la Máscara Real, fue su partidario más fiel, hasta el punto de enfrentarse a su propio feral y convertirse en una maldición para los de su sangre.
Espadalombro
. Mediarma del eredal de la pantera, guía y guardián de caravanas, buen conocedor de las rutas del Alto Norte.
Lobo Feroz
. Jefe manamaraga, del feral del lobo, cuyas correrías suelen tener lugar por las Tierras Altas del Carauce.
Máscara Real
. Máscara mayor arma. Forjada en tiempos antiguos por el Rey Rojo, con la misión de pacificar Los Seis Dedos, acabó siendo fuente de guerras más terribles. Aunque la Real original fue capturada por los armas, la posibilidad de que se forjase de nuevo una igual ha planeado durante siglos sobre Los Seis Dedos.
Mutel, hermanos
. Son tres hermanos puces, Antil, Carará y Eneqe, que, tras años de guerrear contra los armas, soñando con el resurgir de las viejas glorias de su pueblo, alcanzan el rango de reyes-brujos. Son ellos los que forjan la nueva Máscara Real.
Ocalid
. Lanzái copa, una de las dos enviadas por las lais altacopas para acompañar a Trapaieiro Porcaián.
Palo Vento
. Arma del feral de la serpiente. Escriba de profesión y buen esgrimista, es amigo desde antiguo de Corocota y Cosal. Peitorcal. Lanzái copa, compañera de Ocalid.
Peitorcal
. Lanzái copa, compañera de Ocalid.
Pogar
. Rey-brujo gargal, procedente de la sierra Ongada. Es en realidad Antil Mutel, que se oculta bajo esa identidad para viajar por las tierras controladas por sus enemigos, los armas.
Qum Moga
. Bruja arma, servidora de la Reina Bruja, pertenece a la partida guerrera del jefe Lobo Feroz.
Rey Rojo
. Máscara mayor de los gargales de la sierra Cerrada. Uno de sus portadores fue quien forjó, en su día, la primera Máscara Real.
Tavarusa
. Ogro montañés, en tiempos señor de uno de los principados mediarmas de los valles bajos de la cordillera del Bal Bartán y posteriormente derrocado y exiliado en Los Seis Dedos.
Te-Cui
. Filósofo, pedagogo y político del Sursur, en cuyas cortes ha desempeñado diversos cargos. Viaja a Los Seis Dedos en busca de un antiguo discípulo, desaparecido en esas tierras años atrás.
Trapaieiro Porcaián
. Máscara mayor montañesa, enemiga secular de la Máscara Real.
Tucatuca
. Alto Juez de los armas. Aunque nacido arma, por sus venas corre sangre de varias razas, dotado de gran estatura y fuerza legendaria.
Tuga Tursa
. Bruja mestiza. De origen oscuro, practicó el bandidaje durante años, hasta que la violación de las Vedas Mayores de los armas la puso en el punto de mira de los Cien, los cazadores de cabezas armas.
Uíso Caruvé
. Santón arma de Ejaune, el ídolo de los muertos, compañero de Trapaieiro Porcaián en su viaje al norte.
Viboraz
. Manamaraga del feral de la serpiente, abandona todo para perseguir al Cufa Sabut por mandato de sus máscaras mayores.
C
erca del mediodía, había dragones tumbados en los arenales, y culebras escurriéndose entre los juncos de la ribera, a un tiro de lanza de la piragua. Aún recuerdo muy bien aquella tarde de sol y moscas; sí. Éramos jóvenes y fuertes, gandules bajo el embrujo del calor. Nos dejábamos llevar a la deriva, río abajo por la corriente, con el torso desnudo y los metales de armas y adornos brillando a cada roce de un sol que llenaba las aguas de reflejos dorados. Bocanadas de aire ardiente estremecían las cañas, mientras las copas de los árboles, meciéndose entre susurros, hacían temblar la penumbra de los remansos. Recuerdo también aquella piragua, hecha de una pieza, al estilo de nuestra gente, barnizada con resina de lustre amarillento y con la proa tallada para formar un rostro grotesco, de boca ancha y ojos saltones como las ranas.
A proa, fusil en mano, dormitaba Cosal: fuerte, enjuto, oscuro como el bronce, con el aire alerta y cruel de un halcón; yo llegué a conocerlo muy bien en tiempos, sí, porque no en vano fuimos hermanos de sangre. Cruzado de piernas en el centro de la canoa —delgado, con la cabeza afeitada y la piel como el cobre, casual y algo cínico— iba Palo Vento, viejo amigo. Y a popa, yo, Corocota, espantando el calor con un abanico.
A nuestras espaldas, las montañas eran enormes y azules, con las cumbres más altas coronadas de blanco. El Riorrío, impetuoso cuando baja por esa cordillera, es aquí ya ancho y calmo, y fluye entre riberas e islotes cubiertos de vegetación. Pero hay monstruos en el agua, y demonios sedientos de sangre y oro que acechan desde el fondo; y también hay pozas, bajos, corrientes ocultas y malos espíritus que ahogan a los incautos… Sí, el río engaña.
Aguas abajo teníamos a la vista Minacota, nuestra ciudad natal. Los estandartes rojos y amarillos aleteaban cansinos sobre la ciudadela, y las barcazas navegaban lentamente por los canales. Desde donde nos hallábamos, no se veía sino una maraña de escalinatas, cúpulas, terrazas y cuestas sombreadas por plátanos y moreras. Imágenes distantes que temblaban como espejismos por culpa del calor y los vapores del mediodía.
Fue a esa hora cuando Cosal frunció los labios y volvió los ojos a la ribera, para llamar nuestra atención hacia un remanso umbrío, desde el que un hombre de manto rojo nos hacía señas con la mano.
—Tucatuca —susurró Palo Vento, los párpados entornados.
Asentí en silencio. Nunca hubo buenas relaciones entre el Alto Juez de los armas y yo, y menos desde el día en que me derrotó en duelo tradicional, antes de exiliarme por dos años. Pero había obligaciones rituales entre ambos y, cuando él llamaba, yo acudía sin perder un momento. Por eso, despabilándonos, cogimos los remos y ganamos la orilla a golpes de pala.
Tucatuca era un hombre imponente de verdad: un gigante de piel renegrida por el sol, con unos ojos azul ardiente, fruto de la mezcla de sangres, y una barba negra y salvaje que le daba aspecto de león. Se decía que era medio hermano de
rei
Balzarcum de Corgo, y cuantos habían llegado a ver a ambos confirmaban que bien pudiera ser cierto. Me esperaba sentado a la sombra, sobre un árbol caído, envuelto en su manto rojo y con la maza de los jueces armas —con mango de madera oscura y cabeza doble de león, forjada en bronce— entre las manos.
Fui a sentarme a su lado sin decir palabra, y él me correspondió ignorándome, con los ojos perdidos en los juegos de luz y sombra de la espesura. Y mientras nos desairábamos así el uno al otro, mis amigos esperaban a pie de piragua, observándonos con disimulo.
Sólo al cabo de un buen rato, con una mirada de desdén, el Alto Juez me tendió un objeto grande como un puño que colgaba de una correa. La reproducción en bronce de una cabeza de mujer, con auténtico cabello formando la negra melena. Recuerdo que acaricié pensativo la miniatura; un trabajo colmado de la pequeña magia de los artesanos.
Dicen que hay rostros capaces de embrujar a cualquier hombre, o a cualquier mujer. Y, si tal cosa es cierta, aquella réplica de cabeza femenina mostraba uno de ellos: pómulos marcados, labios llenos, con demonios al acecho detrás de los ojos de zafiro… Tucatuca, su cara a un par de palmos de la mía, parecía más que nunca un león a punto de devorarme.
—Es una bruja mestiza. Tuga Tursa la llaman; o Tursa Tumbalobos, como prefieras.
Cabeceé sin decir nada y él tampoco añadió más. Se volvió de nuevo a los claroscuros del bosque y yo me quedé con la réplica entre las manos. La tarde era sofocante y los tábanos zumbaban al borde del agua. Mientras acariciaba con el índice aquellos labios de bronce, recordé el olor de la sangre derramada. Porque sólo hay un motivo por el que se forjan esas hermosas réplicas y, si el Alto Juez de los armas ponía una en mis manos, entonces, una vez más, el hombre-lobo Corocota saldría a la caza de cabezas.
Una noche cualquiera, con la espada al hombro y el rostro oculto tras la máscara de matar, me acerqué hasta la isla del Orói Marfil, el barrio comercial de Minacota. En aquellos días, solía deambular entre mercaderes y forasteros, buscando alguna noticia, un rumor al menos, que me pusiese sobre la pista de Tuga Tursa, la bruja mestiza marcada para la caza de cabezas. Pero nunca nadie tenía nada para mí, y yo dejaba pasar el tiempo sin impacientarme, esperando acontecimientos y recorriendo la maraña callejera al resplandor amarillento de las lámparas de aceite.
Aquella noche hacía calor, ráfagas de aire tibio recorrían las calles, agitando las ropas de los transeúntes, y había grandes nubes rojas que recorrían el cielo nocturno como malos presagios. Los ídolos de bocas anchas y ojos saltones sonreían entre las sombras, las lagartijas se deslizaban entre la hiedra verde de las fachadas, y las polillas y murciélagos revoloteaban en las cercanías de las llamas de aceite.
A lo largo de mi vagabundeo, encontré a dos brujas pandalumes acuclilladas junto a uno de los ídolos de piedra. Parecían aves de presa nocturnas al acecho, allí inmóviles, sombras entre las sombras, y sus ojos relucían en la penumbra como los de las fieras. Aflojé el paso y remoloneé unos instantes en su derredor. Las brujas pandalumes tienen fama de feroces y sanguinarias, de conocer hechizos terribles y gustar en demasía de la carne humana, y los míos suelen evitar, si pueden, hasta el roce casual de ropas con ellas. Pero yo, tras algunas dudas, me acerqué tras hacer el gesto de la paz.
Me senté a su lado con las piernas cruzadas, la vaina de la espada sobre el regazo. Ellas siguieron contemplando las idas y venidas de la gente, mientras yo jugueteaba con la réplica de bronce. Mutuamente, nos estudiábamos de soslayo. En esa semioscuridad, se me antojaron esbeltas y hurañas, tan impredecibles como todas las brujas, y de una edad difícil de precisar por culpa de sus amplios vestidos negros, las máscaras de madera pintadas de blanco y azul, y los cabellos teñidos de blanco.
No cruzamos palabra durante largo rato, limitándonos a observar la calle. Una gran caravana acababa de llegar del nordeste, y esa noche multitud de norteños de exóticos atavíos pululaban por el Orói Marfil. Al cabo, me volví a ellas para enseñarles aquella miniatura.
—Tuga Tursa —les aclaré, acariciando aquellas mejillas de metal.
—La mestiza, sí. —Una de ellas apartó los ojos del gentío para posarlos sobre la pequeña cabeza de bronce. Luego volvió su rostro enmascarado hacia mí—. ¿Por qué ha de morir?
—Ha roto las Vedas de los armas: está condenada.
—¿Qué ha hecho?
—Incendió un santuario de Arbar y los santuarios son intocables: están vedados, y hacer algo así supone la muerte.
—Somos pandalumes. —Una chispa de desdén prendió en los ojos verde gato de la bruja—. ¿Qué tiene que ver eso con nosotras?
—Nada —convine—. Pero he oído decir que también tiene algunas cuentas pendientes con las brujas pandalumes.
—Es posible. Pero ¿acaso todas las brujas armas están siempre de acuerdo? ¿Es que tienen todas los mismos amigos y enemigos?
—Claro que no. Hay distintas facciones entre ellas.
—Pues lo mismo ocurre con nosotras. Pero es cierto que mis
irmans
y yo no sentimos ningún aprecio por esa mestiza…
Dejó la frase en el aire y yo no dije nada, pues no conviene apresurarse cuando uno trata con brujas. Hice rodar la cabeza metálica entre los dedos, sintiendo el tacto del bronce, mientras esperaba a que ella prosiguiese.
—Tienes razón: no nos importaría verla muerta. En cuanto a quién lo haga, nos da igual —susurró por fin—. Pero, desde que los soldados del jefe Tucatuca acabaron con su banda, nadie sabe dónde puede estar ni qué ha podido ser de ella. No podemos ayudarte.
Asentí resignado. Ésa era la respuesta que recibía siempre. La historia venía de largo: hubo una banda, la de Carog, un mestizo también, que había asediado los caminos del norte de Los Seis Dedos durante años. Tuga Tursa formaba parte de esa banda y, según el decir popular, era una de las amantes del propio Carog. Claro que a la gente siempre le han gustado las historias truculentas de bandidos.
Fuera como fuese, ya no importaba, porque hacía un par de años, a comienzos de un verano, los mercenarios de la gente-león habían logrado sorprender y aniquilar a la banda junto al lago Brujo. El propio Carog había aparecido entre los cadáveres traspasados por las flechas, pero no así Tuga Tursa, que entonces ya era famosa por su crueldad. Los ojeadores la habían visto en el campamento antes del ataque, pero nadie pudo encontrar el cadáver de aquella mestiza de boca jugosa y ojos de demonio, y se supuso que se había ahogado en el lago, al tratar de huir.
Tal suposición era errónea, y bien claro quedó cuando reapareció para incendiar un santuario de Arbar, a mediados del otoño de ese mismo año. Ese acto insensato fue muy sonado y provocó gran número de especulaciones, aunque el decir popular, de nuevo, lo consideraba una especie de venganza salvaje por la muerte de su capitán y amante, el bandido Carog. Tras cometer ese desmán, la mestiza se había esfumado, dejando sólo rumores que no conducían a ninguna parte. Y en esos dos años había reaparecido esporádicamente, para cometer alguna tropelía, antes de desaparecer de nuevo.