Read Máscaras de matar Online

Authors: León Arsenal

Tags: #Aventuras, Fantástico

Máscaras de matar (8 page)

BOOK: Máscaras de matar
11.3Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Pero todas y cada una de esas ramas habían sido consumidas por el rayo, en un solo golpe demoledor, y el gran árbol fue abatido antes de llegar siquiera a ser. Algunos de sus seguidores fueron muertos en sus camas o mientras atendían a sus negocios, otros ajusticiados a plena luz y en presencia de gente. Treinta de sus fieles —los más entregados y mejores— cayeron así, y puede que el doble de ese número pereciera en los días posteriores, muertos en los caminos cuando trataban de huir, o en sus casas, en las que habían pretendido esconderse. Fueron los Cien los responsables. Los Cien: hombres terribles, con máscaras de matar sobre el rostro y aceros en las manos, en cuyo camino nadie osaba cruzarse.

Pero escaso tiempo hubo para llorar la muerte de tantos hombres buenos. Casi a los talones del mensajero, los vigías avistaron a los primeros enemigos. Primero fueron bandas dispersas, armadas ligeramente, y aunque los más ardorosos querían salir a medirse con ellos, el sabio Pogar se lo prohibió e hizo que todos se replegasen al interior del templo, antes de cerrar las puertas.

Al poco llegaron contingentes con armamento más pesado y, detrás de ellos, grandes bueyes cargados con material de asedio. Todo un pequeño ejército contra el que poco podían hacer en campo abierto los cien valientes que la acompañaban en aquel retiro lejano, en el que se habían creído a salvo. El templo, antiguo, había estado consagrado a los ideales que representaba la Máscara Real y llevaba por eso largo tiempo abandonado. Era de un tipo muy común en todos Los Seis Dedos, con una parte construida y otra subterránea. Con tres terrazas superpuestas, enclavado en una ladera abrupta, era sólo accesible a través de una escalinata que subía entre peñas, y los más optimistas lo tenían por inexpugnable.

Pero Pogar se asomó al parapeto, las manos dentro de las mangas de su manto. Los ropajes rojos ondeaban al viento y la máscara de jabalí, de metales dorados, centelleaba al sol. Los benditos le observaban como quien contempla a un oráculo, en espera de su decisión, y los sitiadores a su vez, allá abajo, alzaban la mirada y hacían visera sobre los ojos, llenos de curiosidad. Estudió largo rato, en silencio, cómo los enemigos ensamblaban sus máquinas de guerra, y cómo los ballesteros tomaban posiciones, y supo que el templo estaba condenado.

Observó el gran número de estandartes y la diversidad de gentes que componían las fuerzas. Pudo distinguir enseñas de los principales ferales armas, y las siluetas de santones guerreros y altacopas. Banderas de eredales mediarmas y mestizos, y de las sociedades guerreras de sierra Cerrada, Nerega y Osca. Pabellones de Pagaise, Caldas y Ongún, los tres diminutos estados pandalumes enclavados dentro de Los Seis Dedos. Al frente de todos ellos se distinguía a un hombre-león con manto rojo y maza de juez. No le pasó desapercibido el simbolismo de ese despliegue, ya que mostraba la voluntad de los jueces armas de movilizar al mayor número de aliados posible contra la Máscara Real, y comprendió que sus planes habían naufragado en sangre.

La sabiduría de Pogar se cimentaba en una vida azarosa y guerrera, y por eso la Máscara Real le escuchaba y le tenía por consejero. Fue él quien, tras evaluar la situación en la que se hallaban, decidió que la máscara huyese mientras sus guardianes defendían hasta el último hombre el templo, para darle así el mayor tiempo posible. Los designados para la muerte aceptaron tal decisión sin protestar, muchos de ellos complacidos de poder prestar tan gran servicio a la máscara. Pero la Real, por su parte, sintió una pena honda, ya que después de haber perdido a sus partidarios más valiosos se veía obligada a sacrificar a los más valientes. Pero se plegó, como otras veces, a las razones de su consejero.

Y así, los cien benditos se hicieron fuertes en el templo. Uno de ellos se vistió con ropas blancas y doradas, y se cubrió el rostro con una máscara de oro puro, idéntica a la Real, pues había sido forjada por las mismas manos, pero carente de sus virtudes. Aguantaron durante tres días y el ejército de la gente-león sólo pudo invadir el recinto cuando sus proyectiles incendiarios y los virotes de ballesta habían abatido a tantos defensores que casi ya no quedaba en pie nadie que pudiera guardar los parapetos.

Pero para entonces la Máscara Real estaba ya muy lejos y se encaminaba hacia el exilio, hacia el Alto Norte, acompañada tan sólo por el rey-brujo Pogar y las dos concubinas de este último, tal como había empezado su largo camino, dos años antes.

4

Aquellos fueron días de veras extraños. A un calor anormal para esas fechas, se unieron signos y presagios, así como toda clase de rumores. Cierto que la mayor parte de la gente pudo vivir esos días aún tranquila, ignorante de que se allegaban tiempos turbulentos. Pero algunos, desazonados, sentíamos ya en la piel que disfrutábamos de una falsa calma, como la que precede al viento y la tormenta. Estaba en el aire y yo mismo, casi cada vez que bajaba al Orói Marfil, obtenía siempre algún nuevo retazo que me reafirmaba en esa idea.

Cierta tarde me dirigí una vez más hacia el barrio comercial, sólo que en esa ocasión no fue para deambular al azar, sino citado con un personaje singular: un informador con el que había contactado de forma indirecta, a través de ciertos amigos, y que podía darme pistas para poder llegar a la bruja Tuga Tursa. Así que, al caer ya el sol, me encaminé perezoso por la plaza del Mercado hacia la puerta del Oro, que lleva a la isla del Orói Marfil.

Era un atardecer de esos en los que todo parece empaparse de una melancolía suave, una calma que nadie parece querer romper. El sol estaba ya muy bajo, las nubes blancas se teñían de rosa y rojo, y los muros de la Ciudadela, en lo alto del peñón, parecían hechos de oro. Los estandartes se agitaban con la brisa de la tarde, y los vencejos volaban persiguiendo a los insectos.

Había sido día de mercado, y todavía quedaban unos pocos rezagados en el gran rectángulo de la plaza. Algunos mercaderes retiraban sus géneros en carros de mano que traqueteaban sobre los adoquines. Restos de hortalizas alfombraban el suelo, y yo me detuve unos momentos a olfatear el aire del ocaso, cargado de olores a especias y frutas. Las sombras cuajaban ya bajo los soportales y, de vez en cuando, un graznido resonaba a lo largo de la plaza, por los arcos y entre las enormes estatuas de los ídolos del comercio, con aquella sonoridad que tienen los grandes espacios vacíos.

Mi informador me esperaba tras la caída del sol y yo, sin prisas, fui hacia la parte sur de la plaza. Allí se encuentra la gran puerta del Oro, que tiene forma de templete, con cuatro arcos abiertos a los cuatro puntos cardinales. Uno de esos arcos da a la plaza; otros dos bajan mediante rampas a la orilla. El cuarto es la boca del puente del Oro, que lleva a la isla del Orói Marfil.

Crucé el puente con las últimas luces. Las sombras cubrían ya las aguas, un par de barcazas bogaban por el canal y las aves pasaban en bandadas contra un cielo oscurecido. Después entré en el barrio comercial y mis pasos me llevaron hasta la posada del Dragón, que tiene fama de ser la más antigua de Minacota y que está en la calle que, en otro tiempo, fue el canal que separaba las islas del Oro y del Marfil, ahora unidas.

Me fui directamente a la sala principal de la posada, que es muy amplia y penumbrosa, con estatuas que soportan el techo sobre sus hombros, a manera de columnas, y paredes encaladas y llenas de tapices, máscaras y hornacinas con ídolos de bronce en su interior. Al fondo de esa sala hay un tablado para las bailarinas y los luchadores, y las únicas luces son las lamparillas que flotan sobre pocillos llenos de agua y aceite, encima de las mesas.

La sala estaba aún medio vacía, aunque en cuestión de un rato, tras la caída del sol, iba a llenarse de público. Fui recorriendo la sala, escudriñando mesas y rincones con discreción, tratando de dar con el hombre que buscaba. Lo encontré en un lateral, sentado en el banco corrido que iba por toda la pared, medio en penumbra. Ni siquiera sabía su nombre, pero sí me habían indicado que estaría cubierto por una máscara de barro sin pintar. Y allí había alguien con una máscara así; un hombre de aspecto indefinible que, por sus ropas, podía ser cualquier cosa y pertenecer a cualquier raza que uno pudiera imaginar.

Él también me reconoció, supongo que por mi máscara de matar, y me saludó con un gesto de su cubilete de vino, por si no lo había visto. Me instalé en el banco a su lado; a la izquierda, como marca la cortesía, con tanta confianza como si fuera un viejo amigo. Él sorbió su vino en silencio, por debajo del borde de la máscara, y yo encendí mi pipa arma, de dos palmos y con la madera llena de tallas. Me recosté en la pared, envuelto en humo, a esperar que hablase.

Tras un intervalo de silencio, el hombre de la máscara de barro entró en materia sin preámbulos.

—Dirígete al lar Eitir Ogúa. Ellos tienen algún tipo de relación con Tuga Tursa.

—¿Qué dices? —Me sobresalté, porque los Eitir Ogúa son un lar pandalume asentado desde muy antiguo en Minacota, influyente y poderoso, y el tener tratos con alguien marcado para la caza de cabezas se paga muy caro—. ¿Qué clase de relación?

—Eso no lo sé. —Tras la máscara de barro, unos ojos duros me observaron—. No digo que haya ningún tipo de complicidad ni connivencia entre ellos.

—Mejor para todos si es así.

—Tuga Tursa se ha dedicado a saltear por los caminos y los Eitir Ogúa tienen intereses en las caravanas. Su relación puede ser de enemistad, o tal vez le paguen protección, para que les deje tranquilos. No lo sé. Sólo te puedo decir que has de dirigirte a los Eitir Ogúa, y ellos podrán darte alguna indicación sobre cómo encontrar a esa bruja.

—Bien.

—Lo que te he contado, ¿vale el precio que habíamos acordado?

—Sí, lo vale —asentí. Había un dinero en manos de un tercero, un intermediario, que pagaría al informador si lo que tenía que decirme era de utilidad.

El hombre de la máscara de barro apuró su copa, la dejó en el banco. Se puso en pie.

—Te dejo entonces. Te deseo suerte en tu caza, lobo. —Y se marchó sin más.

Me quedé sentado un rato en el banco, fumando y un poco aturdido por la brusquedad con que se había desarrollado la conversación y la información recibida. La sala iba llenándose y, entre la gente, pude ver que mis amigos Cosal y Palo Vento estaban sentados a una mesa, enfrascados en una conversación en voz baja. Así que me levanté y, con la pipa en la mano, me acerqué.

Como tenían una jarra de vino encima de la mesa, conseguí un vaso de cerámica antes de sentarme con ellos. Coloqué la espada en el regazo, y la máscara de matar en una esquina, junto al cambuj de halcón de Cosal, y les escuché durante un rato en silencio, sin participar.

Cosal, que servía al Ras, la gran asamblea de los armas, le estaba contando a Palo Vento algo acerca de un viaje realizado por unos espías hacia el este. Un pequeño grupo de hombres había navegado por el Riorrío hasta la ciudad con Confluga y, desde allí, en otra nave habían remontado el Bajo Embiruga hasta el lago Em Zuade. La misión de aquellos hombres, al parecer, había sido la de calibrar de primera mano la situación política de aquellas tierras.

—Hay bastante agitación en el país de los necas. En todo el Puca Reca, más bien —dijo el hombre-halcón, jugueteando con su copa de cerámica.

—Eso pilla lejos. —El hombre-serpiente se encogió de hombros.

—No tanto corno uno pudiera pensar. —Se llevó la copa a los labios, meditabundo.

Y no lo está. Al este de Los Seis Dedos se abren grandes llanuras que se extienden interminables hacia oriente. El viajero que atraviesa esos mares de hierba se encuentra, tras mil kilómetros de viaje, con una barrera formada por el lago Qom Lonbo al sur y la Ongada al norte. Esa línea divide las llanuras en dos: al oeste de ella el Chan Menor, y al este el Chan Maior. La frontera meridional del primero de ellos es un largo curso fluvial que nace en el Qom Lonbo y desemboca en el Riorrío: el Embiruga. Al sur de éste, el terreno se hace ya más alto, escabroso y arbolado, y lo habitan tanto nómadas como pueblos sedentarios.

El Puca Reca lo forma el territorio de los puces, un pueblo gargal que ocupa la sierra Ongada, y el de los necas, un pueblo nómada de sangre falise que vive al oeste de la misma, y cuya frontera sur llega al Alto Embiruga. Y, desde hacía cierto tiempo, no dejaban de llegar noticias inquietantes de aquellas tierras que, como acababa de decir el hombre-halcón, no están tan lejos; no al menos para pueblos que viven a lomos de caballo y consideran que la guerra es la ocupación más meritoria de un hombre.

—¿Qué es lo que está pasando exactamente ahí? —Palo Vento inclinó la cabeza.

Cosal se acarició el mentón, como sopesando por un instante lo que iba a decir.

—Veréis. Los hermanos Mutel…

Sólo dijo eso, y dejó la frase en el aire. Palo Vento le miró con párpados entornados, yo seguí fumando. Los hermanos Mutel eran tres puces, famosos por su magia y sus hazañas guerreras, y no precisamente para bien de los armas.

—¿Qué pasa con ellos? —le animó el hombre-serpiente.

—Han alcanzado el rango de reyes-brujos entre los puces.

—¿Qué dices?

—Lo que oyes, no hay duda posible.

—¿Reyes-brujos? ¿Esos bandidos?

—Eso es algo que se viene oyendo desde hace tiempo —intervine por fin—. Y yo diría que son algo más que simples bandidos.

Porque los Mutel tenían, sí, algo de salteadores, pero también bastante de héroes. La sierra Ongada y el lago Qom Lonbo dividen los llanos entre el Chan Menor al oeste y el Chan Maior al este, como he dicho. El primero limita por el norte con regiones de lagos y bosques, y se une al segundo a través de una gran planicie conocida como Aspoulas, que en pandalume antiguo significa algo así como los baldíos o los despoblados. Dos rutas terrestres parten de Los Seis Dedos y cruzan el Chan Menor rumbo al Maior. La sureña va hasta Pagoa, la ciudad sagrada de puces y necas, situada en la punta norte del Qom Lonbo. La norteña, mucho más importante, atraviesa el Chan Menor y Aspoulas, rumbo a la ciudad de Tres Cortes, y está jalonada de colonias armas. Los Mutel llevaban años guerreando contra esas colonias, soñando con devolver a los suyos el esplendor de tiempos más antiguos y gloriosos.

—¿Qué tiene que ver eso con los puces?

—Que los Mutel aspiran a más y tratan de convertirse en Quiniones.

El hombre-serpiente torció el gesto, yo acaricié la pequeña calavera de bronce que me adornaba el mentón. El Quinión es una especie de gran rey que gobierna sobre Pagoa, tiene autoridad sobre los puces y los necas, y al que rinden también pleitesía grupos nómadas de Chan Maior, trocalumes y sensis sobre todo. De ahí el antiguo nombre de Quinión, porque antiguamente se decía que gobernaba sobre gentes de cinco pueblos distintos.

BOOK: Máscaras de matar
11.3Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Osiris Ritual by George Mann
Seven-Tenths by James Hamilton-Paterson
Just One More Breath by Lewis, Leigha
the wind's twelve quarters by ursula k. le guin
Horse Race by Bonnie Bryant
The French Code by Deborah Abela