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Authors: León Arsenal

Tags: #Aventuras, Fantástico

Máscaras de matar (26 page)

BOOK: Máscaras de matar
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Nunca pudo reconocer su cadáver, y fue sin duda una suerte, porque no le hubiera hecho ningún bien. El fuego había devorado las ropas, fundido los adornos de metal y reducido los cuerpos a monigotes ennegrecidos.

En los primeros momentos, había asumido que se trataba de un accidente. Alguna lámpara de aceite o algún fuego ceremonial debía de haber prendido en tapices o colgaduras, y la abundancia de madera había propiciado un incendio rápido que había devorado a dos docenas de personas. Pero los supervivientes, pasados los primeros momentos de frenesí, lo habían sacado de su error. Una bruja mestiza había sido la culpable del fuego. Ella era la que había incendiado deliberadamente el santuario, y se había burlado con aullidos desde lejos, mientras los más decididos trataban de rescatar a los atrapados por las llamas. Tuga Tursa era su nombre, y varios valientes habían salido en su persecución.

Esa noche la pasaron al raso. Él se había sentado al fuego, en compañía de Pogar, que portaba su máscara y se envolvía en un pesado manto rojo. El viento aullaba, aventando chispas; olía intensamente a quemado y desde la oscuridad les llegaban los ayes le los que se morían entre dolores atroces.

—Yo creía… creía que los santuarios eran intocables.

—Intocables. Sí, lo son. —El rey-brujo agitó la cabeza cubierta por la máscara de bronce y oro, los ojos puestos en el fuego.

—¿Cómo puedes decir eso? —Se atragantaba al hablar y alguna lágrima, cuando inclinaba la cabeza, se le quedaba colgando un momento de la punta de la nariz, antes de que una ráfaga se la arrebatase.

—Porque es cierto.

—Hoy una bruja ha incendiado éste. Lo ha destruido por completo y ha matado a un montón de gente.

—Y morirá por ello. No hay perdón para alguien que hace algo así; si los que han salido a perseguirla no dan con ella, el Alto Juez llamará a los cazadores de cabezas y ellos la encontrarán, aunque tengan que ir al fin del mundo a buscarla.

—Vano consuelo.

—Tienes razón. Eso no devolverá la vida a los muertos. Los castigos para ciertos crímenes son drásticos y no se contemplan atenuantes posibles. Pero el miedo al castigo no detiene a todos los transgresores. —Se frotó las manos, las tendió hacia el fuego y, por último, volvió a esconderlas bajo el manto rojo—. No. El miedo no basta. Hay veces en que la codicia, la ira, el odio u otra docena de emociones, entre las que se incluye el amor, pesan más en el alma que la posibilidad del castigo.

—Nada se puede hacer contra eso —suspiró él—. Si la certeza de la muerte no detiene la mano asesina, nada lo hará.

La hoguera crepitaba y, en la oscuridad, el viento silbaba entre las peñas y los árboles. Alguien dejó escapar un lamento largo. Pogar meneó despacio la cabeza, arrancando resplandores de fuego a su máscara.

—Te equivocas. Aunque no puedas detener un torrente con un muro, cuando vienen las lluvias, sí puedes encauzarlo.

—Bonita metáfora. Pero no le veo la aplicación.

—La organización de Los Seis Dedos es demasiado primitiva. No tienen más que un puñado de leyes y castigos para aquellos que las trasgreden. Si hubiera una filosofía que rigiese sus vidas, conceptos más elevados que diesen sentido a las relaciones entre gentes y pueblos, por encima de la hospitalidad y la venganza de sangre, la cosa sería distinta. Allá donde el miedo fracasa, la moral puede vencer. Si los hombres y la sociedad se ven regidos por una moral, la propia presión interna conduce y obliga sin violencia exterior.

Sin apartar los ojos del fuego, se quedó pensando aquello durante unos instantes, antes de volver a suspirar.

—Puede que tengas razón —admitió luego, sin muchas ganas de hablar.

14

La batalla, más tarde conocida como la de Aguas Sogqi, supuso el final de los sueños de los hermanos Mutel. Uno de ellos, Carará, murió incluso en aquella jornada. Su coalición se deshizo y los ancianos de Pagoa les retiraron la confianza. Los nómadas levantaron el sitio de Erruza, y unos se apresuraron a firmar la paz en tanto que otros volvían grupas y escapaban al este y al norte, para alejarse de las lanzas armas.

El ejército de Tavarusa, tras asegurar las colonias armas en el Chan Menor, se retiró hacia Los Seis Dedos. Pero ni el Rey Rojo ni Trapaieiro Porcaián volvieron con él. Aquellas dos máscaras legendarias se apartaron con sus acompañantes y se dirigieron por su cuenta hacia la ciudad de Gaiola, porque los espías del ogro montañés habían logrado averiguar que el Cufa Sabut había sobrevivido a la derrota de sus aliados y se había refugiado en aquella ciudad independiente y mercantil.

Ese viaje al norte lo hicieron junto a un pequeño séquito de amigos y asalariados. El viajero del Sursur, Te-Cui, se fue con ellos, y Palo Vento hizo lo propio a su vez, acompañando a éste.

Así fue como, unas tres semanas después de la gran batalla en los llanos, el escriba se encontró en una azotea de Gaiola, asomado al borde, en compañía de Viboraz. Éste fumaba una larga pipa de madera y aquél se abanicaba con parsimonia, mientras contemplaban el espectáculo de la gente en la calle. Porque allá abajo, por plazuelas y callejas, hervía una mezcolanza humana típica de las ciudades fronterizas. Gorgotas con máscaras, pandalumes de barbas teñidas, caralocas pintarrajeados, mestizos, nómadas, vagabundos de lugares muy lejanos.

—Raro es el día que no entra o sale una caravana, o un barco —comentó entre dos caladas el manamaraga, que ya había estado allí otras veces, escoltando a mercaderes—. Dicen, y con razón, que Gaiola es uno de los ombligos del mundo.

El otro asintió, sin apartar los ojos de la calle. Las gentes iban de acá para allá, se detenían en los puestos, regateaban con gestos exagerados. Aromas a especias, frutas, hierbas aromáticas, perfumes, subían a oleadas. Las voces de los vendedores se confundían con el batir de yunques y los gritos de los porteadores. Los mendigos alargaban sus escudillas, los forasteros observaban embobados y los matones empujaban a la gente, abriendo paso a las sillas de mano de los ricos. Vagos con aceros desnudos en las fajas se recostaban en las esquinas, y había mujeres con máscaras doradas que se pavoneaban entre aquel mar de gente. Con la pipa, el manamaraga le mostró una de estas últimas a Palo Vento.

—Míralas —rezongó—. En Los Seis Dedos no andarían así, imitando con tanto descaro a las altacopas.

—No, claro. —El otro se permitió una sonrisa leve—. Se llevarían, como poco, una buena paliza, y tendrían que pagar una multa elevada. Pero tú lo has dicho: no estamos en Los Seis Dedos… que no se te vaya a olvidar.

Observó cómo los vencejos oscuros, de alas como hoces, sobrevolaban la ciudad en busca de insectos, antes de poner los ojos en el maremágnum de tejados y terrazas circundantes. En los balcones de madera, muy trabajada, suspendidos sobre las calles y en la ropa tendida que ondeaba en la brisa vespertina. Giraldas de hierro negro daban vueltas en lo alto de las torres y el sol iba declinando entre nubes blancas, esparciendo un resplandor tardío que avivaba los colores, acentuando contrastes y ennobleciendo los detalles con una pátina de reflejos dorados.

El calor comenzaba a remitir y pronto, al ocaso, refrescaría para dar paso a una noche algo destemplada, casi como un preludio a un otoño que ya se iba dejando sentir en el aire. Pero eso sería luego, a la puesta del sol. A esas horas, el bochorno aún gravitaba sobre la ciudad, convirtiendo las calles estrechas en hornos de atmósfera recalentada.

Palo Vento volvió su atención a la azotea en la que se hallaban. Viboraz fumaba con cachaza, a su mismo lado y, más allá, tres hombres descansaban bajo un toldo multicolor, bebiendo vino y charlando informalmente. Uno de ellos era Cosal, el otro el maestro Te-Cui y el tercero su anfitrión, Caug lar Mahín, también llamado el Jato Malaváia. Era él quien estaba hablando.

—Entre mi gente, es un dicho que el lar está hecho de
chan e curmáns
; es decir, de tierra y parentela —explicaba con pasión, sobándose la gran barba teñida de azul y blanco, tal como suelen llevarla muchos pandalumes de Los Seis Dedos—. Los trocalumes sólo saben de lazos de sangre pero eso se debe a que ellos son nómadas. Para nosotros, los pandalumes, hay algo más; un vínculo con la tierra que… —Se miró absorto las manos, grandes y nudosas, más de campesino que de mercader. Luego sonrió de repente, haciendo nacer infinidad de arrugas en torno a los ojos—. Pero en fin, me cuesta explicarlo. Tendría que hablar con las lais. Ellas saben más que yo.

—Creo haberlo entendido —sonrió el maestro Te-Cui—. Siempre me ha interesado el sentir de la gente. Creo que ese sentir forma una corriente poderosa que los gobernantes deberían tener en cuenta, porque es lenta pero muy fuerte, y no conviene remar en contra de ella.

—Sin embargo, usted no ha venido de tan lejos para ver cómo vive la gente por estos pagos.

—Cierto. Vengo buscando a una persona en concreto, y no cejaré hasta hallarla o saber al menos qué ha sido de ella. Pero eso no me ha robado mi manera de ser. Y yo soy un hombre curioso.

—E inquieto. Apuesto a que no está nunca mucho tiempo en el mismo sitio.

—¿Tanto se me nota? —sonrió el maestro.

—Lleva la marca del errante. —Al otro, a su vez, se le escapó una sonrisa—. Hace muchos años que estoy en el caravaneo, lo que en sí mismo es una forma como cualquier otra de ganarse la vida. Pero no voy a negar que me gusta ir de un lado a otro, ver mundo y conocer gente.

—A mí también. Aunque a este viaje me empuja la obligación.

—Por supuesto. Pero si no hubiera sido eso hubiera sido otra cosa; de no ser el norte, hubiera sido el sur. Cuando a uno se le mete el veneno del camino en el cuerpo…

—Humm. —El maestro meneó la cabeza, con una media sonrisa, sin desdecir a su anfitrión.

Sentado enfrente, Cosal observó con simpatía a aquel viajero llegado de las cortes sureñas. El sol de las praderas le había oscurecido la piel, y la barba era algo más larga y salvaje ahora. Sus ropas se habían hecho también más abigarradas y casi podría pasar por un mestizo o por uno de esos trotamundos que, a fuerza de viajes, han hecho de su atuendo un muestrario de sus vagabundeos.

La blusa azul cobalto era de corte arma; el calzón holgado y lleno de pliegues, de un granate subido, era trocalume. La faja tenía una botonadura de monedas y, entre sus vueltas, eso sí, llevaba aún su antigua espada del Sursur, y una primorosa daga, triangular y calada, como las que usan los pandalumes de Tres Cortes. Sobre tales atavíos, portaba algunas piezas de armadura, a la gorgota, aunque cada una de ellas era de un estilo distinto.

—¿Espera encontrar a su desaparecido alumno aquí?

—No, pero sí acabar llegando a alguna pista sobre su paradero.

—¿Por qué está tan seguro? ¿Sólo porque lo diga el Rey Rojo?

—Así es: él me ha dado su palabra.

—El Rey Rojo es un grande, sin duda —afirmó con prudencia el pandalume—. Pero la gente como usted suele preferir los hechos, y lo que se puede palpar y tocar; y no da mucha importancia a augurios ni profecías.

—Cierto, aunque tampoco desdeño nada de eso. En todo caso, voy a ciegas y el Rey Rojo me ha ofrecido al menos un camino. Ya veremos adónde me lleva…

Se interrumpió al advertir cómo los dos hombres-serpiente se inclinaban sobre el antepecho de la terraza, perdida de repente la indolencia.

—Algo pasa ahí abajo —advirtió Palo Vento.

Los otros tres se incorporaron. Una pequeña muchedumbre se arremolinaba en un cruce. No dejaba de llegar gente, se oían gritos y algunos curiosos se habían subido a los tenderetes, o se asomaban a los balcones, tratando de averiguar qué ocurría.

—No se ve nada —rezongó Cosal—. ¿Qué puede haber pasado?

—¿Quién sabe? —Malaváia se apartó del borde—. Habrá habido una pelea, o habrán pillado a un descuidero. O puede que hayan asesinado a alguien.

El hombre-serpiente torció el gesto.

—Es fácil morir en Gaiola, por lo que veo. Ayer apuñalaron a un mestizo, un glutaga, en plena calle. Nadie vio nada pero, de repente, aquel hombre cayó al suelo. Yo lo vi, estaba tirado, muriéndose, y creo que ni llegó a saber qué le había pasado.

—Hay aquí talafuratas expertos en matar a plena luz. Se acercan a sus víctimas en las aglomeraciones y les clavan unos aceros estrechos y sin mango que manejan como prestidigitadores. Ocurre tal como has contado: alguien cae muerto, en mitad de la gente, y nadie ha visto nada.

—No parece que Gaiola sea un remanso de paz —manifestó el maestro.

—Nunca lo ha sido, aunque vivimos tiempos especialmente turbulentos. Gaiola es una ciudad comercial, situada en una encrucijada. Al oeste tiene el Alto Norte y el Carauce, al este el Chan. Aquí el río cambia de nombre: aguas abajo es el Morega y aguas arriba el Moregúa, por el que se sube hasta Lagoa.

Se miró luego las palmas de las manos, callando un momento para observar a continuación el vuelo de una bandada de pájaros, que aleteaban alrededor de una torre cercana.

—Somos gente de aluvión: no hay más que asomarse a la calle para comprobarlo. Esta ciudad está habitada por dos docenas de pueblos, sin contar a los mestizos. De hecho, hay aquí dos grupos mestizos, los jacar y los glutaga, que se reparten el poder y que, entrambos, bien pueden sumar un cuarto de la población total.

—¿Es esa diferencia de pueblos la que provoca tanta violencia?

—No creo. Aquí pesa más el interés que la sangre. —Volviéndose al toldo, se sirvió un poco más de vino—. Somos comerciantes: no tenemos más dioses que los del Mercado, ni más nobleza que la de las bolsas bien repletas. Esta ciudad ha sido siempre un avispero de clientelas y rivalidades, y el asesinato no es otra cosa que una herramienta más.

Bebió un trago largo, y paladeó el vino. Nadie dijo nada.

—Aunque la sangre también pesa lo suyo, claro. Es famosa, fuera de aquí, la enemistad entre los jacar y los glutaga. Pero todo son motivos de separación y discordia. Los mismos pandalumes, por ejemplo… unos lares son emigrantes y otros nativos, fundados aquí, y también los hay que no son sino filiales de lares foráneos.

—¿Y el suyo propio? —tanteó con cautela Te-Cui.

—Los míos llegaron a esta ciudad hará unos dos siglos, procedentes de Los Seis Dedos, y aquella rama aún existe. Traficamos río abajo y no es ningún secreto que nuestros intereses coinciden más con los de los armas que con los de los lagoáns o los de los pandalumes de Tres Cortes. Pero así son las cosas del comercio.

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