Máscaras de matar (20 page)

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Authors: León Arsenal

Tags: #Aventuras, Fantástico

BOOK: Máscaras de matar
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—Tú lo has dicho. Yo no lo deseo. Voy de un lado a otro, acepto lo que me trae el destino y no aspiro a más. Creo que la mía es una buena vida.

—No sé, señor. —Viboraz torció el gesto—. Hubo un tiempo en que pensaba lo mismo que tú. Pero lo cierto es que al final acaba uno cansándose de ir dando tumbos.

—Y también de estar en un mismo sitio, haciendo siempre las mismas cosas —sonrió Trapaieiro Porcaián—. La verdad, amigo, es que al final acaba uno hartándose de casi cualquier cosa…, si es que llega a vivir lo suficiente.

Viboraz se tumbó de nuevo, sin responder a eso, y ambos se quedaron en silencio. Viboraz tendido al calor del día, Trapaieiro Porcaián fumando y tratando a veces de espantar a los mosquitos a manotazos. Al cabo de mucho tiempo, el hombre-serpiente se incorporó, tentando con cierto disgusto el acolchado aún húmedo de sus defensas.

—Bueno, montañés, se está a gusto aquí, al sol, pero tengo que proseguir mi camino.

El hombretón cabeceó con placidez, envuelto en la humareda de tabaco. Viboraz se había incorporado y, con cierta pereza, comenzaba a ceñirse las piezas de armadura. Titubeó antes de volver a hablar.

—Pues la verdad es que yo también tenía en la cabeza unirme al ejército de don Tavarusa. Los dos nos dirigimos al mismo lugar, estamos del mismo bando y tenemos algunos cuantos enemigos en común.

—El camino se hace más llevadero en compañía. —El montañés vació las cenizas de su cazoleta—. ¿Por qué no seguimos juntos?

—Me parece bien. Pero antes tengo que encargarme del cadáver. —Señaló al hombre-víbora muerto—. Después de todo hay un parentesco entre él y yo.

—Claro. —Trapaieiro Porcaián se puso en pie, al tiempo que observaba con descuido el cuerpo al sol y las moscas que se agolpaban en torno a la herida de daga—. Uno no debe dejar a los de su sangre tirados como si fueran carroña, a merced de las alimañas. Permite que te ayude a disponer de él.

11

Cuando, tras varios días de vagabundeo, Viboraz pudo por fin mostrar Ruq Ulea a Trapaieiro Porcaián, éste se había limitado a asentir y pararse un rato a contemplar ese lugar que hacía tantos años que no visitaba. En aquella región, el Carauce es como un espolón que avanza hacia las llanuras, y el viajero, si se asoma a mirar, puede ver a lo lejos la silueta de la sierra Culebra. El camino baja desde los altos a los llanos, zigzagueando entre despeñaderos y bosques, en una ruta directa, pero áspera y fragosa, que atraviesa tres gargantas rocosas, antes de llegar abajo.

Ruq Ulea es una peña pardusca que se alza como un arrecife por encima de un mar de árboles, cerca del arranque superior de ese camino; uno de esos riscos, fruto caprichoso de la erosión, que se asemejan a guijarros gigantes. Las aguas de una laguna centelleaban al pie de la peña y, al otro lado de la misma, se levantaba el campamento de don Tavarusa.

Haciendo visera con la mano, el montañés pudo divisar en lo alto de la roca terrazas superpuestas, escalinatas y los estandartes que ondeaban sobre los parapetos. Luego volvió los ojos al campo del ogro, protegido por fosos y terraplenes, antes de hacer gesto de reanudar la andadura. Todo a lo largo del camino, los vigías se recostaban a la sombra, fumando largas pipas, y nadie hizo amago de cerrarles el paso o pedirles cuentas. Se limitaron a contemplar cómo pasaba esa curiosa pareja: el montañés del cambur de oro y bronce, y el hombre-serpiente de la máscara de mosaico.

Ellos fueron acercándose sin prisa al campamento. Los terraplenes eran muy altos, pero de taludes suaves y verdeados por la vegetación, y los fosos estaban invadidos por malezas. Tantos ejércitos habían acampado allí, a la sombra de Ruq Ulea, camino de las llanuras, que aquellas fortificaciones casi parecían ya obra de la naturaleza.

La puerta sur estaba guardada por una banda de hombres-pantera: montañeses desnudos y bulliciosos, con una piel de leopardo sobre cabeza y espalda, y arcos en las manos. Apenas vieron a Trapaieiro Porcaián, salieron en tropel a su encuentro, para franquearle el paso entre reverencias. Había gran trasiego, al menos por aquella puerta, de carretas, bueyes cargados, porteadores con fardos a cuestas, grupos de guerreros. Ellos dos fueron abriéndose paso hacia la gran carpa de Tavarusa, hasta que Trapaieiro Porcaián se detuvo hastiado, a valorar con una mueca pensativa tanta actividad.

—Pero bueno… Esto parece día de mercado.

—Sí. Huele a marcha inmediata. —El hombre-serpiente también observaba intrigado—. Los voceros de Tavarusa han estado proclamando que el ejército aún estaría aquí una luna. Pero puede que haya cambiado de planes, o quizá los augurios del santuario le han aconsejado otra cosa.

El montañés alzó la mirada hacia la cima del risco, a los estandartes que flotaban en el viento. Allí arriba se custodiaban las rocas horadadas del santuario; las siete piedras sagradas de la terraza más alta. Los sonidos que el viento saca a esos silbatos minerales son un oráculo muy reputado entre todos los gorgotas, y no ha habido nunca gran jefe que, camino de una guerra en los llanos, no se haya parado a consultarlos.

Se supone que ésa es la razón por la que se reúnen tropas ahí, si hay guerra en el Chan Menor. Pero tampoco es de desdeñar el que haya espacio donde acampar, y para entrenar a las tropas, y agua en abundancia. También es un buen sitio al que enviar en destacamentos a los mercenarios reclutados tanto en las Montañas como en el norte, y desde allí se baja con rapidez a los llanos.

En cuanto a los culteros de Ruq Ulea, son guerreros feroces que vigilan ese tramo del camino, abrupto, directo y propicio para las emboscadas. Y también se ocupan de que, cada vez que un ejército se reúne al pie de su peña, esas tropas no molesten a los mercaderes de paso.

—Todo es posible —admitió Trapaieiro Porcaián—. O las cosas han cambiado, o desde un primer momento hizo correr esa noticia para pillar desprevenidos a sus enemigos. Creo que no tardaremos en enterarnos.

Siguió caminando. A su paso, los montañeses se inclinaban ante aquel personaje con máscara de metales bruñidos; hasta que al final Viboraz se volvió impresionado hacia él, viendo cómo le rendían homenaje gentes de todo eredal y condición.

—Pero ¿a qué viene todo esto? ¿Acaso eres un dios-vivo en las Montañas?

—Algo de eso hay —admitió distraído, sin darle gran importancia—. Anda, mira, ahí delante tenemos la tienda de Tavarusa.

Viboraz volvió su atención al gigantesco albergue del ogro, situado en lo alto de un viejo montículo artificial.

—Nunca había visto nada igual —admitió asombrado—. Es un verdadero palacio. Ni el mismo rey de Corgo debe de viajar así. Pero si debe de hacer falta toda una caravana para transportar tanto poste y tanto toldo.

—Bah —su compañero se ajustó displicente una hombrera—, no te dejes intimidar. A Tavarusa le gusta la buena vida. No es como esos ogros montaraces y de poco seso que se esconden en cuevas. Además, en cuanto bajemos al Chan, mandará de vuelta casi todo: no es tan necio como para llevarse a la guerra su tesoro y sus concubinas. Sé muy bien cómo piensa: es un viejo conocido mío. Venga, vamos a saludarle.

—¿Así, por las buenas?

—Claro.

El hombrón, seguido con bastante renuencia por su compañero de viaje, se dirigió a la base del montículo, al punto en que unos escalones llevaban arriba. Una pequeña multitud de montañeses guardaban celosamente la carpa del dios-vivo: hombres-cabra con arcos, archas y hachas; brujas de aspecto inquietante, pintarrajeadas y con largas espadas colgando del hombro; hechiceros feroces con cráneos de chivo a modo de casco y hachas dobles en las manos. Todos juramentados a muerte con el ogro.

Tres calaveras sonreían a las puertas de la carpa, colgadas de correas, y mientras aguardaban a que les anunciasen, Trapaieiro Porcaián se entretuvo en estudiarlas.

—Parecen recientes. —Observó las pinturas que adornaban los huesos—. Vaya, asesinos. Un oficio arriesgado. Y hablando de eso, es mejor que te quites la máscara y dejes aquí los dardos: los guardaespaldas de don Tavarusa son gente recelosa.

Los centinelas se apartaron para dar paso a un hechicero que salió de dentro, empuñando un bastón torcido. Alguien de importancia, a tenor de su manto y adornos, y el respeto que le mostraban aquellos guerreros de las montañas.

—Don Trapaieiro Porcaián. —Le dedicó una reverencia—. Don Tavarusa, mi amo, te da la bienvenida a su tienda.

—Gracias, amigo. Bienhallados todos. —Se quedó mirando a su interlocutor—. Pero si yo te conozco, tú eres Astiri.

—Así es, don. —Halagado, el brujo volvió a inclinarse.

Luego, con un gesto, les invitó a entrar.

Lámparas de aceite y velas daban luz en aquella carpa inmensa; un sinfín de pequeñas llamas que titilaban entre sombras, aumentando el espacio, creando ilusiones y entretejiendo semioscuridad con penumbras doradas. Los resplandores múltiples se reflejaban en sonrientes idolillos montañeses de cobre bruñido y, en un lateral de la tienda, había una efigie del Chivo Viejo realizada en bronce —sentado con las piernas cruzadas y el regazo lleno de calaveras humanas—, ante la que llameaba un flamero.

Hombres-cabra de aspecto imponente permanecían en los claroscuros, empuñando hachas dobles. Un puñado de músicos instrumentaba una pieza suave, discreta, y las bailarinas acometían una danza lenta y cadenciosa. Danzarinas mediarmas, reparó de pasada el hombre-serpiente, no altacopas armas. Esclavas de los montañeses, que se mecían desnudas a media luz, cubiertas de aceite y ornamentos, con máscaras hechas de cráneos de cabras y placas de metales bruñidos, y con el cuerpo lleno de exóticos dibujos multicolor.

El propio Tavarusa estaba sentado más allá de ellas, aunque no les prestaba gran atención. Ocupaba un sitial, vestía ropas rojas y defensas de bronce y escuchaba con atención a su consejo de guerra. Los miembros del mismo lo flanqueaban como dos alas, arrellanados sobre tabladillos. Los primeros a ambos lados eran montañeses: lugartenientes, brujas, hechiceros; y más allá de ellos jefes gorgotas y alguno momgarga, aunque había también guerreros y santones, y un par de lanzáis copa.

Astiri contuvo a los viajeros, porque en esos momentos se discutía acaloradamente; así que se pararon y observaron curiosos. Las voces subidas de tono no conseguían perturbar las medidas evoluciones de las bailarinas. Pero aquello no era una escaramuza verbal entre dos bandos, sino un cruce de numerosas opiniones diferentes, y muchos disputaban con su vecino, alzando la voz, gesticulando e incluso los más vehementes palmeaban las vainas lacadas de sus aceros.

Alineadas tras el sitial del ogro, las mujeres de su harén seguían con suma atención los lances de la disputa. De un modo inevitable, la mirada del manamaraga fue revoloteando por la tienda hasta posarse en aquellas concubinas cargadas de joyas, que se mantenían inmóviles en la penumbra, adoptando posturas diversas. Astiri, al notar su interés, le susurró al oído.

—Es un harén muy valioso, el de mi amo. Hay pocos en las montañas que puedan compararse con él. Y estas que ves aquí no son sino parte de sus concubinas.

—Son mujeres notables todas —concedió por lo bajo, admirado ante sus posturas estáticas y elaboradas; porque se mantenían erguidas, de frente o medio lado, con uno o dos brazos en jarras, cada una tratando de destacar sin abandonar un discreto segundo plano.

—Mi amo ha gastado mucho oro en reunirlas y se siente muy orgulloso de ellas. Y le gusta exhibirlas ante la gente, como es costumbre en nuestra tierra.

—Lo que Astiri trata de decirte es que se ve pero no se toca —terció en voz baja Trapaieiro Porcaián—. Esas mujeres son de Tavarusa y él las muestra en público, tal como hace con sus demás tesoros, para que todos sepan de su grandeza.

—Ya —musitó incómodo el manamaraga—. También hay concubinas entre los armas, aunque sean pocas. No hace falta recordarme que no son personas libres y que no disponen de sí mismas.

—A eso voy —murmuró el hechicero—. Para nosotros, los montañeses, no son personas sino simples propiedades.

—Eso es —remarcó Trapaieiro Porcaián—. Y don Tavarusa, como cualquier ogro, es sumamente avaricioso con lo que le pertenece. Las brujas guardan los harenes de los jefes montañeses, por si no lo sabes, y disfrutan dando muertes horribles. Y esas chicas —apuntó discreto con la cabeza a las concubinas— tienen a gala haber atraído a algún incauto a la muerte. Es algo que da categoría entre ellas.

—Humm, sí. Creo haber oído esa historia…

Se interrumpió porque, con un gesto, Tavarusa acababa de acallar el tumulto. El silencio se adueñó de la carpa, matizado tan sólo por la música y un lento repicar de castañuelas. Los ojos amarillentos del ogro se clavaron en ellos y, con un nuevo ademán, los reclamó a su vera.

Es más, se incorporó y fue a su encuentro. Viboraz, rezagado dos pasos, no dejó de darse cuenta de cómo se estrechaban ambas manos su acompañante y él, que es la forma en que, entre montañeses, se saludan los iguales.

—Trapaieiro Porcaián, bienvenido. ¡Cuánto tiempo!

—Mucho, Tavarusa. Bienhallado.

—Ven. Siéntate a mi lado.

El hombre con máscara de jabalí hizo un gesto afirmativo, pero retrocedió para poner su mano sobre el hombro del manamaraga.

—Mira. Éste es Viboraz, un gran luchador.

—Ah, Viboraz. Bienvenido a mi tienda. —Le escrutó por un instante—. Creo que tenemos enemigos comunes.

—Eso parece, grande. —El hombre-serpiente le mostró las palmas de las manos a modo de homenaje—. Bienhallado, señor.

—Quédate, por supuesto. Hazte un sitio. —Señaló al descuido hacia su mano izquierda, antes de darle la espalda para conducir a Trapaieiro Porcaián al lado mismo de su asiento.

El hombre-serpiente descolgó sus espadas y se dirigió al sitio indicado, buscando con los ojos un tabladillo libre. Aquel consejo era bastante extraño, o por lo menos así se lo pareció a él. Multitudinario y tumultuoso. Pudo ver que había gente-serpiente allí; entre ellos la Bibruela. La manamaraga estaba casi oculta entre las sombras del fondo, sentada en silencio sobre los talones, la espada a un lado y totalmente inmóvil. Fue a sentarse entre ella y su también pariente Palo Vento, que estaba asimismo presente.

—¿Qué hace una máscara como tú aquí? —le espetó en voz baja—. Tu sitio está cerca de la cabecera.

—Calla, estúpido —siseó ella, enfurruñada—. Yo valgo lo que valgo, me siente donde me siente.

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