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Authors: León Arsenal

Tags: #Aventuras, Fantástico

Máscaras de matar (23 page)

BOOK: Máscaras de matar
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Se inclinó sobre la pipa, buscando otra calada. Su mano, cargada de ajorcas y anillos, rozó la mía al agarrar la caña, y pude oler el perfume enredado en su cabellera revuelta; uno de esos perfumes que destilan las brujas de las Tierras Altas, tenues y sugerentes.

Nuestras miradas se cruzaron en las sombras, de reojo. Ahora estábamos muy cerca. Ella dejó escapar una lenta bocanada y la humareda ondeó como un velo entre ambos. El roce de manos se repitió, hubo tintineos muy leves y, entre el humo y la oscuridad, aquellos labios entreabiertos, aquellos ojos brillantes, atraían como abismos.

Meneé la cabeza, sonriendo con esfuerzo. Qum Moga jugaba conmigo a la manera de las brujas y, si cedía a sus enredos, tendría que pagar más tarde un precio muy alto. Me moví y ella se apartó algo, porque las brujas saben cuándo ceder. Fumé con parsimonia. Las ranas croaban en las charcas y, a lo lejos, llameaba aquel resplandor rojizo.

Se lo indiqué y ella cabeceó con gesto desenvuelto.

—¿Eso? Indica que Sisiu Sochi, el gran jefe sensi, ha muerto.

—¿Muerto? —Acaricié la madera negra de la máscara de matar, perplejo. De los días que había pasado en el campo enemigo recordé a aquel nómada alto y de ojos dorados, siempre rodeado de guardaespaldas recelosos, a quien llegué a ver una vez y del que tanto oí hablar—. Era un malvado dispuesto a todo; cruel y sanguinario, y mataba por si acaso. Pocos le querían, y se apoyaba en el miedo. No me extraña que al final alguien le haya ajustado las cuentas.

—No, no. —Se atusó la melena teñida de amarillo y rojo—. Ha sido una altacopa quien lo ha matado; uno de los nuestros.

Mientras la oía reír, me vino a la memoria una mujer enjoyada, oculta tras un primoroso cambuj de jade y bronce, que estaba entre las concubinas de Sisiu Sochi. Los chismes de campamento decían que era una altacopa de alto rango, capturada cerca de Ornija, y lo cierto es que iba siempre vigilada por uselgeres, esas mujeres salvajes que los magnates orientales compran para vigilar a sus esposas. Pero yo, que soy bastante escéptico a veces, la había estudiado de lejos, tratando de determinar si de veras era una altacopa arma o tan sólo una esclava adiestrada para aparentar como tal. Porque las altacopas gozan de gran renombre y muchos harenes momgargas cuentan con esas imitadoras, mucho más fáciles de conseguir que las verdaderas.

Qum Moga seguía riendo y yo moví despacio la cabeza. Así que aquella mujer lánguida y distante a la que yo espiaba entre las caníbales pintarrajeadas de blanco y negro que la rodeaban era en realidad una asesina, quizás una Qutu Roja, entrenada en Escarpa Umea y enviada a Ornija como un cebo mortal.

—Lo ha matado y ella misma ha provocado el incendio, para huir gracias a la confusión. Tenía que llegar a las lagunas, y algunas de mis hermanas la están esperando allí, si lo logra. Yo no he ido con ellas porque mañana estaré con la vanguardia. Y, hablando de eso, sería mejor que me fuese a dormir un rato.

—Así que mañana bailarás el noái…

—Sí. —Volvió a reír, contenta. Se incorporó, apoyándose en mi brazo—. ¿Estarás mirándome?

—Desde luego —sonreí a mi vez.

Retrocedió unos pasos hacia las sombras, sopesando su arco de guerra. Me dedicó otra de aquellas miradas oblicuas suyas, tan difíciles de interpretar, y pareció cambiar bruscamente de humor.

—En paz, lobo.

Y me dio la espalda en la oscuridad, mientras yo la miraba, sorprendido por una despedida tan abrupta. Hice entrechocar los guijarros en la mano y pensé en decirle algo; pero mientras se me ocurría, ella ya se había sumido en las tinieblas de los humedales, desapareciendo de la vista.

13

El día de la batalla amaneció despejado y caluroso. Apenas hubo atisbo de claridad, mandaron salir a las tropas de las empalizadas para desplegarse en el llano. Un gran resplandor despuntaba a oriente, las estrellas iban difuminándose en el cielo gris y las cigüeñas aleteaban con pesadez entre dos luces, asustadas por tanto movimiento. Los centinelas avivaban sus fogatas y por todas partes sonaban los tambores. A la media luz del alba era posible ver, allá a lo lejos, a las masas de caballería del enemigo, que se disponían a su vez para el choque.

Nuestros hombres estaban formando en abierto, con el campamento a la espalda y los aguadales a la izquierda. Avanzadas de jinetes habían salido al llano por delante del grueso de nuestro ejército, compuesto por cuadros de infantería, erizados de largas picas, y líneas de ballesteros. En el ala izquierda se situaba la infantería de los aliados pandalumes y mestizos, y más allá de ellos el grueso de los irregulares. A la derecha estaba toda la caballería de los auxiliares nómadas, agrupada por razas y lares. La retaguardia la formaba la caballería arma y mediarma, y el propio Tavarusa había ido a situarse, junto con sus lugartenientes y su guardia personal, sobre un cerro desde el que dominar el campo de batalla.

Yo iba detrás de los cuadros de primera línea, sin rumbo fijo y ayudando de vez en cuando a sacar las máquinas de guerra de los atolladeros. Las plataformas oscilaban traqueteando y el bamboleo de los bueyes de tiro hacía tañer las campanillas. Brujas pintadas de colores vivos bullían por todas partes, agitando sus arcos entre alaridos, y algunas bailaban sobre las máquinas, haciendo equilibrios en lo alto. El sol ascendía con lentitud para teñir el día de azul, blanco y dorado; el viento remitía y un sinfín de aves sobrevolaba entre graznidos las aguas bajas.

Me encaramé a un árbol aislado, una encina gruesa y copuda, que permitía una buena vista del campo. Enfrente de nosotros, el enemigo nos mostraba un despliegue imponente de caballería: un mar viviente que se removía y arremolinaba entre revuelo de mantos y estandartes. Los truro ocupaban la primera fila, con sus inconfundibles ropas multicolor, y sus largas lanzas adornadas con crines. A su izquierda y algo más atrás se situaba una tropa heterogénea, un hervidero que reunía desde señores goro de atavíos recargados y corceles de ricas gualdrapas a caballistas desnudos que montaban a pelo. Tras ellos, fuera ya de la vista, aguardaban aún más jinetes, los elefantes, la infantería; una muchedumbre que multiplicaba por cuatro o cinco el ejército de los armas.

Habían plantado un gran pabellón abierto, de toldos rojos entre postes, sobre una altura próxima. Allí estaba Carará Mutel, el rey-brujo, y hacia allí dirigí la vista, preguntándome si Tuga Tursa estaría junto a su amo. Se veía una columna de humo, procedente de un fuego sacrificial y traté de distinguir detalles, guiñando los ojos. Pero la distancia era mucha y apenas pude intuir, más que ver, un revuelo de bailarinas, víctimas arrodilladas y la figura con manto rojo y máscara dorada del rey-brujo, que se mecía con el acero ceremonial en alto.

Volví los ojos al campo contrario, asombrado de ver tanta gente reunida. Estábamos a cincuenta kilómetros escasos de la sitiada Erruza y me pareció que aún había más profusión de razas que cuando yo estuve en el campamento del rey-brujo. Sin duda, la oportunidad de derrotar a los armas, así como de saquear sus establecimientos comerciales y quizá de caer sobre sus territorios más orientales, había seguido atrayendo a toda clase de nómadas y aventureros.

Los caballos piafaban inquietos, haciendo ondular las filas. Los jinetes oteaban sobre la llanura reseca, observándonos, y los nuestros, apoyados en las picas, los estudiaban a su vez. Caballistas sueltos se adelantaban para amagar cargas en falso, mientras otros encabritaban sus monturas, haciéndolas bailar al tiempo que voceaban desafíos, lanza en mano. El ataque era inminente, a la espera tan sólo de que concluyese el sacrificio en la colina. Pero don Tavarusa, al que se veía en lo alto, erguido entre máquinas de guerra y rodeado de su guardia personal, no parecía dispuesto a esperar tanto.

Los tambores seguían redoblando y varias lanzáis copa, tras despojarse de la armadura, bailaban ya en avanzada. Se cimbreaban cada una a capricho entre los herbazales secos, alternando pasos rápidos con otros lentos, mientras repicaban espadas, movían las caderas y se exhibían maliciosas ante los nómadas. Tras ellas, las brujas de guerra ejecutaban su propia danza, más antigua y ritual, y, ululando, se balanceaban al compás, al tiempo que lanzaban gestos maléficos contra el enemigo.

Algunos valientes, picados, habían salido al galope de las filas de los truro, ladeándose en las sillas para voltear redes y lazos. Las lanzáis copa los regateaban con soltura, cortando las cuerdas que volaban a su alrededor y malhiriendo a cuantos se les acercaban demasiado. Había ya caballos sin jinete sueltos por el campo y las altacopas danzaban, espadas en alto, enarbolando cabezas cortadas. Llegaban más enemigos y las brujas gritaban, meneando las caderas al hacer puntería.

Cada vez acudían más nómadas, las lanzáis copa se retiraban y las brujas corrían disparando sus arcos. Los truro habían mordido el cebo y aquel juego sangriento se habían convertido ya en una violenta refriega. Los nómadas galopaban con estruendo por entre los matorrales, las flechas zumbaban entre nubes de polvo pardusco, y hombres y caballos caían dando volteretas. Las brujas retiraban a los heridos en volandas, y los escaramuceros llegaban también en tropel, para cubrir con sus escudos a las altacopas en fuga.

El rey-brujo seguía ante el fuego, vertiendo sangre, pero sus lugartenientes tremolaban con frenesí grandes estandartes de señales, tratando de contener a sus aliados. La abigarrada caballería del flanco aún se refrenaba, indecisa, pero los truro ignoraban los avisos para salir impetuosos al combate. Morían en masa, los caballos agonizantes se revolcaban relinchando, sus formaciones se deshacían bajo granizadas de flechas y los supervivientes cabalgaban cegados por el polvo, agitando en vano sus lanzas de vistosos penachos.

Nuevas oleadas de jinetes llegaban sin embargo a rienda suelta, por entre nubes de tierra alzada, vociferando y blandiendo aceros. El suelo temblaba bajo las cargas de caballería; el fragor de cascos, de gritos, de arreos entrechocando resultaba ensordecedor, y gigantescas columnas de polvo ascendían como humaredas en el aire de la mañana. Los cuadros de nuestro ejército se estrechaban enfilando hierros, los arqueros disparaban un diluvio de flechas y los proyectiles de las catapultas trazaban parábolas llameantes sobre nuestras cabezas, para sembrar la confusión en las masas desordenadas de caballería.

Los montañeses que rodeaban a don Tavarusa agitaban ahora sus propias enseñas rojas y doradas. De repente, toda nuestra caballería volvió grupas y huyó al galope más allá del campamento; a la vez, los cuadros situados más a la derecha —los de mercenarios del Sursur, los de armamento más pesado— se replegaban en un movimiento tan perfecto como el de un mecanismo, para cerrar un gran cuadrilátero que se recostaba en los humedales de la izquierda.

Engañados por esa maniobra y creyendo que nuestro ejército cedía, el frente de caballería se deshizo como nieve. Los reyes de la llanura se lanzaron al ataque, cada uno por su cuenta, y sin hacer caso a las señales que ondeaban sobre la colina. Unos cargaban desenfrenados sobre los hierros tendidos, otros perseguían a nuestros jinetes y algunos se desgajaron de la masa principal para rodear el gran cuadrilátero del ejército arma y asaltar nuestro campamento. Los había incluso que se metían en las charcas, tratando de flanquear. Los caballos chapoteaban ruidosamente; sus jinetes blandían las lanzas, azuzándolos a gritos, y los escaramuceros, desde las orillas, los rechazaban una y otra vez a flechazos y pedradas.

Bandas dispersas de jinetes galopaban contra las tiendas, con idea de pillaje, e iban a caer en los campos de tropiezos que rodeaban el campamento. Las cabalgaduras resbalaban entre los abrojos o se metían en los hoyos; hombres y bestias caían revueltos, y se oía gritar a los jinetes aplastados bajo sus monturas. La carga de los nómadas se rompió, tuvieron que retroceder entre gritos y, apeándose, algunos tantearon apenados los remos de los animales heridos. Les musitaban palabras cariñosas al rematarlos, porque los llaneros adoran a sus caballos. Luego embrazaron escudos y se lanzaron a un asalto en masa.

Desde las empalizadas, los asistentes del ejército —herreros, talabarteros, carpinteros, cirujanos—, así como las lanzái copa, que son las encargadas de proteger los bagajes, los recibieron con un alud de proyectiles. Los virotes traspasaban cuerpos de lado a lado, las flechas incendiarias prendían en las ropas, y los bodoques de arcilla, silbando, saltaban los sesos. Ellos cerraban filas, se cubrían tras un muro de escudos y avanzaban tenaces, con los heridos arrastrándose entre sus pies.

Luego llegaron otros nómadas, obligándoles a retirarse. Se pusieron a discutir acaloradamente y no tardaron en enzarzarse a lanzazos entre ellos. Aquellas gentes sencillas, engañadas por el repliegue, se creían ya vencedores y comenzaban a disputar por el botín. Dejándose llevar por viejas enemistades, se acometían y alanceaban con saña, mientras los intérpretes se desgañitaban tratando de poner paz y las altacopas, desde las estacadas, se reían de ellos.

Pero a unos pocos cientos de metros, sus aliados rodeaban a nuestro ejército y lo atacaban en desorden por todos lados. Tavarusa, empero, había calculado bien el perímetro defensivo, disponiendo a las tropas con la precisión de un geómetra; de forma que cada ondulación del terreno y cada arboleda albergaban arqueros y, entremedias, formaban los cuadros de infantería, mostrando sus picas.

Las polvaredas, espesas como nubarrones, hervían de agitación y rebrillar de aceros. Ofuscados, los nómadas cargaban bajo una lluvia de saetas e iban a estrellarse una y otra vez contra las puntas tendidas. Los piqueros blandían hierros adelante y atrás, aunque los jinetes golpeaban las astas con sus largos sables, haciéndolas vibrar. En muchos puntos, la afluencia de nómadas era tal que se apelotonaban en las picas y, hacinados, se estorbaban mutuamente; de forma que nuestras tropas, moviendo sin cesar las varas, hacían una matanza entre ellos.

Los golpes sacaban a los jinetes de las sillas, y las monturas, encabritadas por los puyazos, se ponían de manos relinchando. Los reyezuelos soplaban trompas de hueso en medio del tumulto de lanzadas, y los hechiceros nómadas, enloquecidos por la efusión de sangre, se arrojaban sobre los hierros agitando sus sonajeros mágicos. Entre nuestros cuadros y la laguna, escaramuceros y brujas bailaban la guerra, entrechocando los palos de las lanzas y batiendo estruendosamente espadas. Y, sobre aquel lejano altozano, seguían aleteando los estandartes, y Carará Mutel se asomaba al borde, mientras el sol hacía relucir su máscara de oro y la brisa cálida agitaba sus amplios ropajes rojos.

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