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Authors: León Arsenal

Tags: #Aventuras, Fantástico

Máscaras de matar (27 page)

BOOK: Máscaras de matar
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Hizo otra pausa y el doctor se asomó a la calle. Todo había terminado abajo, fuera lo que fuese, y la gente iba ya dispersándose. Creyó ver que se llevaban algo o a alguien a rastras, y se inclinó un poco más, pero las sombras cubrían ya el cruce y el gentío le estorbaba la visión. Alzó los ojos. El sol, ya bajo, caía deforme y enrojecido por entre las torres de la ciudad, mientras el cielo iba cambiando poco a poco de color.

—Son tiempos revueltos, amigos —añadió el mercader—. La guerra en el Chan ha tenido un efecto carambola y parece como si todos los nómadas del Chan Menor y Aspoulas estuvieran en pie de guerra, luchando unos contra otros. ¿Quién podía prever una situación así? Hay rutas cortadas, se han perdido caravanas y el mercado es un caos. Nadie sabe qué géneros van a subir o bajar, ni cuánto, de un día para otro. Se hacen y se pierden fortunas, y casi nadie está contento con su suerte.

Sus oyentes asintieron. La guerra seguía en el Chan Menor, convertida ya en escaramuzas y golpes de mano. Los armas habían deshecho la coalición llanera en Aguas Sogqi, y los nómadas se entregaban ahora a luchas tribales. Muchos reyezuelos habían enviado regalos a las colonias que hacía pocos días sitiaban, mientras diplomáticos y asesinos a sueldo de los armas recorrían incansables las planicies.

Tras el desastre ante el ejército arma y la muerte de uno de los hermanos Mutel, no sólo Pagoa y los necas los habían abandonado, sino que los propios puces los habían sentenciado a muerte, tal como ocurría a veces con los reyes-brujos caídos en desgracia. Fiel a ese designio de los mayores de su pueblo, Eneqe Mutel había acudido a las montañas, a entregarse al cuchillo del degüello.

—¿Y Antil Mutel, el tercer hermano? —se interesó Te-Cui.

—Nada se sabe de él; pero nada se sabía ya desde hace tiempo. Hay quien dice que ha huido al Alto Norte —apuntó Malaváia.

—Eso he oído. —Cosal tentó el pomo de su espada, pendiente de su vaina en la axila—. Dicen también que las máscaras mayores de los puces han mandado a tres brujas, a arrancarle el corazón. Pero otros cuentan que en realidad ha muerto… y yo casi apostaría por esto último, porque me cuesta creer que un rey-brujo gargal, y más un Mutel, rehúya así sus obligaciones y ande huido como un bandido.

—¿Quién sabe? —Palo Vento se deslizó las yemas de los dedos por la franja ocre, orlada de negro, que le surcaba el cráneo—. Se cuentan tantas cosas… Hay quien dice incluso que Antil Mutel es ese rey-brujo, Pogar, que acompaña a todas partes a la Máscara Real.

Hubo un silencio. Habían llegado rumores desde Los Seis Dedos, sobre que había habido una matanza de partidarios de la Máscara Real, y que ésta había huido al Alto Norte. De ser así, sin duda el Cufa Sabut se dirigía hacia ese territorio con la intención de reunirse con ella.

—Corren muchos rumores, sí, y uno no puede saber qué es cierto —convino Malaváia—. Todo se descubrirá quizás a su debido tiempo. Pero, entretanto, esto hierve de intrigas y no es prudente hacer comentarios o preguntas a la ligera. Aquí, una lengua demasiado suelta puede costarle muy caro a uno.

Nadie repuso nada a eso. Cosal se entretenía jugando con su vaso, y Palo Vento y el maestro Te-Cui cabecearon. Viboraz se acarició la coleta que pendía sobre su mejilla, y lanzó luego una bocanada. El humo blanco ascendió en volutas perezosas, antes de dispersarse en el aire de la tarde, tal como se disipan en su momento la mayoría de los rumores.

Un par de noches después, moviéndose a la luz de una llama por una sala llena de muertos, Cosal habría de recordar todos aquellos comentarios sobre los peligros de Gaiola. Porque aquella noche, cada paso que dio en la oscuridad fue con extrema cautela, con una lámpara de latón en la zurda y la diestra cerca del puño de las de las espadas, mientras el maestro Te-Cui trasteaba por el lugar, estudiando los detalles más nimios.

La atmósfera de la casa era viciada, cálida y algo maloliente; las moscas zumbaban en la negrura y las llamas, al temblar, agitaban sombras sobre los muros. En esa casi oscuridad turbia, la sala se intuía amplia, llena de rincones y abierta a otras estancias a través arcos. El maestro se había acercado a la gran mesa central, también él con una lámpara en la mano, y examinaba a las seis mujeres muertas que se sentaban a su alrededor, ataviadas con mantos estampados y collares de plata y crines; dos de ellas con el rostro cubierto por máscaras de cuero castaño.

Unas yacían retrepadas en los asientos, otras de lado, y una había caído de bruces sobre el tablero de la mesa. Te-Cui paseó la luz de la llama por esos rostros, contemplando ojos ya opacos, labios entreabiertos, hilos de saliva que churreteaban los mentones. Cosal se acercó con la lámpara en alto, y esa nueva luz alumbró vasos de cerámica ocre, alguno de ellos volcado, así como una jarra aún medio llena de vino, con una mosca ahogada en su interior.

—Esto, entre pandalumes, es algo así como un asesinato ritual —susurró. Un castigo por un delito sacrílego que alcanza a todos los de una misma sangre.

—Es cierto —dijo una voz en la oscuridad, sobresaltándoles.

Pero no era sino el Jato Malaváia, que volvía de una inspección por la casa en sombras. Se detuvo bajo los arcos, el rostro empalidecido, con una mecha chisporroteando entre sus dedos.

—He mirado por todas partes y no hay más que muertos. Los niños, los criados, todos… y esta gente no es pandalume, sino yeyáus: descendientes de trocalumes que se asentaron en Gaiola.

Cosal, al asentir, hizo resbalar reflejos de las lámparas sobre los metales de su máscara de halcón.

—Pues deben de tener costumbres iguales —musitó.

—No; en absoluto. Pero alguien les ha aplicado la vieja ley pandalume —matizó Malaváia, a la luz oscilante de su mecha.

Cosal, por su parte, al alzar de nuevo la lámpara, se fijó en un cadáver exangüe que yacía despatarrado en una esquina, entre su propia sangre, como un monigote tirado.

—Ésta debió de rechazar el vino envenenado, así que usaron aceros. —Alumbró aún más cerca, arrancando destellos rojizos a la sangre.

Le habían asestado multitud de golpes, ninguno mortal, antes de abandonarla allí, para que se desengrase con lentitud.

—Este lar andaba metido en asuntos turbios —murmuró el mercader—. Nunca fueron gente limpia; pero la lai que los guiaba ahora era demasiado ambiciosa, y jugaba con todos los bandos. Eso debe de haberles perdido. —Se manoseó la barba blanca y azul—. Pero esta matanza no es normal. Me pregunto qué habrá pasado; quién les ha condenado y por qué…

Cosal tentó los puños de sus aceros, inquieto por los juegos de penumbras y tinieblas que bailoteaban por toda la sala. Aquellas gentes iban a revelarles —así se lo habían dicho a los agentes del Jato Malaváia— el paradero del Cufa Sabut, del que se sospechaba que estaba en Gaiola, esperando la oportunidad de dirigirse al Alto Norte. Pero, al acudir a la cita, se habían encontrado una casa silenciosa y a oscuras y, al entrar con cierta audacia, se habían dado de bruces con aquel espectáculo inesperado.

—¿Habrán muerto por querer contarnos quién y dónde se oculta el Cufa Sabut? —Por bajo que uno hablase, las palabras resonaban a lo largo de las estancias, y las sombras parecían cobrar vida sobre las paredes blancas.

—Sin duda.

—¿Estamos nosotros en peligro?

—No lo sé. —El pandalume volvió a acariciarse la barba—. Es posible.

Se impuso el silencio. Las moscas zumbaban viciosas alrededor de los muertos y, en el exterior, cantaban los grillos. Por último habló el maestro Te-Cui.

—¿Cuál de estas mujeres es la lai del lar?

—Ninguna de ellas. Esa está en su propio cuarto: a ella no le han dado una muerte tan generosa.

El otro se pasó un pañuelo por el rostro, porque hacía calor allí, antes de dirigirse a una de las paredes, con ánimo de estudiar un altar de dos peldaños allí situado. Habían barrido los objetos de culto familiar —amuletos, figurillas, cántaros— que yacían desparramados y rotos, para sustituirlos por un atado. Una ligadura mágica hecha con un cuerno de vaca, manojos de hierbas, una ristra de ajos secos, guijos de formas extrañas, una muñeca de madera…

Tendió la mano hacia esta última, pero Cosal se la sujetó con un respingo.

—¡No! ¿Qué hace, hombre? No se le ocurra nunca tocar algo así, si tiene la desgracia de volver a ver algo semejante. Esto es
meigaio veio
, mala magia.

—Hágale caso —convino el Jato Malaváia—. Cuanto más lejos de esas cosas, mejor.

Pero él mismo se acercó a su vez y, alzando la mecha, examinó el atado. Escudriñó los detalles y se paró en la muñeca; con ésta se entretuvo largo rato, estudiándola mientras se pasaba los dedos por la barba. Cosal se mantenía algo aparte, cubierto con la máscara de halcón, toqueteando sus espadas, y Te-Cui lo observaba todo en silencio.

El pandalume, cada vez más inquieto, se apartó del altar familiar y observó las paredes a la luz de la mecha, hasta que de repente el resplandor desveló una mancha reciente en el encalado. Porque alguien había mojado la mano en sangre para luego apretarla contra la pared e imprimir una mano roja sobre el blanco.

Los otros dos se acercaron también a mirar. El pabilo chispeaba y humeaba, alumbrando a fogonazos. Las sombras se agitaban a cada destello, los reflejos corrían por el cambuj de Cosal y el rostro del Jato Malaváia brillaba cubierto de sudor.

—Ay —se le escapó por fin, sin dejar de mirar y remirar—. Mandemo, mandemo.

—Mandemo… —Cosal frunció los labios e, inquieto, rozó de nuevo las empuñaduras de sus espadas, forjadas como cabezas de halcones—. Tenemos que salir de aquí.

El maestro apoyó a su vez la mano en el puño de su espada, envainada entre las vueltas de la faja. Observó aquella mano roja. Ya había oído antes aquel nombre. Mandemo, las temidas brujas pandalumes del lago Amarelo, situado entre la frontera de Lagoa y el Alto Norte.

Se llegaron los tres a las celosías para espiar a través de los calados. La noche estaba en calma; el aire inmóvil, las calles desiertas. Una media luna, como una hoz blanca, colgaba sobre los tejados, y en las tinieblas, aquí y allá, brillaban las luces de unas pocas lámparas dispersas. Los murciélagos aleteaban en torno a esas luces, cazando insectos, y alguna que otra ráfaga de aire estremecía a veces las sombras en las callejas.

—Hay alguien ahí fuera —susurró el Jato, al tiempo que señalaba unos soportales oscuros, al otro lado de la calle—. Tres o cuatro personas.

—Sí. —El hombre-halcón se pasó el dorso de la mano por los labios, los ojos clavados en esas sombras más espesas, quietas bajo la oscuridad de los arcos de adobe—. Y seguro que hay más. Quizá deberíamos apagar las luces, para que no nos delaten.

—No —rechazó el mercader—. Nos quedaríamos a ciegas. Antes, mientras registraba otros cuartos, encendí algunas lámparas para despistar a los posibles espías.

—Bien pensado.

—Esta casa tiene un portillo trasero, al fondo del patio. Iré a echar una ojeada y, si está libre, lo mejor es que salgamos lo más rápido posible, por ahí.

—Ya es tarde —rezongó Cosal—. Mira ahí.

Porque en el exterior, como por arte de magia, había aparecido un nutrido grupo de gente armada. El maestro Te-Cui, fascinado, pegó aún un poco más el rostro al entramado de madera, tratando de discernir detalles en la casi oscuridad callejera.

Entre los recién llegados abundaban los pandalumes, muchos de ellos pintarrajeados de blanco y azul, así como las brujas de vestidos negros y cabellos teñidos de blanco. Pero allí había también sujetos menos clasificables, algunos de ellos cubiertos con máscaras o capuchas. De entre todos ellos, la mirada del maestro fue a pararse en una mujer que se mantenía un poco apartada. Estudió su porte, el manto azul y amarillo con el que se envolvía de pies a cabeza y el cambuj de bronce, que destellaba entre los pliegues de su ropa cada vez que movía la cabeza. Supo, sin necesidad de preguntar nada a sus compañeros, que estaba viendo a una de las legendarias brujas mandemo del lago Amarelo.

Se habían congregado ante la casa, en grupo, sin, al parecer, intención de entrar. Ellos se quedaron observando desde la ventana. El tiempo fue pasando muy despacio. Los murciélagos volaban al fulgor de las lámparas callejeras, los aceros destellaban y la máscara de la bruja relucía entre las sombras. Te-Cui se volvió, ahora sí, a sus dos compañeros.

—¿Qué ocurre? ¿Qué significa todo esto?

—Tiene fácil explicación —suspiró Cosal—. Las brujas armas juegan a juegos muy parecidos con los entrometidos, y con los que tienen la mala suerte de meterse por casualidad en sus asuntos. Las mandemo lo aprendieron de ellas. A partir de este momento, nuestras vidas dependen de lo que hagamos.

—¿Un juego? —Pestañeó perplejo—. ¿A qué te refieres?

—Ellas ya han decidido, pero nosotros no lo sabemos. Están ahí paradas para dárnoslo a entender. Si salimos, por ejemplo, por la puerta, lo mismo pueden degollarnos que dejarnos ir. Ese es el juego.

—Entonces tenemos una oportunidad. Pero ¿cuáles son las reglas, si es que hay alguna?

—Las hay, pero sólo ellas las conocen. Es como tener que elegir a ciegas entre varias puertas: en unas está la salvación, en otras la muerte, en otras la mutilación o cosas peores…

Se quedaron en silencio, y el tiempo fue desgranando con lentitud mientras esperaban. Fuera, la lai mandemo y su séquito seguían ante la puerta, también aguardando.

—Bueno. Lo que está claro es que, quedándonos aquí, no… —Pero el hombre-halcón no llegó a terminar la frase, ya que Malaváia le agarró por el codo, para señalarle después un extremo de la calle.

A través de las celosías, vieron llegar un buey de carga con una litera a cuestas, bamboleándose con pesadez entre repicar de cascabeles. Según se acercaba, pudieron distinguir, al resplandor de las luces callejeras, gualdrapas verdes y oro, fundas de bronce rematadas en bolas, protegiendo los cuernos, y un revuelo de colgadura, que cubrían los laterales de la litera y que se agitaban al compás de la marcha.

Junto al buey, bullían los escoltas armados: hombres fuertes de libreas holgadas, enlistadas en diagonal, con aparatosos chascás de bronce sobre la cabeza. La mayoría empuñaba archas de anchas cuchillas y adornadas con borlas, de los mismos colores que las listas, aunque algunos portaban ballestas al hombro. Un par de mozos sostenían antorchas en alto, para alumbrar con grandes llamaradas el paso del palanquín.

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