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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Mataelfos (21 page)

BOOK: Mataelfos
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—¡Hacedlas bajar! —gritó Aethenir—. ¡Detenedlas!

—Pero entonces moriremos —dijo Félix.

—A pesar de eso, creo que debo hacerlo —dijo Max—. Por la seguridad del mundo. —Inspiró profundamente y comenzó un encantamiento, absorbiendo poder del aire que lo rodeaba con las manos.

Ya era demasiado tarde.

Antes de que llegara a la mitad del hechizo, el agudo tintineo cesó como un cristal reverberante al que se tocara con una mano para acallarlo.

Se produjo una breve pausa durante la cual Félix oyó media docena de ahogadas exclamaciones de miedo —una de ellas la suya—, y entonces, con un estruendo descomunal, el remolino se cerró, las verdes murallas se derrumbaron y una avalancha de agua descendió con un ruido atronador hacia el centro para llenar el antinatural agujero abierto en el mar.

Capítulo 10

Aethenir gritó.

Gotrek maldijo.

Claudia se quedó mirándolo todo fijamente.

Félix se volvió hacia ella y gritó, aunque la tenía justo a su lado.

—¡Vidente! ¡Elévanos! ¡Haznos levitar!

Claudia no parecía oírlo.

Las titánicas olas ya entraban en la ciudad, donde demolían edificios y derribaban torres, y el agua somera de las calles comenzó a subir de nivel con mucha mayor rapidez.

—Volvamos a la bóveda —gritó Gotrek.

—¿Volver a la bóveda? —gritó Félix—. ¡Pero eso es un suicidio! —¡El matador se había vuelto loco! Quedarían atrapados. ¡Morirían!

Gotrek ya atravesaba la estrecha abertura que separaba las puertas.

—Es lo único que no será un suicidio —gritó.

—Seguidlo —dijo Max, y entró apresuradamente con Aethenir y su escolta.

Félix y el elfo que lo ayudaba hicieron que Claudia atravesara las puertas a la máxima velocidad posible, pero a pesar de eso la muchacha iba demasiado lentamente. El agua de la calle ya estaba entrando en el palacio. No conseguiría llegar a la bóveda, y ellos tampoco. Con una maldición, Félix levantó a Claudia, se la echó sobre el hombro sano y cruzó corrien-

do el vestíbulo de entrada, tras los otros. El dolor continuaba siendo casi más de lo que podía soportar.

—Gracias, Félix —dijo Max, y luego se volvió y extendió las manos hacia las puertas del palacio.

En el momento en que se lanzó por la escalera, Félix oyó que las puertas se cerraban con un sonido de raspar de piedras. Un gesto inútil, pensó. Aunque las puertas resistieran, el palacio estaba lleno de ventanas rotas. Cuando Max le dio alcance, el rugido del agua que se aproximaba ahogó cualquier otro ruido. El grupo chapoteó a toda velocidad al bajar por el último tramo de escalera, resbalando y sujetándose a las paredes mientras el agua los empujaba por detrás y les llovía desde lo alto.

Entonces, justo cuando llegaban al pie de la escalera, un impacto que sacudió el palacio los derribó a todos y precipitó en torno a ellos enormes bloques de piedra. Félix cayó encima de Claudia, con el hombro destrozado de dolor y los oídos a punto de estallarle al golpeárselos una presión terrible.

El remolino se había cerrado.

Gotrek se levantó del agua que le llegaba hasta las rodillas, mientras continuaban cayendo rocas y polvo desde lo alto.

—¡Corred! —rugió.

Félix se puso de pie y tiró de Claudia para levantarla, volvió a echársela sobre el hombro y chapoteó por la antecámara tras el Matador, mareado a causa del dolor y haciendo eses como un borracho. Detrás de ellos rugió un trueno ensordecedor. ¿Las puertas del palacio? Félix no se atrevió a mirar atrás.

Pasados varios segundos interminables, Félix subió con Claudia los tres escalones que llevaban a la bóveda, y pasó dando traspiés entre las puertas entreabiertas. El agua estaba pasando por encima del umbral elevado y formando un charco que se extendía hacia los tesoros.

—¡Hacia un lado! —gritó Gotrek.

Los elfos y los humanos se encaminaron hacia la derecha. Félix se dispuso a seguirlos pero tropezó con el cuerpo de un elfo muerto y dejó caer a Claudia otra vez, antes de impactar contra el suelo; el dolor casi le hizo perder el sentido.

Intentó levantarse, pero todo le daba vueltas. Entonces, los poderosos dedos de Gotrek lo pillaron por el cuello de la ropa y lo arrastraron por el suelo. Rion estaba haciendo lo mismo con Claudia. Toda la estancia se sacudía.

Félix volvió la mirada hacia las puertas de la bóveda, mientras el Matador lo arrastraba hacia un lado. Una espumosa pared de agua salió como una exhalación de la escalera y fluyó hacia la bóveda a mayor velocidad que una estampida de caballos. «Se acabó —pensó, al tiempo que apartaba los ojos del espectáculo—. Esto es el fin.»

Pero entonces, justo cuando esperaba que todo el peso del mar irrumpiera en la estancia y los aplastara contra las paredes de la bóveda, las puertas se cerraron de golpe con un ruido ensordecedor a causa de la fuerza del agua, y se hizo el silencio.

Tanto los elfos como los humanos miraron las puertas, mudos de asombro. Habían resistido. Gotrek tenía una expresión ufana en la cara.

—Estamos… estamos vivos —dijo Aethenir, como si no acabara de creérselo.

—Bien pensado, Matador —dijo Max.

—Obra de enanos —gruñó Gotrek, al tiempo que asentía—. Son las únicas puertas que podía tener la seguridad de que no se romperían en este cuchitril de elfos.

Aethenir sorbió por la nariz.

—Eso está muy bien, pero ahora nos habéis dejado atrapados debajo del mar. ¿Cómo voy a cumplir la promesa que le he hecho a Rion y compensar mis delitos, si todos morimos de asfixia aquí abajo?

—No será por asfixia, mi señor —lo corrigió Rion, mirando hacia las puertas—. Será por ahogamiento.

Todos se volvieron. Las puertas habían resistido perfectamente, pero se veía una línea de agua que se colaba por la estrecha rendija que mediaba entre ellas. El charco del suelo continuaba extendiéndose.

—¡Por la misericordia de Shallya! —gimió Claudia, con los inexpresivos ojos fijos en el agua—. Lo habéis empeorado. Podríamos estar ya muertos. Ahora, tendremos que esperar.

Gotrek soltó un bufido.

—Podéis moriros todos aquí abajo, si os apetece, pero esto no será mi fin. Voy a salir.

—¿Cómo? —preguntó Aethenir, con un tono teñido de histeria.

—Todavía estoy en ello —replicó el Matador, que se sentó sobre un cofre y recorrió la bóveda con una mirada pensativa.

Félix lo imitó. Hasta ese momento, había estado demasiado ocupado en luchar o correr como para fijarse en los detalles. Aunque las druchii lo habían revuelto todo cuando buscaban el arpa, continuaba siendo un lugar colmado de belleza.

Debajo de las arañas de luz bruja que pendían de lo alto, había cofres de tesoros bien apilados, hileras de estatuas talladas en mármol, alabastro y obsidiana, armaduras enjoyadas, hermosas espadas, lanzas y hachas, todas tan delicadas y exquisitas que parecía imposible que pudiera usárselas en batalla; cuadros, alfombras y un trono de oro que incluso tenía un dosel azul oscuro; y en una esquina había un carro de guerra dorado… y todo esto tan brillante, limpio y sin desgaste, como si las puertas de la bóveda se hubieran cerrado el día anterior y no hubiera pasado bajo el mar los últimos cuatro mil años. Magia élfica, sin duda.

Aethenir alzó las manos hacia el techo.

—¿Aún estás en ello? ¿Nos ordenaste bajar aquí sin tener un plan?

—¿Habrías preferido quedarte arriba? —gruñó Gotrek.

—Habría preferido que esperarais a que nosotros trazáramos algún tipo de estrategia antes de cargar impetuosamente contra los druchii, enano —le espetó Aethenir.

—Alto señor, por favor —dijo Félix, que intentaba ser la voz de la razón para no sucumbir también él al pánico—. No podemos cambiar el pasado. ¿Tenéis algún hechizo que pueda ayudarnos? ¿Podéis hacer que seamos capaces de respirar agua? ¿Podéis crear una burbuja de aire?

Aethenir parpadeó.

—Yo… yo no puedo hacer ninguna de esas cosas. Mis escasas habilidades, como he dicho antes, son de curación y adivinación.

Félix se volvió a mirar a Max.

—¿Max?

El hechicero negó con la cabeza.

—Esos hechizos existen, pero no entran en la esfera de conocimiento de mi colegio.

Félix miró a Claudia.

—¿Fraulein Pallenberger? Vos podéis hacer que sople el viento. ¿Podéis crear aire?

Ella sacudió la cabeza con desánimo.

—Necesito aire para crear una brisa. No puedo crearlo a partir de la nada.

Félix dejó caer los hombros. Sin aire, estarían condenados. Aunque pudieran salir de la bóveda sellada, les estallarían los pulmones mucho antes de llegar a la superficie. ¡Maldita magia y malditos también todos los magos! Lo único que parecían capaces de hacer era matar gente y predecir desastres. Nunca nada útil.

—¡Ja! —exclamó Gotrek, y se puso de pie.

Todos, incluso el estoico Rion, se volvieron a mirarlo con la ansiosa luz de la esperanza en los ojos.

Gotrek fue a grandes zancadas hacia los tesoros de la bóveda.

—Reunid nueve de los cofres más grandes, la más grande de las alfombras, tanta cuerda como podáis encontrar y las cadenas de esas arañas de luces.

Los otros se quedaron mirándolo fijamente, pasmados.

—Pero, Matador —dijo Max, que luchaba para conservar la calma—. ¿Qué tenéis intención de hacer? ¿Cómo va a llevarnos eso hasta la superficie?

—¡Hacedlo, y ya está! —le espetó Gotrek, mientras volcaba el contenido de un cofre grande como la bañera de un cortesano, del que se derramaban joyas y modelos—. No tenemos mucho tiempo.

Para cuando Félix, Rion y los elfos hubieron reunido los nueve cofres más grandes que pudieron encontrar, el agua les llegaba hasta los tobillos. Gotrek recogió las cadenas por el sencillo expediente de cortar las cuerdas de los tornos que había en la pared y servían para subir y bajar las arañas de luces. Estas se estrellaron contra el suelo en una explosión de delicada plata y cristal, mientras las luces brujas se dispersaban.

Aethenir lanzó lamentos por esto, y por los incalculables tesoros despreciados.

Mientras Félix, Gotrek y los elfos trabajaban, Aethenir y Max los iban llamando de uno en uno para curarlos con sus artes mágicas. Félix mordió un trozo de cuero para aguantar el dolor mientras Max, con un par de pinzas, le quitaba fragmentos de malla y tela de la herida que le había hecho el espadachín druchii, sin dejar de murmurar hechizos de purificación. Luego lo atendió Aethenir, y aunque a esas alturas Félix era de la opinión de que el elfo necesitaba que le retorcieran el cuello a la primera oportunidad que se presentara, en esto, al menos, demostró ser un miembro útil del grupo. Félix observó con asombro mientras sus largos y finos dedos se entretejían por encima de la herida y parecían coserla sin tocarla. La piel que rodeaba la estocada brillaba desde dentro y la herida comenzó a cerrarse por los extremos para continuar cicatrizando gradualmente hacia el centro hasta que, finalmente, no quedó nada más que una cicatriz rosada y un dolor profundo.

—Aún está débil —dijo el alto elfo, cuando hubo acabado—. Debéis darle descanso durante unos días.

Félix recorrió con los ojos el sitio en que se hallaban.

—No sé si voy a tener oportunidad de hacerlo, alto señor.

No obstante, hizo lo que pudo para no forzar su brazo; les dejó la mayor parte del trabajo de levantar pesos a Gotrek y los elfos, y se dedicó a quitar las cuerdas adornadas con borlas de hilo de oro del dosel del trono, y enrollarlas. Los elfos le quitaron las cuerdas y las correas de cuero al dorado carro de guerra. Claudia, que se recuperaba lentamente del ataque mental de las hechiceras druchii, se sentó con las piernas cruzadas sobre un cofre y desató las cuerdas que sujetaban los antiguos estandartes de guerra a sus astas. Max registró la bóveda y determinó que la alfombra más grande estaba enrollada en el rincón posterior derecho, pero para cuando la encontró estaba empapada hasta la mitad en el agua que iba ascendiendo, e hizo falta el esfuerzo combinado de Gotrek, Félix y los elfos para sacarla del rincón. A Félix le daba vueltas todo a cada paso, pues el hombro le dolía como si se lo golpearan con un martillo.

Cuando todo estuvo reunido, Gotrek extendió en parale-

lo tres de las cuerdas adornadas con borlas de hilo de oro sobre el suelo, cerca de la puerta, separadas entre sí por un paso largo, aproximadamente. De hecho, flotaban en el agua, pero dado que ya no había ningún sitio seco en el que extenderlas, habría que arreglárselas así. Luego les quitó a los cofres la tapa con un golpe de hacha, y los colocó boca abajo sobre las cuerdas, en tres hileras de tres, tan pegados el uno al otro y tan cerca de la puerta como era posible. Burbujearon y se sacudieron un poco sobre el agua, donde quedaron flotando. Gotrek clavó los extremos de las cuerdas a los laterales de los cofres con clavos de cabeza dorada que había arrancado del trono de oro.

—Ahora, desenrollad la alfombra sobre los cofres —dijo Gotrek.

Félix, Rion y los guerreros elfos hicieron lo que pedía, empujando y alzando la pesada alfombra hasta que cubrió completamente los nueve cofres. Félix aún no estaba seguro de saber qué se traía entre manos Gotrek, pero el hecho de mantenerse ocupado al menos evitaba que se pusiera a pensar en su muerte inminente.

—Ahora, las cadenas. —Gotrek recogió un extremo de una de las cadenas y comenzó a rodear con ella los cofres cubiertos. Félix cogió el otro extremo y los rodeó en sentido contrario. Cuando se encontraron al otro lado les sobraban más de dos metros. Los elfos hicieron lo mismo con la segunda cadena.

—Remeted la alfombra alrededor de los cofres, tan tensa como podáis, mientras yo tiro —dijo Gotrek, y recogió los dos extremos de una de las cadenas.

El resto del grupo se acercó y se dispuso a colocar la alfombra en torno al borde de los cofres, como si quisieran remeter las sábanas de una cama. Durante todo este tiempo, Gotrek tiraba de los extremos de la cadena para dejarla tirante al máximo.

—Creo que comienzo a ver qué estáis intentando hacer, Matador —dijo Max, mientras trabajaban—. Los cofres de madera flotarán, y también retendrán aire, y el hecho de unirlos nos mantendrá unidos a nosotros, hará que resulte más difícil que uno de los cofres se dé la vuelta y pierda el aire.

—Sí —gruñó Gotrek, y dio otro tirón—. Y las cuerdas que pasan por debajo son para que nos sujetemos.

—Pero yo no lo entiendo —dijo Aethenir—. Aunque este absurdo ingenio funcione, no lograremos salir de la bóveda. ¡Hay cientos de miles de kilos de agua que mantienen las puertas cerradas!

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