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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Mataelfos (22 page)

BOOK: Mataelfos
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Gotrek soltó un bufido.

—Y os dais a vos mismo el nombre de erudito. Cuando la bóveda se llene de agua, se igualará la presión.

—¡Cuando la bóveda se llene de agua, nos ahogaremos! —gritó Aethenir.

Gotrek no le hizo el honor de contestarle, aunque Félix deseó que lo hubiera hecho porque también quería conocer la respuesta.

Cuando la alfombra y la primera cadena quedaron tan apretadas como era posible contra los laterales de los cofres, Gotrek unió una enjoyada ballesta hecha por enanos a un extremo de la cadena y enganchó el otro extremo a la gafa; luego usó la llave para tensar aún más la cadena.

Cuando estaba tan tensa que Félix temió que se partiera un eslabón, Gotrek ató la ballesta donde estaba con un trozo de correa de cuero del carro de guerra, y repitió toda la operación con la segunda cadena y otra ballesta. Al final, los cofres flotaban ya como una balsa, y el enano dio cuerda a la última ballesta sumergido en más de treinta centímetros de agua.

Max miró la balsa con inquietud.

—Matador, preveo un problema. Cuando suba el agua, también subirá esto, y el techo está muy por encima de la parte superior de las puertas. La balsa quedará pegada contra el techo. ¿Cómo vamos a sacarla?

Gotrek no respondió, sino que se limitó a avanzar hasta el cofre de tesoros más cercano, lo cogió como ni no pesara nada, lo llevó hasta una esquina de la balsa y lo colocó sobre ella. La balsa se hundió en el agua por ese extremo.

—¡Ah! —exclamó Max—. Excelente.

—Espaciadlos con regularidad. La balsa tiene que ser apenas más pesada que el aire y la madera.

—¿Cómo pensáis en estas cosas, enano? —preguntó Aethenir, que sacudía la cabeza mientras Rion y los elfos levanta-

ban un solo cofre entre todos, e iban con él hacia la balsa dando traspiés.

—Los enanos somos prácticos —replicó Gotrek—. Miramos al suelo, no al cielo.

—Y por eso raras veces ascienden —se burló el alto elfo.

—Tampoco se ahogan mucho —contestó Gotrek con sequedad.

Félix se rascó la cabeza, pues aún no acababa de entenderlo.

—Supongo que nosotros ascenderemos sobre otros cofres mientras esté subiendo el agua, pero, ¿cómo vamos a nadar después hasta la balsa? No estoy seguro de poder bajar hasta tanta profundidad, y dudo que fraulein Pallenberger pueda hacerlo.

—Yo ni siquiera he nadado nunca —aclaró ella, con una vocecilla casi inaudible.

Gotrek sonrió y señaló con un movimiento de cabeza las hileras de hermosas armaduras ceremoniales que había contra la pared de la izquierda.

—Llevaremos armaduras a modo de lastre —dijo—. Aunque tú deberías poner tu propia armadura sobre la balsa, o no serás lo bastante ligero como para flotar cuando ascendamos.

Mientras Félix se quitaba la armadura y la arrojaba sobre la balsa, junto con los tesoros, se maravilló una vez más ante el cambio que se había operado en el Matador. Apenas dos semanas antes había estado cabizbajo en la taberna Las Tres Campanas, incapaz de hilar más de dos palabras, y ahora estaba resolviendo problemas de ingeniería y supervivencia que Félix jamás habría sido capaz de concebir. Era una transformación pasmosa.

La espera fue la parte más dura. Concluido todo el trabajo, no les quedó nada más por hacer que mirar cómo subía el agua. Estaban sentados dentro de cofres vacíos que ascendían lentamente en el agua, hora tras hora, centímetro a centímetro, con las armaduras élficas que Gotrek había insistido en que usaran como lastre sujetas en torno a la cintura para poder echarse al agua rápidamente cuando tuvieran que hacerlo.

—¿Qué sabéis de esa Arpa de Destrucción, señor Aethenir? —preguntó Max, mientras ascendían. Su voz resonó de modo extraño en el espacio cerrado.

Aethenir adoptó un aire culpable.

—Nada más que lo que dijo Belryeth —replicó—. Creo que tal vez leí el nombre en algún texto antiguo, pero no recuerdo nada más. Durante el primer alzamiento del Caos hubo muchas armas creadas por desesperación, que luego se consideró que eran demasiado peligrosas como para usarlas sin correr riesgos, y también que su destrucción entrañaba demasiados peligros. —Recorrió la bóveda inundada con los ojos—. Así que se las guardó bajo llave, y a menudo se las olvidó. —Suspiró—. Era razonable pensar que esa arpa estaba doblemente a salvo, oculta en esta bóveda y enterrada bajo el mar.

—Sí —convino Rion con amargura—. Era razonable pensarlo.

Después de eso la conversación languideció y todos se limitaron a mirar las paredes, sombríos y callados. Llena del agua del mar profundo, la bóveda, que ya antes era fría, se tornó ahora gélida, y todos temblaban y se rodeaban las rodillas con los brazos. Sólo Gotrek, con el torso desnudo como iba, soportaba la temperatura sin dar muestras de incomodidad.

Cuando el frío aumentó casi demasiado como para soportarlo, Max hizo otro hechizo de luz que despedía una suave calidez, pero que aún no era suficiente.

Al fin, el agua subió por encima de las puertas y el ascenso se hizo aún más lento. Pero Gotrek les dijo que debían continuar esperando, ya que la presión debía igualarse completamente o las puertas no se moverían. Ahora que el aire no escapaba a través de la rendija por la que estaba entrando el agua, comenzó a comprimirse y Félix sintió la presión en los tímpanos y el pecho. Un rato más tarde pareció presionarle los ojos. Le dolía terriblemente la cabeza y los otros presentaban síntomas similares. Aethenir sufrió una espontánea hemorragia nasal que le costó detener.

Finalmente, cuando llevaban una hora agachados dentro de los cofres flotantes para no golpearse la cabeza contra las talladas y doradas vigas del techo de la bóveda, y el pulso de Félix había estado latiéndole en las sienes como un tambor de guerra orco, Gotrek asintió.

—Bien —dijo—. Al agua. Cuando lleguéis al suelo, alzad la balsa por encima de la cabeza y apoyáosla en los hombros. Avanzad y empujad las puertas con los cofres. Cuando hayamos salido del palacio, dejad caer las armaduras. Yo quitaré algunos de los cofres de la balsa para que ascendamos. —Los miró a todos—. ¿Preparados?

Todos se mostraron conformes, aunque no parecían particularmente preparados.

—Vamos —dijo Gotrek, que inspiró profundamente y se inclinó hacia un lado, cayó del cofre y se hundió como una piedra.

Rion y sus guardias siguieron instantáneamente el ejemplo del enano, pero Félix, Claudia, Max y Aethenir vacilaron durante un instante mientras se dirigían unos a otros miradas de pesar, aunque luego inspiraron profundamente, hicieron volcar los cofres y se hundieron en la gélida agua.

La repentina sensación de frío fue como un golpe en la cabeza, y Félix luchó contra el desesperado impulso de bracear de vuelta a la superficie. Abrió los ojos. La bola de luz mágica de Max brillaba bajo el agua tan bien como fuera de ella, y bañaba la bóveda sumergida con una sobrenatural luz verde que hacía destellar como diamantes las partículas de sedimentos en suspensión en las aguas oscuras. Gotrek ya se encontraba en el suelo, y los elfos aterrizaban con la lentitud de los sueños en torno a él. Félix vio que Max, Claudia y Aethenir también se hundían, con los ropones ondulando en torno a ellos como flores vivas, y luego ellos también llegaban al suelo y avanzaban con extraños saltos hasta la balsa cargada de tesoros que flotaba a la altura de sus rodillas, aproximadamente.

Félix tocó el suelo un segundo más tarde, y el lento impacto de sus pies alzó una nubecilla de sedimentos. Los pulmones le dolían ya por la falta de aire, y la presión que sentía en el pecho era como si un gigantesco puño lo aplastara. Fue a saltos hasta la parte delantera de la balsa y se inclinó para cogerla por el borde. Una mano de Gotrek lo detuvo, y él alzó la mirada.

El Matador tenía una mano en alto y los miraba; enton-

ces, cuando tuvo la atención de todos, les indicó por gestos que levantaran la balsa todos al mismo tiempo. Aquel enorme invento que ni siquiera Gotrek habría podido levantar en solitario sobre tierra firme, ascendió con facilidad y la alzaron por encima de la cabeza, para luego rotar hasta quedar todos debajo de uno de los cofres invertidos: Félix, Gotrek y Rion en la primera fila, Aethenir y los dos guerreros elfos restantes en la del medio, y Max y Claudia en los cofres de los extremos de la última fila.

A Félix ya le latía la sangre en la garganta y ante sus ojos danzaban puntos negros, así que fue un alivio cuando tiraron de las cuerdas de la parte inferior y bajaron el extraño ingenio sobre sí mismos. Félix inspiró a grandes bocanadas cuando su cabeza rompió la superficie, y luego intentó contener la respiración al darse cuenta del poco aire que había dentro del cofre invertido. Aunque podría salvarle la vida, el reducido espacio era aterrorizadoramente pequeño, y en él se sentía más encerrado que cuando estaba apretado contra el techo de la bóveda. Esperaba que ninguno de los otros sufriera de claustrofobia.

Se oyeron unos sonoros golpecitos en el lado del cofre que miraba hacia Gotrek, y Félix comenzó a avanzar. Miró hacia abajo a través del agua y vio que Rion hacía lo mismo, pero las cortas piernas de Gotrek pataleaban inútilmente por encima del suelo. Oyó una sorda maldición en khazalid a través de la madera.

Un paso más y la balsa chocó con un golpe sordo contra la puerta de la izquierda. Félix apoyó las manos en la cara frontal del cofre y empujó con todas sus fuerzas. Sus pies raspaban y patinaban, mientras él se esforzaba por afianzarse en el resbaladizo suelo de mármol. A través del agua veía que Rion hacía lo mismo, y los cofres crujían al empujar también los que tenían detrás.

Las puertas no se movían. Félix empujó con más fuerza. Aún nada. El pánico comenzó a inundarle el pecho. Oyó otra maldición a la derecha, y luego algo que se sumergía. Al bajar otra vez la mirada vio que Gotrek estaba fuera de su cofre y empujaba la puerta con ambas manos. Pero continuó sin suceder nada, y el pánico de Félix aumentó. ¿Habrían quedado las puertas cerradas mediante algún mecanismo automático? ¿Era la presión demasiado desigual, todavía?, ¿serían las puertas simplemente demasiado pesadas como para que pudieran moverse sin magia?

Entonces, Félix vio que el borde inferior de la puerta avanzaba con agónica lentitud. Dejó escapar la respiración que no se había dado cuenta de que contenía y que produjo un fuerte sonido en los confines del cofre, y empujó con más fuerza aún. Lentamente, pero luego con mayor rapidez, la puerta comenzó a abrirse. Gotrek le dio un empujón final para luego saltar de regreso al cofre, y luego Félix oyó su agitada respiración a través de la madera.

La puerta se abrió del todo con un golpe sordo que reverberó por el agua, y quedaron libres. La balsa salió disparada hacia delante y el impulso casi los arrastró hasta el otro lado de la antecámara, en dirección a la arcada. Se frenaron al llegar a la escalera, y comenzaron a ascender. Después de los primeros pasos, Félix advirtió que la balsa comenzaba a inclinarse hacia arriba, cosa natural, ya que estaban en una escalera, pero al punto se alarmó, porque oyó deslizarse las pilas de tesoros de lo alto, y por debajo del borde frontal de su cofre escapó una sarta de burbujas.

Le llegó otra maldición procedente del cofre de Gotrek, y luego una palmada de enojo.

—¡Acuclíllate, humano! —dijo Gotrek bruscamente—. ¡Gatea! ¡Díselo al elfo!

Félix dio unos golpecitos en el costado izquierdo del cofre.

—¡Acuclillaos! —gritó—. ¡Gatead!

Luego comenzó a tirar de la cuerda que pasaba por debajo de los cofres. Para su alivio, el elfo hizo lo mismo, y lentamente el ángulo de la balsa adoptó la horizontal una vez más. Félix, Gotrek y el elfo se pusieron a gatear escalera arriba como tortugas que compartieran un mismo caparazón.

Al llegar al primer rellano, Félix se irguió nuevamente con cautela. Por suerte, tanto la escalera como los rellanos estaban construidos a gran escala, y no tuvieron problema ninguno para girar y comenzar a gatear por el segundo tramo hacia lo alto.

Para cuando llegaron al vestíbulo de entrada, el aire de dentro del cofre estaba viciado, húmedo y comenzaba a faltarle oxígeno. Félix intentó impedir que el corazón le latie-

ra desbocadamente a causa del pánico. Sería la más cruel de las bromas que, después del genial invento de Gotrek, murieran por asfixia a poca distancia de la superficie.

Atravesaron con rapidez el vestíbulo. Félix experimentó un pánico momentáneo al recordar que Max había cerrado las puertas del palacio, y se agachó para sumergirse en el agua y mirarlas. No tenía por qué preocuparse. Las puertas estaban tiradas sobre el suelo de mármol, rajadas y combadas, arrancadas de los goznes por la muralla de agua que había sacudido el palacio. Félix y los demás pasaron por encima de los deformados restos y salieron a los anchos escalones de entrada, donde Gotrek golpeó los arcones para que se detuvieran.

—¡Soltad las armaduras! —gritó—. ¡Pasad el mensaje!

Félix golpeó el lado izquierdo del cofre, donde estaba el elfo.

—¡Soltad las armaduras! ¡Pasad el mensaje!

Sumergió las manos en el agua y abrió la hebilla del cinturón que sujetaba la elaborada armadura ceremonial élfica en torno a su cintura. Cayó, y Félix sintió que las puntas de sus pies se alzaban del escalón.

Junto a él, las gruesas piernas del Matador habían vuelto a desaparecer, y oyó pesados golpes en lo alto. Miró hacia arriba, y luego hacia abajo cuando algo le cayó sobre una bota. Uno de los cofres llenos de tesoros se posaba de lado en el suelo, dejando escapar burbujas y tesoros dorados.

Un golpe sordo que oyó detrás le indicó que Gotrek estaba poniendo buen cuidado en soltar lastre, de manera que no se alzara un lado de la balsa.

Y la balsa ascendía, efectivamente. Félix estaba ocupado en pensar cuántos tesoros estaban perdiéndose para siempre, así que al principio no se dio cuenta, pero de repente se encontró con que el agua le llegaba al mentón, en lugar de al pecho. Se cogió a la cuerda y se izó de vuelta al interior del cofre, momento en que sus pies quedaron flotando por encima de los escalones. Pasado un segundo más oyó un chapoteo, una brusca inhalación de aire y una presumida risa entre dientes que procedían del cofre de Gotrek. El Matador tenía motivos para estar orgulloso. Todo lo que había planeado parecía estar funcionando.

Félix intentó bajar la mirada hacia la ciudad mientras ascendían, pero no podía ver gran cosa a través de las ondas que se formaban en la superficie del agua, dentro del cofre, así que inspiró profundamente y volvió a sumergirse.

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