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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Mataelfos (23 page)

BOOK: Mataelfos
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La vista que tenía debajo de sí era de un sobrenatural país de maravillas. Lo que expuesto al aire y la dura luz diurna había tenido el aspecto de triste y ruinosa reliquia de perdida gloria, era, a la luz del resplandeciente globo de Max, un hermoso sueño azul de ruinosas torres y ondulantes algas más altas que cedros. Los corales y plantas submarinas que parecían tan apagados y secos cuando estaban fuera del agua, eran ahora brillantes y de colores vivos. Cosas como joyas destellaban en las sombras con luminiscencia propia. Era una ciudad donde deberían vivir sirenas.

Volvió a entrar en el cofre, jadeando porque le dolían los pulmones, y descubrió que el aire del interior apenas bastaba para aliviarlo. Los puntos continuaban danzando ante sus ojos, y la sangre le palpitaba en el paladar para reclamar que la alimentara con oxígeno.

Se aferró a la cuerda e intentó respirar lo más lentamente posible mientras rezaba para que la balsa ascendiera a mayor velocidad. ¿A qué profundidad estaba la ciudad? ¿A cien brazas? No tenía ni idea. A la profundidad suficiente como para que ningún marinero hubiera visto o sospechado la existencia de las torres élficas del fondo.

Los puntos negros comenzaron a apiñarse ante sus ojos. Los dedos le dolían como si le clavaran alfileres. No sentía la cuerda y tuvo que mirar para asegurarse de que estaba sujeto a ella. Entonces, su corazón dio un salto, esperanzado. El mar que los rodeaba se volvía más luminoso y la luz de Max se tornaba más mortecina. Tenían que estar cerca de la superficie. Sabiendo eso, podía mantenerse sujeto a la cuerda durante un rato más.

Entonces, algo pesado pasó con fuerza junto a sus piernas. Al principio pensó que era Gotrek que se dirigía a la parte posterior de la balsa por alguna razón, pero cuando miró hacia abajo vio un grueso tronco gris y una afilada cola. Su mente carente de oxígeno necesitó un segundo para asociar ambas cosas, y entonces reprimió un grito.

¡Un tiburón!

Justo cuando se daba cuenta de esto, oyó un grito sordo detrás de sí. Metió la cabeza dentro del agua y miró hacia atrás. Al otro lado de las colgantes piernas en movimiento de sus compañeros, un tiburón grande como el bote de mayor tamaño del Orgullo de Skinstaad tenia a un guerrero elfo entre las fauces y lo sacudía violentamente de un lado a otro. Las extremidades del elfo se agitaban como las de una muñeca, y de su cuerpo manaba sangre.

Félix manoteó en busca de la espada, sujeto a la cuerda con una sola mano. Miró hacia Gotrek. El Matador también se había sumergido, y preparaba el hacha mientras pataleaba en dirección al tiburón; Rion y el otro guerrero desenvainaron las espadas para proteger a Aethenir. Max y Claudia parecían estar intentando acurrucarse dentro de sus cofres. Entonces, por debajo y más allá de ellos, Félix vio algo que le paralizó el corazón. Más sombras móviles ascendían de las profundidades hendidas por las torres: toda una bandada de tiburones. «Que Manann nos proteja —pensó—, estamos todos muertos.»

Gotrek pilló al tiburón por la cola y barrió el agua con el hacha, que se clavó en un costado color pizarra de la criatura. La sangre tiñó el agua y el tiburón se sacudió y giró, al tiempo que dejaba caer a la destrozada presa para enfrentarse con la nueva amenaza. Acometió a Gotrek con una boca del tamaño de un barril. Gotrek se impulsó con los pies hacia lo alto, intentando apartarse del camino, pero la criatura le estrelló el morro contra el estómago y lo hizo retroceder seis metros. Cuando pasó a toda velocidad, Félix intentó inútilmente asestarle tajos, y vio, para su horror, que de un costado de la cabeza del tiburón estaba brotando un hocico más pequeño, completo con ojos y boca cuyos dientes como agujas se cerraban sobre los brazaletes de oro de la muñeca izquierda del Matador. ¿Es que ni siquiera el mar estaba libre de la contaminación del Caos?

A través de una tormenta de puntos negros, Félix observó cómo el Matador descargaba una lluvia de golpes sobre la cabeza del enorme monstruo gris. Los otros tiburones ya estaban lo bastante cerca como para que Félix les viera los ojos, que brillaban a través de la oscuridad. Rion y su último elfo se mantenían cerca de Aethenir y se volvieron hacia el monstruo en el momento en que su camarada muerto se alejaba girando lentamente, con la sangre roja y la sobrevesta verde y blanca ondulando tras él. Algunos de los tiburones giraron para seguirlo, pero la mayoría continuó en dirección a la balsa.

De repente, Félix sintió que la cuerda se aflojaba en su mano. Alzó la mirada, asustado. La balsa había dejado de ascender. ¿Habrían chocado contra algún obstáculo? Entonces vio los destellos de la luz del sol en el agua. ¡Habían llegado a la superficie!

Cada fibra del cuerpo le pedía a gritos que ascendiera en busca de aire, pero no podía dejar a los otros a merced de los tiburones. Se volvió y vio que Rion y su último Elfo empujaban a Aethenir hacia el borde de la balsa. Max hacía lo mismo con Claudia. Félix se desplazó por la cuerda hacia ellos y cogió a la vidente por el otro brazo. Él y Max llegaron al borde y la alzaron de modo que su cabeza rompiera la superficie. La cara de Félix salió al aire un segundo más tarde. Se llenó los pulmones con una jadeante inspiración gloriosa, vio que Claudia estaba haciendo lo mismo, y entonces volvió a sumergirse y la cogió de la pierna izquierda, mientras Max hacía lo mismo con la derecha. Entre ambos la levantaron hasta que su torso quedó tendido sobre la balsa.

Félix se volvió a mirar hacia donde estaba Gotrek. El Matador le había acertado a algún punto vital del tiburón, que se precipitaba hacia el fondo, sacudiéndose y retorciéndose, con una columna de sangre manándole de un costado, mientras Gotrek se impulsaba como una rana hacia la superficie, con el brazo izquierdo también sangrando.

La mitad de los tiburones que iban hacia ellos giraron en dirección a su primo herido, pero el resto continuó. Félix miró en torno. Lo único que vio fueron las agitadas piernas de los otros que subían a la balsa. Se unió a ellos y pateó para salir del agua al tiempo que se aferraba a la alfombra empapada con dedos desesperados. Al izarse, sintió que la herida que le había curado Aethenir se desgarraba por dentro. Max estaba saliendo del agua a su lado, estorbado por los ropones empapados. Rion y el otro elfo hacían rodar a Aethenir sobre los cofres mediante la fuerza bruta. Félix se dejó caer por fin sobre la balsa, y de inmediato se volvió hacia el agua.

La cabeza de Gotrek salió a la superficie, y el enano inspiró al tiempo que pateaba hacia arriba y clavaba el hacha en la parte superior de la balsa para izarse. Al precipitarse en su ayuda, Félix vio que había cortes profundos en la muñeca izquierda del Matador. La mitad de los brazaletes que la rodeaban habían quedado tan aplastados por el mordisco del tiburón que se le hundían profundamente en la carne. Félix sujetó a Gotrek por el hombro y tiró de él. El Matador salió bruscamente del agua y cayó sobre la alfombra, inspirando profundamente.

—¡Amigos, ayudadme! —llamó Aethenir.

Félix y Max gatearon hasta el lugar en que él y el último guerrero elfo estaban intentando sacar a Rion del agua. Félix o cogió por debajo del brazo derecho, mientras Max hacía lo mismo con el izquierdo.

Pero, de repente, el capitán elfo se hundió en el agua de un tirón que casi lo arrebató de las manos de Jaeger y el mago. Lanzó un grito ahogado, y se le salieron los ojos de las órbitas.

—¡Rion! —gritó Aethenir.

Gotrek se unió a ellos y todos tiraron desesperadamente de Rion, mientras algo intentaba arrastrarlo bajo el agua. Entonces, con un alarido horrible, el capitán elfo salió disparado del agua y todos cayeron unos sobre otros.

—¡Rion! —volvió a gritar Aethenir, mientras se incorporaba precipitadamente—. ¿Estás…? —Las palabras acabaron con un grito de horror, y volvió a desplomarse.

Félix se sentó para ver qué había sucedido. La pierna derecha de Rion estaba cubierta de sangre. La pierna izquierda había… desaparecido. El muñón de bordes desiguales bombeaba sangre sobre la alfombra a grandes borbotones. Max y Gotrek maldijeron. Claudia apartó los ojos.

Aethenir gateó hasta Rion y le tomó la cabeza entre los brazos.

—Rion, lo… lo siento. Nunca…

El capitán agonizante alzó una mano y aferró una manga de Aethenir. Lo miró con dureza a los ojos.

—Seguid… la senda del honor.

—Lo haré —sollozó Aethenir—. Te lo prometo. Por Asuryan y Aenarion, te lo prometo.

Rion asintió, aparentemente satisfecho, y luego cerró los ojos y quedó laxo sobre la alfombra, muerto. Aethenir sollozaba. El último de los guerreros elfos dejó caer la cabeza. Félix descubrió que tenía un nudo en la garganta, y reprimió el indigno pensamiento de que habría preferido que fuera Aethenir el muerto y Rion el vivo, porque el capitán había sido el epítome de virtudes élficas que debería haber sido Aethenir.

El último de los guerreros elfos comenzó a arrastrar el cuerpo de Rion hacia el centro de la alfombra, pero, antes de que pudiera dar un paso, salió bruscamente del agua un morro gris con dientes como púas que chocó contra la pequeña balsa con tal fuerza que la lanzó al aire y los hizo volar a todos. Félix cayó sobre el hombro herido y estuvo a punto de irse rodando al agua. Sólo lo detuvo el cuerpo tendido de Max. El hechicero yacía en el borde, en precario equilibrio. Félix lo aferró y arrastró hacia el centro de la balsa. Cerca de ellos, Gotrek y el guerrero elfo hacían lo mismo con Claudia y Aethenir.

—Gracias, Félix —jadeó Max.

Los supervivientes gatearon hasta el centro de la balsa lastimosamente pequeña, mientras las triangulares aletas de las crueles criaturas describían círculos en torno a ella, y los depredadores ocultos la golpeaban por debajo.

Gotrek se puso bruscamente de pie, agitando el hacha y haciendo gestos hacia el agua.

—¡Vamos, cobardes que os ocultáis bajo el agua! —rugió—. ¡Os mataré a todos!

Pero entonces Claudia vio algo que los otros no habían advertido, ocupados como estaban.

—Un… un barco —jadeó.

Todos miraron. El corazón de Félix latió aceleradamente por miedo de que fuera la negra galera de los elfos oscuros que se les echaba encima para volver a embestirlos, pero era una nave completamente distinta: un barrigón buque mercante que enarbolaba la bandera de Marienburgo a menos de ochocientos metros de ellos, con las blancas velas teñidas de dorado rojizo por el sol de la tarde.

Félix se puso en pie de un salto y comenzó a agitar los brazos.

—¡Eeeeeoooooo! —gritó—. ¡Eeeeeeooooooo! ¡Socorro!

Otro golpe de los tiburones volvió a derribarlo, pero el barco ya viraba hacia ellos.

—Alabados sean Manann y Shallya —susurró Claudia, con lágrimas en los ojos.

Pero, de repente, Félix no tuvo tan claro que el barco significara la salvación. Estaban alzando las portillas de los cañones de proa, y los morros de las armas salían a la luz del sol.

—Pero, bueno —gimoteó Aethenir—. ¡Esto resulta increíble! ¿Es que todo el mundo intenta matarnos?

—Que vengan —dijo Gotrek.

Dos nubecillas gemelas de humo manaron de la proa del barco. Todos se agacharon, menos Gotrek. Un segundo después, les llegó la detonación de los cañones y dos enormes columnas de agua se alzaron a una docena de metros de ellos.

Félix suspiró de alivio.

—Han fallado.

—No —dijo Max, mirando en torno—. Creo que le han acertado a lo que querían.

Félix siguió la dirección de la mirada del hechicero. Las aletas de los tiburones habían desaparecido del agua como si no hubieran existido jamás.

—¿Pensáis que tienen intención de salvarnos? —preguntó Aethenir.

—Eso espero —replicó Max.

Y así parecía, porque el barco no efectuó más disparos y arrió las velas para situarse con suavidad junto a la balsa. Desde lo alto les echaron cuerdas, y Félix, Gotrek y los elfos las cogieron y tiraron de ellas para pegar la balsa al alto casco de la nave.

—¿Tenéis una escalerilla? —gritó Félix, hacia arriba—. Tenemos mujeres y heridos.

Un hombre chaparro se inclinó por encima de la borda y les sonrió, mientras aparecían varias docenas de corpulentos hombres de rostro severo a ambos lados de él, y los apuntaban con una profusión de pistolas y fusiles.

—Buenas tardes, herr Jaeger —dijo Hans Euler—. ¡Qué placer volver a encontrarme con vos!

Capítulo 11

—Así que ahora son armas de fuego, ¿eh? —le gruñó Gotrek a Euler—. ¿Los divanes no eran un arma suficientemente cobarde?

Félix fue a situarse rápidamente ante el Matador.

—Herr Euler. ¡Qué sorpresa! —A algunos de los que empuñaban armas los reconoció como los lacayos de Euler, que desde entonces habían cambiado los jubones de terciopelo negro por justillos de cuero y pañuelos en las cabezas.

—Sí, supongo que os lo parecerá —dijo Euler amablemente—, pero es que unos amigos míos de los muelles les oyeron decir a los marineros del barco que alquilasteis que iríais hacia el norte en busca de un tesoro, y decidí venir a ver si era verdad.

—No es un tesoro lo que buscamos —intervino Aethenir—. Es…

Max le pisó un pie.

—Será mejor que se trate de un tesoro, alto señor —dijo Euler—. Herr Jaeger me debe una compensación considerable por los daños que él y su rústico compañero causaron en mi casa. Tengo intención de cobrársela de una forma u otra.

—Bajad aquí —dijo Gotrek—, y os daré más de lo mismo.

—¿Es prudente amenazarme, enano? —preguntó Euler, alzando una ceja—. Muy fácilmente podría dejaros aquí. Ahora hay sangre en el agua. Los tiburones regresarán dentro de poco.

—Herr Euler —dijo Félix—, hay un tesoro, en efecto. Mirad. —Se volvió y recorrió con la mirada la alfombra que tenían bajo los pies. Tal y como esperaba, quedaban algunos objetos preciosos dispersos. Recogió un aguamanil de oro y plata, de diseño élfico, que había cerca del cadáver de Rion, dio media vuelta y se lo lanzó a Hans Euler. El comerciante lo atrapó y examinó con el ojo experto de un conocedor—. Teníamos toda una bóveda de ellos, pero nos los robaron.

—¿Os los robó quién? •—preguntó Euler—. ¿Adónde los han llevado?

Aethenir abrió la boca para hablar, pero Max volvió a darle un pisotón. El alto elfo le lanzó una mirada colérica.

—Eso —dijo Félix, cauteloso—, no os lo diré hasta que nos permitáis subir a bordo. Pero no están lejos.

Euler lo pensó, mientras dentro de él la codicia batallaba con la prudencia. Pasó las manos por la delicada filigrana del aguamanil élfico y suspiró.

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