Read Me encontrarás en el fin del mundo Online

Authors: Nicolas Barreau

Tags: #Romántico

Me encontrarás en el fin del mundo (5 page)

BOOK: Me encontrarás en el fin del mundo
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Pero lo que más me desconcertó fue el hecho de que la autora no desvelara su identidad. Yo no sabía quién era, pero ella parecía conocerme bien a mí.

¿O se me había escapado algo?

Mon cher monsieur le Duc!

¡Vaya saludo! ¿Se estaba riendo alguien de mí? Es sabido que algunos amigos me llaman «Jean-Duc», pero ¿quién escribe una carta así?

Palabra por palabra, como si se tratara de descifrar un idioma secreto, mis ojos siguieron los trazos azules, y por primera vez en mi vida tuve una vaga idea de lo que debió de sentir mi antepasado arqueólogo ante la Piedra de Rosetta.

Mon cher monsieur le Duc!

No sé cómo debo comenzar esta carta, que es —lo percibo con la certeza de una mujer que ama— la más importante de mi vida.

Cómo puedo olvidar sus bellos ojos azules, que tanto me han revelado sobre usted, pues ellos me llevan a considerar cada una de mis palabras como algo valioso, a meterme en sus ideas y sentimientos, con la sublime esperanza de que esas finas partículas de oro de mi corazón caigan también en su corazón y se posen en su fondo para siempre.

¿Puedo sorprenderle si le aseguro que desde el primer momento sentí que usted, querido Duc, es el hombre que siempre he estado buscando?

No creo. Usted lo habrá oído ya cientos de veces, la verdad es que no es algo muy original. Además, de eso estoy segura, usted sabrá por su propia y nada desdeñable experiencia que a menudo el tan citado «amor a primera vista» da paso en un tiempo sorprendentemente corto a un gran desencanto.

Así pues, ¿quedará para mí alguna palabra de amor o pensamiento apasionado que no haya sido escrito o pensado antes por otra persona? Me temo que no.

Todo se repite, está usado y apenas causa asombro cuando se observa desde fuera. Y, sin embargo, todo parece nuevo cuando se experimenta en uno mismo, y la sensación es tan arrolladoramente hermosa que se cree haber descubierto el amor.

Por este motivo tiene que disculparme, estimado señor, si recurro a otro tópico, porque yo misma lo he vivido así y no de otra manera: la primera vez.

Jamás olvidaré el día que le vi por primera vez. Su imagen me impactó como un rayo, ¡un rayo que cae sin que suene el trueno! Sin que nadie más note nada.

Pero yo no podía apartar mis ojos de usted. Su aspecto descuidado pero a la vez elegante me fascinó, sus brillantes ojos claros me prometían una mente despierta, su sonrisa estaba hecha para mí… y jamás veré unas manos de hombre más bellas.

Manos con las que a veces, lo admito con sonrojo, sueño por las noches con los ojos abiertos.

Sin embargo, ese momento tan sumamente feliz para mí quedó enturbiado por la bella mujer que estaba a su lado y que resplandecía por encima de todo como el sol y en cuya presencia yo me sentí como una insignificante baronesa vestida de luto. ¿Era su esposa? ¿Su amante?

Le he observado con miedo y envidia, querido Duc, y enseguida descubrí que siempre tenía a su lado una mujer bella, aunque —disculpe que sea tan directa— no es siempre la misma…


Cochon!
¡Maldito cerdo! —Noté una sacudida y el taxista esquivó con un sonoro frenazo un autobús que se había cambiado sin avisar a nuestro carril. Por un instante no estaba muy seguro de si se refería a mí. Asentí ensimismado.

—¡Menudo idiota! ¿Lo ha visto? ¡Conductores de autobús! ¡Menudos idiotas! —El taxista dio unos golpecitos en la palanca de cambio, aceleró y adelantó al autobús, no sin gesticular con vehemencia ni hacer elocuentes signos con los dedos a través de la ventanilla bajada—.
Tu es le roi du monde, hein?
¿Eres el rey del mundo, eh? —gritó al conductor del autobús, que le hizo un gesto de rechazo. Los pasajeros, turistas que hacían un recorrido por la ciudad, nos miraron asombrados. En Londres no se ven cosas así. Yo les miré como alguien que acaba de caer sobre la Tierra desde otro planeta y no entiende nada.

Pero luego bajé la cabeza, regresé a esa estrella que me había atrapado en su órbita de forma tan misteriosa y seguí leyendo.

… y enseguida descubrí que siempre tenía a su lado una mujer bella, aunque —disculpe que sea tan directa— no es siempre la misma…

Sonreí al leer de nuevo estas palabras. Quienquiera que fuera la persona que las había escrito, tenía sentido del humor.

No me corresponde a mí juzgar por qué eso es así, aunque me anima a enamorarme cada vez un poco más porque está claro que no tiene usted pareja, como se suele decir.

No sé cuántas horas han pasado desde entonces… a mí me parecen miles… y a la vez una única e interminable. Y aunque su despreocupada actitud ante las damas parece indicar que no se toma demasiado en serio los asuntos del corazón o tal vez no puede (¿o no quiere?) decidirse, veo en usted a un hombre con gran corazón y sentimientos apasionados que solo quieren ser encendidos —de eso estoy segura— por la mujer adecuada.

¡Déjeme ser esa mujer y no se arrepentirá!

Todavía me palpita el corazón cuando recuerdo esa infeliz historia que por un breve y maravilloso instante nos acercó tanto que nuestras manos se rozaron y sentí su aliento en mi piel. La felicidad estaba muy cerca y a mí me habría gustado besarle. (¡En otras circunstancias lo habría hecho!). Usted estaba tan confuso y a pesar de todo se comportó de forma tan caballerosa… aunque a mí me correspondía la misma parte de culpa. Quiero mostrarle mi agradecimiento por ello, aunque seguro que en este momento no sabe de qué le estoy hablando.

Se preguntará quién le escribe. No se lo voy a decir. Todavía no.

Respóndame, Lovelace, e intente descubrirlo. Es posible que le espere una aventura amorosa que le convierta en el hombre más feliz que ha visto nunca París.

Pero debo prevenirle, querido Duc. No soy tan fácil de conseguir como otras.

Le reto al más delicado de todos los duelos y estoy impaciente por saber si acepta este pequeño desafío. (¡Me apuesto el dedo meñique a que sí!).

En espera de su respuesta, con mis mejores deseos,

La Principessa

4

«Maravillosamente confuso»: esas son las palabras que mejor describen cómo me sentí durante el resto del día.

No estaba en condiciones de concentrarme en nada: ni en el taxista que se impacientó cuando no reaccioné a su segundo
«Nous sommes là, monsieur
, hemos llegado!», ni en monsieur Tang, que me esperaba con resignación oriental en uno de los andenes con preciosas lámparas de bola y sonrió con amabilidad cuando entré en la Gare du Nord con diez minutos de retraso, ni siquiera en la deliciosa comida que compartí con mi invitado chino en Le Bélier, mi restaurante preferido, en la Rue des Beaux-Arts, en el que se come sentado en sillones de terciopelo rojo, en un ambiente realmente principesco y cuya carta siempre me sorprende con su minimalista sencillez.

También ese día se podía elegir entre
la viande
(la carne),
le poisson
(el pescado),
les légumes
(las verduras) y
le desert
(el postre). Una vez elegí como entrante, simple y llanamente,
l’oeuf
, el huevo, y me pareció muy
sophisticated
.

La sencillez y la calidad de los platos convencieron también a mi amigo chino, que mostró su aprobación. Luego me habló con entusiasmo del bum del mercado del arte en el país de las sonrisas y de su última adquisición en una casa de subastas belga. Monsieur Tang es lo que se denomina un
collectionneur compulsif
, y podía haberle prestado más atención. En vez de eso removí distraído las
légumes
de mi plato y me pregunté por qué no podía ser todo en la vida tan sencillo como el menú de Le Bélier.

Mis pensamientos volvían una y otra vez a la enigmática carta que permanecía doblada en un bolsillo de mis pantalones. Nunca había recibido una carta así, una carta que me provocaba y emocionaba a la vez y que —para expresarlo en el lenguaje de la Principessa— me sumía en un indecible desconcierto.

¡¿Quién diablos era aquella Principessa que me ofrecía con palabras delicadas la más maravillosa aventura amorosa y al mismo tiempo me castigaba como a un niño pequeño y «con los mejores deseos» esperaba una respuesta mía?!

Cuando monsieur Tang se puso de pie y se disculpó ante mí con una leve inclinación para ir al baño, aproveché la ocasión para sacar otra vez el sobre azul cielo del bolsillo. Volví a sumergirme en aquellas líneas, que ya me resultaban tan conocidas como si las hubiera escrito yo mismo.

Un golpe sordo me hizo estremecer como un ladrón pillado in fraganti. Monsieur Tang, que había regresado sin hacer ruido, como un tigre, arrastró su silla y yo sonreí apurado, doblé la carta a toda prisa y me la guardé en el bolsillo de la chaqueta.

—¡Oh, por favor, disculpe! —Monsieur Tang parecía molesto por su supuesta indiscreción—. No quería molestarle. Por favor, lea hasta el final.

—¡Oh, no, no! —repliqué con una sonrisa estúpida—. Es solo… Me ha escrito mi madre… Una celebración familiar… —Cielo santo, ¿qué tonterías le estaba diciendo? Un Dios benévolo tuvo compasión de mí y mandó al camarero vestido de negro, que nos preguntó si queríamos tomar algo más.

Agradecido, pedí
le desert
, que resultó ser una
crème brûlée
, y me obligué a hacer un par de preguntas a Tang, que asentía con la comprensión propia del sentido familiar de los chinos.

Mientras con unos cuantos «aaahs» y «ooohs» simulaba interés por sus detalladas explicaciones sobre la afición por los tulipanes en la Holanda del siglo
XVII
(¿cómo había llegado a ese tema?), mis pensamientos giraban en torno a la identidad de la bella remitente de la carta.

Tenía que ser una mujer que yo conocía. O al menos una que me conocía a mí. Pero ¿de qué?

Sé que puede sonar algo arrogante, pero mi vida está llena de mujeres. Uno se las encuentra por todas partes. Flirtea con ellas, discute con ellas, trabaja con ellas, ríe con ellas, pasa largas horas en un café con ellas… y de vez en cuando, cuando surge algo más, también las noches.

Pero esa carta no ofrecía ningún dato concreto que permitiera deducir quién era la caprichosa escritora. Porque era caprichosa, eso estaba muy claro.

En la cara posterior de la carta, muy abajo, descubrí una dirección de correo electrónico: [email protected].

Todo sumamente enigmático. El secretismo de la Principessa me puso furioso, pero luego me vinieron a la mente sus preciosas palabras y me sentí fascinado.

—Monsieur Champollion, no presta atención —me reprendió Tang con amabilidad—. Le acabo de preguntar qué hace Soleil Chabon y usted me ha respondido: «Hmm… sí, sí».

¡Cielos, tenía que centrarme de una vez!

—Sí… yo… eh… dolor de cabeza —tartamudeé, y me llevé la mano a la frente—. Este tiempo me sienta fatal.

En el exterior brillaba un suave sol de mayo y el aire estaba más claro que nunca en París.

Tang elevó las cejas, pero evitó con cortesía cualquier comentario.

—¿Y Soleil? Ya sabe, la joven pintora caribeña —añadió a modo de aclaración, pues era evidente que no confiaba demasiado en mi capacidad de asociación.

—¡Aaaah, Soleil! —Sonreí un poco inquieto cuando me acordé de que le había prometido a mi pintora enamorada que pasaría hoy (¡¿hoy?!) a verla—. Soleil… está en pleno
big bang
creativo —dije, y me pareció que a la vista de su carácter explosivo no era ninguna mentira—. En junio presenta su segunda exposición, vendrá usted, ¿no?

Tang asintió sonriendo y yo pedí la cuenta.

Tras una tarde agotadora en las salas de la Galerie du Sud, donde Marion y Cézanne nos saludaron muy alegres y mi chino contempló todos los cuadros nuevos con una sonrisa imperturbable (sus comentarios fueron desde «
tlès intelessant
» hasta «
supelbon
»), por fin se marchó con un par de folletos y su pequeña maleta de ruedas plateada al Hôtel des Marronniers, un pequeño y encantador establecimiento que está prácticamente en la Rue Jacob, es decir, justo a la vuelta de la esquina, y que entusiasma por igual a europeos y asiáticos.

La localización es inmejorable. Tranquilo, en el corazón de Saint-Germain y con un patio interior en el que crecen aromáticas rosas y se oye el callado borboteo de una vieja fuente, situada en el centro. En esta época del año es el no va más para las personas románticas, que además desde el cuarto piso pueden contemplar las torres de St-Germain-des-Prés. Aunque es mejor que no sean muy corpulentas.

Las habitaciones tienen las paredes enteladas, muebles antiguos… y son claustrofóbicamente pequeñas. Por tanto, nada adecuadas para el típico americano del Medio Oeste, pues cuando se mide más de 1,80 el confort de la cama es bastante limitado.

Como yo no soy un gigantón, a mí ese problema no me afecta personalmente, pero hace unos años cometí el error de instalar en el Marronniers a Jane Hirstmann y Bob, su nuevo marido, que mide dos metros. Bob, quien normalmente ocupa él solo una cama
king size
, sigue todavía hoy traumatizado por su
«romantic disaster
» en la «camita de los enanitos de Blancanieves».

Me dejé caer con un suspiro en mi sofá blanco y acaricié el suave cuello de Cézanne abismado en mis ideas. La falta de sueño de la noche anterior empezaba a pasarme factura, por no hablar de los acontecimientos de las últimas horas, por muy agradables que fueran.

Marion se había marchado diez minutos antes con su tipo de la Harley Davidson y yo tenía por fin mi primer momento de tranquilidad.

Por tercera vez en el día, saqué la carta de la Principessa y desplegué las hojas arrugadas.

Luego llamé a Bruno.

Cuando, por el motivo que sea, la vida de un hombre amenaza con volverse complicada, necesita tres cosas: una tarde relajada en su bar favorito, una copa de vino tinto y un buen amigo.

Aunque por teléfono no le dije gran cosa, solo algo parecido a «Vamos a tomar una copa, tengo algo que contarte», Bruno lo entendió al instante.

—Dame una hora —dijo, y solo el hecho de pensar en ese hombretón con su bata blanca me resultó sumamente tranquilizador—. Te recojo en la galería.

Bruno es médico, lleva siete años enamorado de su mujer, Gabrielle, y está entusiasmado con su hija de tres años. Cuando no endereza narices rotas o demasiado grandes y alisa con inyecciones de botox las frentes arrugadas de las damas de la sociedad parisina es también un apasionado jardinero, un hipocondríaco y un teórico de la conspiración. Vive con su familia en una casa con jardín en Neuilly, tiene una exitosa consulta en la Place Saint-Sulpice y entiende de arte moderno tan poco como de literatura experimental.

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