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Authors: Nicolas Barreau

Tags: #Romántico

Me encontrarás en el fin del mundo (3 page)

BOOK: Me encontrarás en el fin del mundo
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Se volvió hacia mí.

—¿Quién es ese ANE? —preguntó con mirada expectante—. ¿Me he perdido algo? ¿Hay algo más que ver?

Yo sacudí la cabeza. Casi todos los coleccionistas que conozco tienen algo de maniacos cuando se trata de descubrir algo nuevo.

—¡Yo nunca le ocultaría nada, mi querida Jane! Se trata de un joven artista parisino, Julien d’Ovideo. Le represento desde hace poco tiempo —le expliqué, y decidí firmar de inmediato un contrato con Julien—. ANE resume su concepto del arte: el Arte Necesita Espacio.

—¡Aaaah! —exclamó—.
El arte necesita espacio
. Eso está bien, muy bien —asintió con aprobación—. El arte necesita espacio, y los sentimientos necesitan espacio, así es. ¿Julien d’O… qué? Bueno, da igual… con este tiene que
hacer
usted algo, Jean-Luc. ¡Haga algo con él, se lo digo, el tipo promete! Me lo dice mi olfato.

Cuando Jane Hirstmann ponía en juego su nariz, que además era bastante grande, había que tomarla en serio. Ya había
olido
algunos cuadros que luego se habían vendido por grandes sumas de dinero.


How much?
—preguntó, y yo le dije un precio absolutamente exagerado.

Jane compró el
Corazón de fresa
ese mismo día y pagó por él una considerable cifra en dólares.

Julien se puso loco de contento cuando le comuniqué la noticia personalmente. Me dio un espontáneo abrazo con las manos manchadas de pintura, y sus huellas quedaron inmortalizadas para siempre en mi precioso jersey de cachemir azul claro. Pero quién sabe, tal vez ese jersey que no entendía de arte, y que por desgracia era mi favorito, fuera un día increíblemente valioso, una especie de
ready-made
que documenta el momento más feliz en la vida del artista. En los tiempos en los que todo puede ser arte y hasta los excrementos enlatados de un artista italiano se subastan en el Sotheby’s de Milán como
Merda di artista
por sumas increíbles, nada me parece imposible.

En cualquier caso, esa feliz tarde de enero Julien y yo nos tomamos unas copas en su estudio sin calefacción, unas horas más tarde nos tuteamos y acabamos la velada en un bar.

Al día siguiente el joven y esperanzado artista acudió con una cierta resaca a la Galerie du Sud y en aquel momento planeamos la exposición «El arte necesita espacio» que ahora yo debía inaugurar dentro de un cuarto de hora.

¿Dónde se había metido Marion? Desde que tenía ese novio motero ya no se podía confiar en ella. Marion había estudiado arte y estaba haciendo las prácticas en mi galería. Y era realmente buena, de lo contrario no me habrían faltado más de una vez las ganas de echarla.

Marion organizaba los eventos más complicados sin dejar de mascar chicle y se metía a todos los clientes en el bolsillo. Yo tampoco podía resistirme a su indolente encanto.

En el exterior retumbó una fuerte vibración. Un instante después se abrió la puerta y Marion entró haciendo ruido con sus tacones y enfundada en un vestido de terciopelo negro vergonzosamente corto.

—¡Ya estoy aquí! —dijo resplandeciente y con unas mejillas rojas que la delataban, y se puso derecha la diadema que sujetaba su larga melena rubia.

—¡Marion, algún día te voy a despedir! —dije yo—. ¿No tenías que estar aquí hace una hora?

Sonriendo, quitó una pelusilla blanca de mi chaqueta oscura.

—¡Aaah, Jean-Luc, vamos, tranquilo! Todo está controlado. —Me dio un leve beso en la mejilla y murmuró—: No te enfades, pero de verdad que no he podido venir antes.

Luego dio un par de indicaciones a las chicas del cátering, y preguntó: «Pero… ¿qué habéis hecho ahí?», y estuvo arreglando el gigantesco ramo de flores de la entrada hasta que por fin respondió a su sentido estético.

Cuando vi a los primeros invitados acercarse por la Rue de Seine me volví hacia Julien.


Showtime
—dije—. ¡Allá vamos!

Las chicas del cátering sirvieron el champán en las copas, y yo me arreglé el pañuelo de seda que llevaba al cuello y que encuentro mucho más cómodo que esas estranguladoras corbatas. Por ese accesorio me he ganado entre mis amigos el apodo de Jean-Duc, el duque. Bueno, hay cosas peores.

Miré alrededor. Julien estaba en la pared del fondo de la galería, las manos en los bolsillos del pantalón, su inevitable gorra bien calada, casi tapándole la cara.

—¡Vamos, ven aquí! —le dije—. Es tu fiesta.

Él se encogió de hombros y se acercó despacio, muy en plan James Dean.

—Y, por favor, quítate esa gorra de una vez.

—¿Qué tienes contra mi gorra, tío?

—¿Por qué tienes que esconderte? Ya no eres un grafitero de los suburbios ni vas a jugar al
streetball
.

—¿Eh, qué significa eso? ¿Es que ahora eres de pronto un maldito burgués, o qué? Beuys también llevaba su…

—Beuys no era ni de lejos tan guapo como tú —le interrumpí—. ¡Vamos, hazlo de una vez! Por mí, tu viejo mecenas.

Con desgana, se quitó la gorra y la lanzó detrás del sofá. Yo abrí la puerta de cristal, aspiré el tibio aire de mayo y saludé a los primeros invitados.

Dos horas más tarde ya sabía que la exposición sería un éxito. La galería estaba llena de personas que conversaban animadamente, bebían champán sentadas en los sofás o daban su opinión al artista, para luego llevarse un canapé a la boca con la punta de los dedos. Había acudido todo el mundillo del arte, tres redactores culturales, algunos buenos clientes… y también había algunas caras nuevas.

El animado barullo que reinaba en las dos salas de la galería era ensordecedor, de fondo Amy Winehouse cantaba «I Told You I Was Trouble», y la periodista de
Le Figaro
estaba como loca con Julien.

Despertaron mucho interés
Le grand rouge
y
L’heure bleu
, un monumental desnudo femenino que no destacaba en el conjunto de la composición azul hasta que no se observaba el cuadro con más detenimiento.

Había buen ambiente. Solo Bittner, un coleccionista muy influyente que tenía una galería en Düsseldorf y que participaba en la organización de Art Cologne, iba de un lado para otro criticando. ¡Típico!

Nos conocíamos desde hacía ya muchos años y, como cada vez que venía a París, yo me había encargado de hacerle una reserva en el Duc de Saint-Simon y de que ocupara su habitación preferida. Como yo alojaba con frecuencia a mis clientes procedentes del extranjero en este hotel, tenía buenos contactos en la recepción, sobre todo desde que trabajaba allí Luisa Conti, la sobrina del propietario, cuya familia residía en Roma.

—¿Monsieur Kört Wittenär? —me había dicho por teléfono como si se tratara de un extraterrestre.

—Karl —repliqué yo con un suspiro—. Karl. Y se apellida Bittner, con B. —Ya me había acostumbrado a que Luisa Conti, quien con su traje de chaqueta oscuro y sus gafas negras de Chanel era un ejemplo de elegancia a pesar de su juventud, confundiera y cambiara a menudo los nombres de los huéspedes.

—¡Aaah!
Entendu! Monsieur Charles Bittenär!
¿Por qué no me lo ha dicho antes? —Noté cierto reproche en su voz, pero evité hacer comentario alguno—. La habitación azul… un momento…
eh… bien
, sí, es posible.

Pude ver en mi mente a mademoiselle Conti, sentada tras la mesa antigua de la recepción, con su pluma Waterman verde oscuro —que como todas las Waterman tendía a echar borrones—, escribiendo concienzudamente y con manchas de tinta en los dedos el nombre de Charles Bittenärr en el libro de registro, y tuve que sonreír.

Mi relación con Bittner era ambivalente. En realidad me gustaba ese hombre, que era unos diez años mayor que yo y cuyo cabello oscuro un poco largo le hacía parecer un habitante del sur. Pero en el fondo temía quedar mal con él. Admiraba su constancia, su olfato certero, y odiaba su insoportable arrogancia. Y además le envidiaba por los dos
Yellow Cab
de Fetting y un cuadro de Rothko que poseía.

Se detuvo delante de
Unique au monde
, un dibujo muy plano en tonos azules y verdes, y puso una cara como si hubiera mordido un limón.

—No sé —oí que le decía a la mujer de pelo oscuro que estaba a su lado—, no está… bien hecho. Simplemente no está bien hecho.

Karl Bittner habla francés con fluidez, y yo odio sus frases asesinas.

La mujer ladeó la cabeza.

—Bueno, yo creo que tiene algo —dijo pensativa, y tomó un sorbo de su copa de champán—. ¿No siente esa… armonía? Como un encuentro pacífico de tierra y mar. Me parece muy auténtico.

Bittner pareció vacilar.

—Pero ¿es también innovador? —replicó—. ¿Qué significa esa huida hacia lo monumental?

Decidí unirme a ellos.

—Es un privilegio de la juventud. Todo tiene que ser grande y atrevido. Me alegro de que haya podido venir, Karl. Ya veo que se está divirtiendo. —Miré a la mujer que estaba a su lado con un traje de chaqueta color crema. Sus ojos azules hacían un contraste sensacional con su pelo negro—.
Enchanté!
—dije con una leve inclinación.

Antes de que la belleza morena pudiera contestar, oí una voz exaltada que gritaba mi nombre.

—¡Jean-Duc, ah, Jean-Duc,
mon très cher ami!
—Era Aristide Mercier, un profesor de literatura de la Sorbona que siempre iba muy elegante con su chaleco amarillo canario, y que ahora cruzaba la sala volando hacia mí. Aristide es el único hombre que conozco al que le sienta bien el amarillo canario. Su mirada se posó un instante con admiración en mi pañuelo antes de estamparme dos besos en las mejillas.


Oh, très chic!
¿Es de Etro? —preguntó sin esperar una respuesta—. ¡Mi querido Duc, esto es absolutamente genial, sencillamente
super
!

El lenguaje de Aristide está plagado de superlativos y signos de admiración, y lamenta profundamente que a mí —
à son avis
— me guste el sexo «equivocado». («¡Un hombre con
tu
gusto, es una lástima!»).

—¡Me alegro de verte, Aristide! —Le di unas palmaditas amistosas en el hombro. Aunque jamás vayamos a ser pareja, quiero mucho a mi viejo amigo Aristide. Tiene un humor maravilloso y nunca deja de sorprenderme la facilidad con que se mueve entre la literatura, la filosofía y la historia. Sus clases están siempre muy concurridas, saluda a los que llegan tarde con un apretón de manos, y se ha hecho famoso su dicho de que se conforma con que sus alumnos se lleven de sus clases tres frases a casa.

Aristide sonrió.

—¡Veo que ya os conocéis!
Non?
—Pasó el brazo por el hombro de la morena desconocida, que era evidente que había venido con él—. ¡Esta es mi querida Charlotte! Charlotte, este es el señor de la casa, mi viejo amigo y galerista favorito, Jean-Luc Champollion. —Naturalmente, no renunció a decir mi nombre entero.

La mujer morena me tendió la mano. Era cálida y firme.

—¿Champollion? —preguntó, y yo ya sabía lo que venía después—. Como Champollion el famoso egiptólogo, el de la Piedra de Rosetta…

—Sí, justo ese —intervino Aristide—. ¿No es fantástico? ¡Jean-Luc está emparentado con él!

Aristide estaba radiante, Bittner sonrió con sarcasmo y la mujer de la que yo ya sabía que se llamaba Charlotte levantó sus cejas bien perfiladas. Hice un gesto de rechazo.

—Un parentesco muy lejano, todo muy confuso…

Pero al margen de lo que yo dijera, Charlotte se interesó por mi persona, no se apartó de mí en toda la tarde y después de cuatro copas de champán me contó que estaba casada con un político y que se aburría soberanamente.

Cuando poco después de las once se marcharon los últimos invitados, nos quedamos solos los cuatro: Bittner, Julien, yo… y la ya algo achispada Charlotte.

—¿Y qué hacemos ahora? —cacareó entusiasmada.

Bittner propuso tomar una última copa en el pequeño y tranquilo Bar des Duc de Saint-Simon. Tenía la ventaja de que él podía retirarse luego directamente a su habitación.

Yo le cedí el asiento delantero del taxi y me apretujé atrás con Julien y Charlotte. Mientras subíamos por el Boulevard Saint-Germain noté de pronto un delicado roce. Era la mano de Charlotte que se deslizaba por mis piernas. En realidad yo no quería nada de ella, pero sus dedos me confundieron.

Miré a Julien. Pero él, eufórico por la aceptación que había tenido esa noche, se había reclinado hacia delante y conversaba animadamente con Bittner.

Charlotte me lanzó una sonrisa insinuante. Tal vez fue un error, pero yo se la devolví.

En la recepción del Saint-Simon nos saludó el portero de noche, un tamil de piel oscura elegantemente vestido.

Bajamos al pequeño bar que ocupa una vieja bodega abovedada, y tuvimos suerte: el barman todavía estaba allí, secando las últimas copas. Cuando nos vio, asintió con amabilidad y nosotros tomamos asiento bajo la bóveda de piedra. En las paredes colgaban cuadros antiguos y espejos de marco dorado; junto a las cómodas butacas tapizadas había estanterías de media altura llenas de libros y, como siempre que iba allí, no me pude resistir al encanto algo vetusto de ese pequeño refugio en el gran París.

Pedimos otra copa de champán, nos fumamos unos cigarrillos porque éramos los únicos clientes y pensamos que nos lo merecíamos (el camarero hizo la vista gorda y nos dejó como de pasada un cenicero sobre la mesita), charlamos y Julien nos contó algunas historias de su época de grafitero. El que más se reía era Bittner. Parecía haberse curado ya de su aversión a lo monumental.

Poco antes de la una el barman nos preguntó si queríamos tomar algo más.

—¡Claro que sí! —exclamó Charlotte, que estaba sentada a mi lado y no paraba de mover muy animada su zapato de charol negro—. ¡Tomemos una copa de despedida, por favor!

Julien aceptó encantado, él podía aguantar toda la noche, Bittner había decaído algo en la última media hora y ya bostezaba tapándose la boca con la mano, y debo admitir que yo estaba ya algo cansado. A pesar de todo pedí una última ronda.

—Sus deseos son órdenes para mí, madame.

Charlotte no habría aceptado un no en ningún caso.

Volvimos a brindar por la maravillosa velada, por la vida y el amor, y luego Charlotte volcó su copa de champán precisamente en el pantalón de Bittner.


Ah, madame, c’est pas grave!
—dijo monsieur Charles sin darle importancia, y se sacudió el pantalón mojado como si solo tratara de quitarse una pelusa. Pero unos minutos más tarde se despidió, agradecido de poder meterse en su cama francesa algo anticuada.

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