—Otras muchas que sí.
—Cierto.
—Sigues teniendo pendiente el invitarme a cenar allí.
—No. Tengo pendiente llevarte, nunca hablé de invitarte.
Orestes rio con mesura mientras llamó la atención de la camarera, una mujer joven de acento sudamericano que lucía sugerentes tatuajes y silueta sinuosa. Pidió dos cervezas y ambos hojearon la carta.
—¿Algo para compartir y un segundo, como siempre? —propuso Orestes.
—Por mí, de acuerdo. Yo tengo claro el atún a la brasa. ¿Tú?
—Creo que el calamar al carbón. ¿Y qué te parece el bogavante en tempura y la ventresca de bonito?
—Te cambio la ventresca por las verduras braseadas.
—Magnífico.
—Te queda bien ese
look
de marine americano. En el campo de rugby con esa peluca tan ridícula no me di cuenta de que te habías rapado. Te has arriesgado mucho. Demasiado. Pero ya veo que estás muy tranquilo —apuntó Pílades con toda la intención de retomar la conversación.
—Lo cierto es que sí. Como te expliqué por teléfono, lo he dejado todo bien atado para que inculpen a alguien que ya no va a tener la oportunidad de defenderse. Ha salido todo a pedir de boca y, como tú vaticinaste aquel día, me siento bien.
—¿Puedes ser más concreto en esa parte? Necesito saber qué es exactamente lo que sientes en estos momentos.
—Es difícil de explicar. Diría que es una mezcla entre alivio y placer. Me siento aliviado por haber satisfecho una necesidad que estaba en la base de mi pirámide. ¿Recuerdas? Y placer, por haber sido capaz de desarrollar todas mis capacidades intelectuales en el juego. La pena es que aquí no hay un marcador que diga por cuánto he ganado el partido, pero yo diría que al menos por cinco a cero, ¿no? Bueno, tengo que reconocer que tenerte de portero en el equipo contrario ayudó bastante y que el último gol fue en propia puerta, pero ya tenía el resultado muy a mi favor para entonces.
La risa irónica de Orestes dejó al descubierto su mayor debilidad. Pílades se guardó el contraataque para otro momento.
—¿No tienes miedo de haber dejado algún cabo suelto que les lleve hasta ti? —masculló de forma intencionada sin separar la mirada de la cerveza.
Orestes eludió responder y buscó a la camarera con los ojos. Cuando les preguntó por el vino, sugirió con exquisitez y altanería ampliar la variedad de vinos de la Ribera del Duero. Finalmente, eligió un caldo argentino de la Patagonia. Cuando se marchó la camarera, retomó la conversación:
—Después de tantos años en España sigues arrastrando ese acento tuyo centroeuropeo.
—Como te decía antes, hay cosas que no cambian nunca.
—Bueno, yo sí he cambiado, ¿sabes?
—Explícate.
—He conseguido aprender a canalizar mi rechazo hacia los demás, y eso me hace más fuerte.
—¿Y cómo dirías que lo has logrado?
—Demostrando al mundo que no estoy en el mismo plano que ellos. Puedo manejarles a mi antojo. Soy dueño de mis decisiones y de su destino.
—¿El de todos?
Orestes meditó la respuesta.
—El de todos los que estén a mi alcance.
—¿El mío también?
—También —aseveró mordaz—. Necesito fumar, y tengo que salir fuera con esta maldita ley. ¿Me acompañas mientras traen los primeros?
—Prefiero esperarte aquí, si no te importa. No estoy para muchos trotes, ya sabes.
—Estás haciéndote mayor.
AP-1, a 171 kilómetros de Plentzia
Ciento sesenta y tres kilómetros por hora marcaba el velocímetro del coche de Sancho camino de la población costera vizcaína. A pesar de ello, la velocidad del vehículo era muy inferior a aquella con la que su cerebro formulaba preguntas sin respuesta. Estuvo tentado en varias ocasiones de llamarle por teléfono, pero no quería ahuyentarle si estaba en lo cierto.
Apretó de nuevo el acelerador en busca de respuestas.
«¿Quién te llamó para que nos ayudaras? ¿Acaso fuiste tú el que te ofreciste a intervenir? ¿Por qué querías estar dentro?, ¿para ayudarnos o para controlarnos? ¿Le conoces, verdad? ¡Claro que le conoces! Normalmente, lo que parece es simplemente eso: lo que parece que es. ¿Y qué parece? Parece que nos estás ayudando, pero solo lo parece. ¿Es eso lo que me querías decir? Me la has jugado bien jugada. Vas a tener que explicarme al detalle cómo fuiste capaz de describir tan acertadamente su rostro. Le conoces. Sé que le conoces. Así consiguió entrar en el sistema, ¿no? Tú le diste el acceso. Vas a tener que contármelo todo, y muy despacito para que yo lo entienda. Cinco muertos. Martina. ¡Maldito seas, jodido Carapocha!».
Pisó a fondo y frunció el ceño mientras hacía el cálculo velocidad-tiempo. Menos de una hora para llegar a Bilbao y veinte minutos más hasta Plentzia.
Restaurante Milagros
Carretera de Barrika a Sopelana (Vizcaya)
La conversación había ido subiendo de tono al mismo ritmo al que disminuía el contenido de la botella de vino. Antes de pedir los postres y aprovechando que su acompañante había salido a fumarse otro cigarro, Carapocha fue al baño y regresaba en ese momento.
—¡Uhhh! ¿Tenemos problemas de próstata, abuelo? —preguntó con marcado retintín.
—No. Me he levantado con el disco duro intestinal en proceso de desfragmentación. Me hubiera gustado compartir contigo la forma en que he dejado el lienzo, pero no quería interrumpir tu dosis de nicotina.
—Se agradece el detalle. Ya que lo dices, se te nota en la cara el esfuerzo. Estás blanco. Quiero decir, más blanco de lo normal.
—Me gustaría retomar la conversación en un punto en el que necesitamos profundizar más.
—¿Necesitamos? Te escucho.
—Gracias. Una cosa es que hayas sido capaz de encontrar la forma de asumir que eres una persona distinta a las demás y vivir consecuentemente, y otra bien distinta es que realmente estés convencido de que eres dueño de los destinos de quienes te rodean. Cada uno es dueño de su destino.
—Te hemos demostrado cinco veces que no estás en lo cierto.
—¿Hemos?
Orestes atribuyó su desliz a la falta de costumbre y se conjuró para mantener la concentración que requería el diálogo. Carapocha buscó respuesta en aquellos ojos negros. No lo consiguió. Decidió probar suerte en otro momento, pero tuvo la certeza de que algo no marchaba bien.
—Tienes que entender algo, chavalín —retomó forzado—: poder intervenir en el destino de las personas no te concede el derecho a decidir sobre la vida o la muerte.
—Vaya, vaya… ¡Cómo ha cambiado el discurso! ¿Sigues tratando de provocarme con eso de «chavalín»?
—Pensaba que ya lo habías superado.
—No me toques los cojones, ¿vale? No hace mucho, me empujabas a dar rienda suelta a mis instintos en este mismo lugar.
—¡No! —se opuso Pílades elevando la voz—. Yo te sugerí un camino para que pudieras encontrarte a ti mismo y tratar de controlar esos impulsos. Traté de conocerte para ayudarte, pero tú tenías que ir mucho más allá; es eso, ¿no?
—Llamemos a las cosas por su nombre, querido Pílades. Tu pretensión no era solo la de ayudarme, como dices, querías penetrar en mi mente para controlarme. ¡¡Controlarme!! El aprendiz ha superado al maestro, ley de vida.
—No estés tan seguro de eso, aprendiz.
—Es la primera vez que te veo tan a la defensiva —atacó frontalmente.
Carapocha adoptó una postura dominante en la mesa que no pasó desapercibida para Orestes, que reaccionó acortando la distancia con su interlocutor. El psicólogo abrió fuego:
—A ninguno de los dos se nos escapa que todavía queda un cabo suelto en toda esta historia, y necesito saber qué has pensado hacer con él.
Orestes forzó una mueca cargada de vanidad y soberbia.
—¿Contigo?
—Sí, conmigo. ¿Qué piensas hacer?
—La cuestión es qué pretendes tú que haga —enfatizó prolongando una pausa para cargar el momento de dramatismo—. ¿Cuál es el siguiente paso? ¿Crees que puedes tacharme como si fuera uno más de tu oscuro cuaderno de bitácora? ¿Con quién creías que estabas tratando?
—Con un monstruo latente. Eso lo supe desde nuestro primer encuentro en Nueva York, en el año 1999. Por eso traté de enseñarte a controlar tu odio a través de las muchas terapias que mantuvimos en Berlín. Eras un caso claro y solo era cuestión de tiempo que empezaras tu sangrienta carrera de asesinatos. Pensé que, estando a tu lado, podría entender algo mejor la mente criminal para saber cómo enfrentarme a tipos como tú —expuso con franqueza.
Orestes se tapó la boca para tratar de amortiguar la carcajada.
—Y ya soy tu gran incomodidad. ¿De verdad creías que podrías controlarme como a una marioneta? ¿Que así encontraría la paz? ¿Cuál era el límite que habías marcado? ¿Una? ¿Quizá dos muertes? No hay límites una vez se empieza, y eso deberías saberlo tú mejor que nadie. Mi objetivo principal no era otro que absorber los conocimientos de un experto en la materia. Asume tu derrota.
Carapocha retrocedió a su trinchera.
—Creí que podría controlar tu voracidad, pero me equivoqué. Ahora lo sé. Tenía que haberte neutralizado antes. Ya no hay vuelta atrás, reconozco mi fracaso.
—¿Neutralizado? ¿Y cómo pensabas hacerlo? He ido siempre dos pasos por delante de ti. Otro fracaso más como el de Dutroux, Nilsen, Pitchuskin… o como el de tu Erika.
—¡No mezcles a Erika en esto, maldito bastardo! Ella no era ningún monstruo.
—No. Pero igualmente eres responsable de su muerte por dejar que se enfrentara sola a uno de aquellos «monstruos», como tú los defines. Eres tan culpable de su muerte como de las de tantos otros a los que creías controlar. Tu vida es un continuo descalabro.
Carapocha pareció apagarse de forma repentina y Orestes aprovechó para seguir torpedeando la línea de flotación de su rival.
—¿Quién se ha aprovechado de quién? Te creía más inteligente, casi a mi altura. Casi —recalcó—. Pero tienes razón, eres el único cabo suelto que me queda por atar, aunque todavía no tengo claro si atarlo o cortarlo. ¿Me explico?
En ese instante, los rasgos faciales del psicólogo se pusieron de acuerdo para manifestar un estallido de felicidad y, acortando aún más la ya estrecha distancia que separaba su cara de la de Orestes, le preguntó en voz baja:
—¿En serio creías que iba a presentarme aquí sin salvavidas? ¿Me crees tan estúpido? Aunque te resulte imposible asumirlo, me he enfrentado a mentes superiores a la tuya y he salido bien parado. Subestimar a las personas es tu gran error, chavalín. ¿Ves esto? —preguntó mostrando su colmillo al tiempo que sacaba una cuartilla doblada del bolsillo interior de su cazadora—. Es el código. Tu código.
Orestes exageró una expresión de desconcierto y, tapándose de nuevo la boca con la mano, repitió:
—El código… claro, claro. Infinita ingenuidad. ¿De qué cojones me estás hablando?
Carapocha no respondió. Orestes plantó los codos encima de la mesa y entrelazó los dedos para apoyar la barbilla fingiendo su avidez por escuchar lo que el psicólogo le tenía que contar.
—Claro, querido, ese código que has creado para firmar tu autoría. ¡Qué mala memoria tienes!
Los ojos de Orestes se hicieron más pequeños y se oscurecieron antes de hablar.
—Te escucho, viejo.
—Como sabes, a los asesinos en serie que actúan movidos por su ego infinito, como es tu caso, les gusta dejar pistas sobre la autoría de sus crímenes, pero, claro, sin ponérselo muy fácil a la policía. Es parte del juego. Con el paso del tiempo, todos necesitan que su obra sea conocida por el mundo entero. Eso sí, tan creativo como te consideras, podrías haber sido algo más original. Pasajes de la Biblia, muy manido, ¿no crees? —cuestionó chasqueando la lengua y negando con la cabeza.
Orestes tragó bilis para no abalanzarse sobre su acompañante. El sorbo de café le supo extrañamente amargo.
—Por eso has escrito este último poema —infirió agitando la cuartilla—, que no rima, pero que te sirve igualmente.
El psicólogo desdobló el papel y empezó a leer: «Y dijo Dios: “Sea la luz”, y la luz fue. Y Ruth respondió: “No me ruegues que te deje y que me aparte de ti, porque donde quiera que tú fueres, iré yo, y donde quiera que vivieres, viviré. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios mi Dios”. Y se volvieron los pastores glorificando y alabando a Dios de todas las cosas que habían oído y visto, como les había sido dicho».
Carapocha hizo una pausa para mirar a su contendiente antes de retomar el intercambio de golpes intelectuales.
—Yo ando flojo del libro sagrado de los católicos, pero a quienes reciban este código les resultará tan sencillo dar con la clave como meter la frase en Google para saber los capítulos y versículos a los que pertenece. La primera cita es del Génesis, capítulo uno, versículo tres. La segunda, del Antiguo Testamento de Ruth, capítulo uno, versículo dieciséis. La tercera, del Nuevo Testamento de Lucas, capítulo dos, versículo veinte. ¿No lo pillas?
Su cara era un no.
—No estás muy vivo hoy para ser un superdotado; será el vino. Verás, es bien sencillo: el capítulo se corresponde con uno de tus poemas según su orden de aparición, y el versículo es la letra. Así de simple. Catorce citas para las catorce letras que conforman tu nombre y apellido, Augusto Ledesma. Pero espera, espera —le indicó haciendo un gesto con la mano—, que esto te va a encantar; a ver si por fin crees que he estado a tu altura. He preparado ocho envíos anónimos que llegarán mañana sábado a ocho medios de comunicación cuidadosamente escogidos, cada uno con el código y los cuatro poemas. ¿Crees que les dará tiempo a publicarlo en la edición del domingo?
Orestes se ahogaba en su propia hiel y no pudo articular palabra.
—Por fin tendrás tu reconocimiento en los medios, aunque quizá no te llegue en el mejor momento. Eso sí, será muy sonado. A lo grande, como tú querías. A nadie le resultará extraño que no pudieras permitir que otro se llevara los méritos de tu obra y que, finalmente, no te hayas resistido a la tentación de dar la posibilidad al mundo de continuar el juego para perseguirte. Ese sí es un gran reto, deberías agradecérmelo. Y mientras tú te escondes, yo me iré tan lejos que te resultará complicado recordar esta carita llena de agujeros.
Una riada de sensaciones desconocidas para Orestes se desbordó anegando su, hasta el momento, intacta osadía.
—Eso que te está recorriendo el cuerpo se llama pánico —definió Carapocha al tiempo que guardaba el folio.