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Authors: Eduardo Galeano

Tags: #Historico,Relato

Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982 (5 page)

BOOK: Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982
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[112]

La muerte

El primero de los indios modoc, Kumokums, construyó una aldea a orillas del río. Aunque los osos tenían buen sitio para acurrucarse y dormir, los ciervos se quejaban de que hacía mucho frío y no había hierba abundante.

Kumokums alzó otra aldea lejos de allí y decidió pasar la mitad del año en cada una. Por eso partió el año en dos, seis lunas de verano y seis de invierno, y la luna que sobraba quedó destinada a las mudanzas.

De lo más feliz resultó la vida, alternada entre las dos aldeas, y se multiplicaron asombrosamente los nacimientos; pero los que morían se negaban a irse, y tan numerosa se hizo la población que ya no había manera de alimentarla.

Kumokums decidió, entonces, echar a los muertos. Él sabía que el jefe del país de los muertos era un gran hombre y que no maltrataba a nadie.

Poco después, murió la hijita de Kumokums. Murió y se fue del país de los modoc, tal como su padre había ordenado.

Desesperado, Kumokums consultó al puercoespín.

—Tú lo decidiste —opinó el puercoespín— y ahora debes sufrirlo como cualquiera.

Pero Kumokums viajó hacia el lejano país de los muertos y reclamó a su hija.

—Ahora tu hija es mi hija —dijo el gran esqueleto que mandaba allí—. Ella no tiene carne ni sangre. ¿Qué puede hacer ella en tu país?

—Yo la quiero como sea —dijo Kumokums.

Largo rato meditó el jefe del país de los muertos.

—Llévatela —admitió. Y advirtió:

—Ella caminará detrás de ti. Al acercarse al país de los vivos, la carne volverá a cubrir sus huesos. Pero tú no podrás darte vuelta hasta que hayas llegado. ¿Me entiendes? Te doy esta oportunidad.

Kumokums emprendió la marcha. La hija caminaba a sus espaldas.

Cuatro veces le tocó la mano, cada vez más carnosa y cálida, y no miró hacia atrás. Pero cuando ya asomaban, en el horizonte, los verdes bosques, no aguantó las ganas y volvió la cabeza. Un puñado de huesos se derrumbó ante sus ojos.

[132]

La resurrección

A los cinco días, era costumbre, los muertos regresaban al Perú. Bebían un vaso de chicha y decían:

—Ahora, soy eterno.

Había demasiada gente en el mundo. Se sembraba hasta en el fondo de los precipicios y al borde de los abismos, pero no alcanzaba para todos la comida.

Entonces murió un hombre en Huarochirí.

Toda la comunidad se reunió, al quinto día, para recibirlo. Lo esperaron desde la mañana hasta muy entrada la noche. Se enfriaron los platos humeantes y el sueño fue cerrando los párpados. El muerto no llegó.

Apareció al día siguiente. Estaban todos hechos una furia. La que más hervía de indignación era la mujer, que le gritó:

—¡Haragán! ¡Siempre el mismo haragán! ¡Todos los muertos son puntuales menos tú!

El resucitado balbuceó alguna disculpa, pero la mujer le arrojó una mazorca a la cabeza y lo dejó tendido en el piso.

El ánima se fue del cuerpo y huyó volando, mosca veloz y zumbadora, para nunca más volver.

Desde esa vez, ningún muerto ha regresado a mezclarse con los vivos y disputarles la comida.

[14]

La magia

Una vieja muy vieja, del pueblo de los tukuna, castigó a las muchachas que le habían negado comida. Durante la noche, les arrebató los huesos de las piernas y les devoró la médula. Nunca más las muchachas pudieron caminar.

Allá en la infancia, a poco de nacer, la vieja había recibido de una rana los poderes del alivio y la venganza. La rana le había enseñado a curar y a matar, a escuchar las voces que no se oyen y a ver los colores que no se miran. Aprendió a defenderse antes de aprender a hablar. No caminaba todavía y ya sabía estar donde no estaba, porque los rayos del amor y del odio atraviesan de un salto las más espesas selvas y los ríos más hondos.

Cuando los tukuna le cortaron la cabeza, la vieja recogió en las manos su propia sangre y la sopló hacia el sol.

—¡El alma también entra en ti! —gritó.

Desde entonces, el que mata recibe en el cuerpo, aunque no quiera ni sepa, el alma de su víctima.

[112]

La risa

El murciélago, colgado de la rama por los pies, vio que un guerrero kayapó se inclinaba sobre el manantial. Quiso ser su amigo.

Se dejó caer sobre el guerrero y lo abrazó. Como no conocía el idioma de los kayapó, le habló con las manos. Las caricias del murciélago arrancaron al hombre la primera carcajada. Cuanto más se reía, más débil se sentía. Tanto se rió, que al fin perdió todas sus fuerzas y cayó desmayado.

Cuando se supo en la aldea, hubo furia. Los guerreros quemaron un montón de hojas secas en la gruta de los murciélagos y cerraron la entrada.

Después, discutieron. Los guerreros resolvieron que la risa fuera usada solamente por las mujeres y los niños.

[111]

El miedo

Esos cuerpos nunca vistos los llamaban, pero los hombres nivakle no se atrevían a entrar. Habían visto comer a las mujeres: ellas tragaban la carne de los peces con la boca de arriba, pero antes la mascaban con la boca de abajo. Entre las piernas, tenían dientes.

Entonces los hombres encendieron hogueras, llamaron a la música y cantaron y danzaron para las mujeres.

Ellas se sentaron alrededor, con las piernas cruzadas.

Los hombres bailaron durante toda la noche. Ondularon, giraron y volaron como el humo y los pájaros.

Cuando llegó el amanecer, cayeron desvanecidos. Las mujeres los alzaron suavemente y les dieron agua de beber.

Donde ellas habían estado sentadas, quedó la tierra toda regada de dientes.

[192]

La autoridad

En épocas remotas, las mujeres se sentaban en la proa de la canoa y los hombres en la popa. Eran las mujeres quienes cazaban y pescaban. Ellas salían de las aldeas y volvían cuando podían o querían. Los hombres montaban las chozas, preparaban la comida, mantenían encendidas las fogatas contra el frío, cuidaban a los hijos y curtían las pieles de abrigo.

Así era la vida entre los indios onas y los yaganes, en la Tierra del Fuego, hasta que un día los hombres mataron a todas las mujeres y se pusieron las máscaras que las mujeres habían inventado para darles terror.

Solamente las niñas recién nacidas se salvaron del exterminio. Mientras ellas crecían, los asesinos les decían y les repetían que servir a los hombres era su destino. Ellas lo creyeron. También lo creyeron sus hijas y las hijas de sus hijas.

[91][178]

El poder

En las tierras donde nace el río Juruá, el Mezquino era el dueño del maíz. Entregaba asados los granos, para que nadie pudiera sembrarlos.

Fue la lagartija quien pudo robarle un grano crudo. El Mezquino la atrapó y le desgarró la boca y los dedos de las manos y de los pies; pero ella había sabido esconder el granito detrás de la última muela. Después, la lagartija escupió el grano crudo en la tierra de todos. Las desgarraduras le dejaron esa boca enorme y esos dedos larguísimos.

El Mezquino era también dueño del fuego. El loro se le acercó y se puso a llorar a grito pelado. El Mezquino le arrojaba cuanta cosa tenía a mano y el lorito esquivaba los proyectiles, hasta que vio venir un tizón encendido. Entonces aferró el tizón con su pico, que era enorme como pico de tucán, y huyó por los aires. Voló perseguido por una estela de chispas. La brasa, avivada por el viento, le iba quemando el pico; pero ya había llegado al bosque cuando el Mezquino batió su tambor y desencadenó un diluvio.

El loro alcanzó a poner el tizón candente en el hueco de un árbol, lo dejó al cuidado de los demás pájaros y salió a mojarse bajo la lluvia violenta. El agua le alivió los ardores. En su pico, que quedó corto y curvo, se ve la huella blanca de la quemadura. Los pájaros protegieron con sus cuerpos el fuego robado.

[59]

La guerra

Al amanecer, el llamado del cuerno anunció, desde la montaña, que era la hora de los arcos y las cerbatanas.

A la caída de la noche, de la aldea no quedaba más que humo.

Un hombre pudo tumbarse, inmóvil, entre los muertos. Untó su cuerpo con sangre y esperó. Fue el único sobreviviente del pueblo palawiyang.

Cuando los enemigos se retiraron, ese hombre se levantó. Contempló su mundo arrasado. Caminó por entre la gente que había compartido con él el hambre y la comida. Buscó en vano alguna persona o cosa que no hubiera sido aniquilada. Ese espantoso silenció lo aturdía. Lo mareaba el olor del incendio y la sangre.

Sintió asco de estar vivo y volvió a echarse entre los suyos.

Con las primeras luces, llegaron los buitres. En ese hombre sólo había niebla y ganas de dormir y dejarse devorar.

Pero la hija del cóndor se abrió paso entre los pajarracos que volaban en círculos. Batió recia las alas y se lanzó en picada.

Él se agarró a sus patas y la hija del cóndor lo llevó lejos.

[51]

La fiesta

Andaba un esquimal, arco en mano, persiguiendo renos, cuando un águila lo sorprendió por la espalda.

—Yo maté a tus dos hermanos —dijo el águila—. Si quieres salvarte, debes ofrecer una fiesta, allá en tu aldea, para que todos canten y bailen.

—¿Una fiesta? ¿Qué significa cantar? Y bailar, ¿qué es?

—Ven conmigo.

El águila le mostró una fiesta. Había mucho y bueno de comer y de beber. El tambor retumbaba tan fuerte como el corazón de la vieja madre del águila, que latiendo guiaba a sus hijos, desde su casa, a través de los vastos hielos y las montañas. Los lobos, los zorros y los demás invitados danzaron y cantaron hasta la salida del sol.

El cazador regresó a su pueblo.

Mucho tiempo después, supo que la vieja madre del águila y todos los viejos del mundo de las águilas estaban fuertes y bellos y veloces. Los seres humanos, que por fin habían aprendido a cantar y a bailar, les habían enviado, desde lejos, desde sus fiestas, alegrías que daban calor a la sangre.

[174]

La conciencia

Cuando bajaban las aguas del Orinoco, las piraguas traían a los caribes con sus hachas de guerra.

Nadie podía con los hijos del jaguar. Arrasaban las aldeas y hacían flautas con los huesos de sus víctimas.

A nadie temían. Solamente les daba pánico un fantasma que había brotado de sus propios corazones.

Él los esperaba, escondido tras los troncos. Él les rompía los puentes y les colocaba al paso las lianas enredadas que los hacían tropezar. Viajaba de noche; para despistarlos, pisaba al revés. Estaba en el cerro que desprendía la roca, en el fango que se hundía bajo los pies, en la hoja de la planta venenosa y en el roce de la araña. Él los derribaba soplando, les metía la fiebre por la oreja y les robaba la sombra.

No era el dolor, pero dolía. No era la muerte, pero mataba. Se llamaba Kanaima y había nacido entre los vencedores para vengar a los vencidos.

[51]

La ciudad sagrada

Wiracocha, que había ahuyentado las tinieblas, ordenó al sol que enviara una hija y un hijo a la tierra, para iluminar a los ciegos el camino.

Los hijos del sol llegaron a las orillas del lago Titicaca y emprendieron viaje por las quebradas de la cordillera. Traían un bastón. En el lugar donde se hundiera al primer golpe, fundarían el nuevo reino. Desde el trono, actuarían como su padre, que da la luz, la claridad y el calor, derrama lluvia y rocío, empuja las cosechas, multiplica las manadas y no deja pasar día sin visitar el mundo.

Por todas partes intentaron clavar el bastón de oro. La tierra lo rebotaba y ellos seguían buscando.

Escalaron cumbres y atravesaron correntadas y mesetas. Todo lo que sus pies tocaban, se iba transformando: hacían fecundas las tierras áridas, secaban los pantanos y devolvían los ríos a sus cauces. Al alba, los escoltaban las ocas, y los cóndores al atardecer.

Por fin, junto al monte Wanakauri, los hijos del sol hundieron el bastón. Cuando la tierra lo tragó, un arcoiris se alzó en el cielo.

Entonces el primero de los incas dijo a su hermana y mujer:

—Convoquemos a la gente.

Entre la cordillera y la puna, estaba el valle cubierto de matorrales. Nadie tenía casa. Las gentes vivían en agujeros y al abrigo de las rocas, comiendo raíces, y no sabían tejer el algodón ni la lana para defenderse del frío.

Todos los siguieron. Todos les creyeron. Por los fulgores de las palabras y los ojos, todos supieron que los hijos del sol no estaban mintiendo, y los acompañaron hacia el lugar donde los esperaba, todavía no nacida, la gran ciudad del Cuzco.

[76]

Los peregrinos

Los mayas-quichés vinieron desde el oriente.

Cuando recién llegaron a las nuevas tierras, con sus dioses cargados a la espalda, tuvieron miedo de que no hubiera amanecer. Ellos habían dejado la alegría allá en Tulán y habían quedado sin aliento al cabo de la larga y penosa travesía. Esperaron al borde del bosque de Izmachí, quietos, todos reunidos, sin que nadie se sentara ni se echara a descansar. Pero pasaba el tiempo y no acababa la negrura.

El lucero anunciador apareció, por fin, en el cielo.

Los quichés se abrazaron y bailaron; y después, dice el libro sagrado, el sol se alzó como un hombre.

Desde esa vez, los quichés acuden, al fin de cada noche, a recibir al lucero del alba y a ver el nacimiento del sol. Cuando el sol está a punto de asomar, dicen:

—De allá venimos.

[188]

La tierra prometida

Maldormidos, desnudos, lastimados, caminaron noche y día durante más de dos siglos. Iban buscando el lugar donde la tierra se tiende entre cañas y juncias.

Varias veces se perdieron, se dispersaron y volvieron a juntarse. Fueron volteados por los vientos y se arrastraron atándose los unos a los otros, golpeándose, empujándose; cayeron de hambre y se levantaron y nuevamente cayeron y se levantaron. En la región de los volcanes, donde no crece la hierba, comieron carne de reptiles.

Traían la bandera y la capa del dios que había hablado a los sacerdotes, durante el sueño, y había prometido un reino de oro y plumas de quetzal: Sujetaréis de mar a mar a todos los pueblos y ciudades, había anunciado el dios, y no será por hechizo, sino por ánimo del corazón y valentía de los brazos.

Cuando se asomaron a la laguna luminosa, bajo el sol del mediodía, los aztecas lloraron por primera vez. Allí estaba la pequeña isla de barro: sobre el nopal, más alto que los juncos y las pajas bravas, extendía el águila sus alas.

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