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Authors: Isak Dinesen

Tags: #Drama

Memorias de África (42 page)

BOOK: Memorias de África
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El encuentro de los dos animales no duró más de diez segundos. Eché al gallo de Fathima, tomé una piedra grande y maté al camaleón, porque no podía vivir sin lengua; los camaleones cogen con la lengua los insectos de los que se alimentan.

Me quedé tan horrorizada por lo que había visto —porque había sido algo horrible y formidable en formato de miniatura— que me alejé y me senté en un banco de piedra junto a la casa. Estuve allí durante mucho tiempo y Farah me trajo mi té y lo puso en la mesa. Me quedé mirando fijamente a las piedras, sin atreverme a alzar la vista, porque el mundo me parecía un lugar peligroso.

Sólo muy despacio, a medida que pasaron los días, me di cuenta que había recibido la más espiritual de las respuestas posibles a mi petición. Incluso había sido honrada y distinguida de una extraña manera. Los poderes a los que invoqué respetaron más mi dignidad que yo misma, ¿porque qué otra respuesta podían dar? Estaba claro que no era el momento para caprichos y decidieron ignorar mi invocación. Los grandes poderes se habían reído de mí y su risa había resonado en las colinas, me habían dicho entre trompetas, gallos y camaleones, ¡ja, ja!

Estaba contenta de haber salido aquella mañana a tiempo de salvar al camaleón de una muerte lenta y dolorosa.

Fue más o menos por entonces —aunque un poco antes de que me hubiera desprendido de mis caballos— cuando Ingrid Lindstrom bajó desde su granja en Njoro para quedarse conmigo algún tiempo. Fue un gesto de amistad por parte de Ingrid, porque para ella era difícil estar fuera de su granja. Su marido, para hacer dinero con que pagar su tierra de Njoro, trabajaba para una gran compañía de sisal en Tanganyka y allá estaba, sudando a dos mil pies de altura, como si Ingrid lo hubiera alquilado en calidad de esclavo por el bien de la granja. Ella, mientras tanto, la dirigía; había aumentado el espacio dedicado a la cría de gallinas y de hortalizas, tenía cerdos y criaba pavos, lo que le hacía difícil dejar k granja, aunque fuera por unos días. Pero, por mí, lo dejó todo al cuidado de Kemosa y acudió a verme como hubiera corrido a ayudar a un amigo cuya casa se quemaba, y vino sin Kemosa esta vez, lo que, dadas las circunstancias, probablemente fue bueno para Farah. Ingrid comprendía y simpatizaba de todo corazón, con una fuerza que era como la de los elementos, con lo que ocurre cuando una mujer granjera ha vendido su granja y tiene que abandonada. Mientras Ingrid estuvo conmigo no hablamos del pasado ni del futuro, no mencionamos el nombre de ningún amigo ni conocido, estábamos juntas en el desastre de aquellos momentos. Íbamos de una cosa a otra de la granja, nombrándolas al pasar, una por una, como si estuviéramos almacenando mentalmente lo que yo perdía o como si Ingrid estuviera, en mi nombre, recogiendo material para un memorial de agravios a presentar al destino. Ingrid sabía de sobra, por experiencia propia, que no existe tal memorial, pero su idea forma parte de la manera de ser de las mujeres.

Bajamos hasta la
boma
de los bueyes y nos sentamos en la valla, contándolos a medida que venían. Sin decir una palabra señalaba uno a Ingrid: «Estos bueyes», y sin palabras, ella me respondía: «Sí, esos bueyes», y los apuntaba en el memorial. Fuimos hasta los establos para dar azúcar a los caballos y cuando terminaron empecé a llorar y extendí hacia ella mis palmas, pegajosas y llenas de babas: «Estos caballos». Ingrid suspiraba apenada: «Sí, esos caballos», y los anotaba. En mi jardín, junto al río, no pudo hacerse a la idea de que yo debía de dejar las plantas que había traído desde Europa; retorcía sus manos sobre la menta, la salvia y la lavanda y luego volvió a hablar de ellas, como si estuviera elaborando un plan para que me las pudiera llevar conmigo.

Nos pasábamos las tardes contemplando mi pequeño rebaño de vacas nativas que pastaban en el prado. Yo hablaba de su edad, características y producción de leche, e Ingrid gemía y gruñía al oír las cifras como si estuviera físicamente herida. Calculaba con cuidado mirándolas una por una, no por interés comercial, porque pasarían a mis criados, sino para valorar y sopesar mi pérdida. Miraba las suaves terneras, de dulce olor; después de una dura lucha había conseguido tener unas cuantas vacas con terneras en su granja y, contra toda razón y su propia voluntad, me lanzaba acerbas miradas de crítica por abandonar aquellos animales.

Un hombre que camina junto a un acongojado amigo y que durante todo el tiempo se repite mentalmente las palabras: «Gracias a Dios que no me ha tocado a mí», se sentiría culpable y trataría de reprimir ese sentimiento, me parece. Ocurre algo muy distinto con dos mujeres cuando son amigas Y una expresa toda su simpatía con la angustia de la otra. No hace falta decir que la más afortunada estará todo el tiempo repitiendo en su corazón lo mismo: «Menos mal que no me ha tocado a mí». No provoca malos sentimientos entre las dos, sino que, por el contrario, las acerca más la una a la otra y otorga a la ceremonia un elemento personal. Yo creo que los hombres no pueden, fácil ni tranquilamente, envidiar a los demás o triunfar sobre ellos. No hace falta decir que la novia triunfa sobre las damas de honor y que las visitantes de la parturienta envidian a la madre del niño; y nadie, se siente incómoda por ello. Una mujer que haya perdido a su hijo puede enseñar sus ropas a una amiga, consciente de que ésta está repitiendo: «Menos mal que no me ha tocado a mí», y ambas lo consideran algo lógico y natural. Así pasaba con Ingrid Y conmigo. Mientras paseábamos por la granja sabía que ella pensaba en la suya, dando gracias por conservarla y agarrándose a ella con todas sus fuerzas, y nos sentíamos muy bien. A pesar de nuestras viejas chaquetas y pantalones caqui, éramos en realidad, un par de míticas mujeres, con velos blancos y negros, formando una unidad, éramos los genios de la vida granjera en África.

Después de unos cuantos días, Ingrid se despidió de mi y se fue en tren a Njoro.

Ya no podía cabalgar y mis paseos sin los perros eran muy silenciosos y sedantes, pero seguía teniendo mi automóvil, lo cual era estupendo porque tenía muchas cosas que hacer.

El destino de mis aparceros me oprimía el corazón. Como la gente a quien había vendido mi granja proyectaba quitar las plantas de café y dividir y vender la tierra para construir en ella, no necesitaban a los aparceros y tan pronto como el acuerdo entrara en vigor tenían un preaviso de seis meses para dejar la granja. Para los aparceros aquella era una decisión inesperada y abrumadora, porque habían vivido con la ilusión de que la tierra era suya. Muchos de ellos habían nacido en la granja y otros habían venido con sus padres cuando eran niños.

Los aparceros sabían que para permanecer en la granja tenían que trabajar para mí durante ciento ochenta días al año, por lo cual eran pagados con doce chelines cada treinta días; las cuentas se hacían en la oficina de la granja. También sabían que tenían que pagar al Gobierno un impuesto de doce chelines por cada cabaña, una carga muy pesada para un hombre, que con un poco más podría tener dos o tres cabañas con techado de hierba, según el número de sus mujeres, porque un marido kikuyu debe proporcionar a cada una de ellas una cabaña. De vez en cuando mis aparceros eran amenazados con ser echados de la granja por algún delito, de manera que en cierto modo debían saber que su posición no era enteramente intocable. El impuesto sobre las cabañas no les gustaba nada y cuando iba a recogerlo para el Gobierno por toda la granja, se resistían y tenía que escucharles. Pero consideraban esas cosas como las vicisitudes comunes de la vida y nunca renunciaban a la esperanza de encontrar una escapatoria. No se imaginaban que pudiera haber para todos un subyacente principio universal, que en su hora se manifestaba de manera fatal y aplastante. Durante algún tiempo prefirieron considerar la decisión de los nuevos propietarios de la granja como un fantasma al que podían valientemente ignorar. En algunos aspectos, aunque no en todos, los hombres blancos ocupan en la mente de los nativos el lugar que, en la mente de los hombres blancos, ocupa la idea de Dios. Una vez hice un contrato con un maderero indio, que contenía las palabras: un acto de Dios. No conocía la expresión y el abogado que estaba redactando el contrato trató de explicármela.

—No, no señora —me dijo—, no ha comprendido en absoluto el significado del término. Lo que es completamente imprevisible y al margen de las reglas o de la razón es un acto de Dios.

Por último, cuando la certeza de la noticia era evidente, los aparceros comenzaron a congregarse en mi casa en grupos sombríos. Creían que la denuncia era una consecuencia de mi marcha de la granja, mi mala suerte era cada vez mayor y se extendía también sobre ellos. No me criticaban por ello, porque ya lo habíamos hablado entre nosotros; me preguntaban adónde iban a ir.

Para mí era muy difícil responderles. Los nativos no pueden, según la ley, comprar tierra y yo no conocía otra granja lo bastante grande como tomarlos como aparceros. Les dije lo que a mí misma me habían dicho después de preguntar sobre el asunto, que se fueran a la reserva kikuyu y que encontraran allí una tierra. Entonces me preguntaron si habría suficiente tierra no ocupada en la reserva como para poder llevar su ganado, y si tendrían la garantía de encontrar todos, tierra en el mismo lugar, para que la gente de la granja permaneciera junta, porque no querían separarse.

Me sorprendió que estuvieran tan decididos a permanecer juntos, porque en la granja había sido difícil mantener la paz y nunca hablaban muy bien unos de otros. Pero allí estaban los jactanciosos y grandes ganaderos como Karhegu, Kaninu y Mauge, cogidos de la mano, por así decirlo, de los humildes y desheredados trabajadores de la tierra como Waweru y Clotha, que no tenían ni siquiera una cabra; y allí estaban, impregnados del mismo espíritu, tan decididos a permanecer unidos como a conservar sus vacas. Sentí que me pedían no sólo un lugar para vivir, sino su propia existencia.

Es algo más que su tierra lo que arrebatas a la gente a la que quitas su tierra nativa. Son también sus raíces y su identidad. Si les quitas las cosas que suelen ver y que esperan seguir viendo, les quitas, en cierto modo, los ojos. Esto se aplica en un grado más elevado a los pueblos primitivos que a los civilizados, y los animales son capaces de reemprender un largo camino y, a través de peligros y sufrimientos, recobrar su identidad perdida, en el medio que conocen.

Cuando hicieron trasladarse a los masai desde su antiguo país, al norte de la línea de ferrocarril, hasta la actual reserva, llevaron consigo los nombres de sus colinas, praderas y ríos; y se los pusieron a las colinas, praderas y ríos de su nuevo país. Lo cual deja perplejos a los viajeros. Los masai llevan sus raíces cortadas con ellos como una medicina y en el exilio intentan conservar su pasado mediante una fórmula.

Ahora mis aparceros se agarraban unos a otros con el mismo instinto de autoconservación. Si tenían que irse de su tierra debían hacerla con gente que les conocía y que así podía testificar su identidad. Durante algunos años seguirían hablando de la geografía e historia de la granja, y lo que uno olvidara lo recordaría otro. En aquel momento sentían pesar sobre ellos la vergüenza de la extinción.

—Ve,
Msabu
—me dijeron—, ve por nosotros al Selikali y consigue que nos deje llevar el ganado al nuevo lugar y que podamos permanecer juntos dondequiera que vayamos.

Con esto comenzó para mí un largo peregrinaje, o el viaje de una mendiga, que ocupó mis últimos meses en África.

Como mensajera de los kikuyus fui, en primer lugar, a los comisionados de Distrito en Nairobi y en Kiambu, luego al Departamento Nativo y a la Oficina de la Tierra, llegando al final hasta el gobernador, Sir Joseph Byrne, al que no conocía porque acababa de llegar de Inglaterra. Al final olvidé hasta lo que estaba haciendo. Era como si me arrastrara la marea. A veces tenía que quedarme un día entero en Nairobi o ir dos o tres veces en el mismo día. Siempre al volver había un cierto número de aparceros junto a mi casa, pero nunca me preguntaban las noticias, vigilaban para comunicarme, mediante magia nativa, fuerza para resistir.

Los funcionarios del Gobierno eran gente paciente y servicial. Las dificultades del asunto no las inventaban ellos: en verdad era problemático encontrar en la reserva kikuyu una extensión de tierra no ocupada donde pudiera instalarse toda aquella gente y su ganado.

La mayor parte de los funcionarios llevaban mucho tiempo en el país y conocían bien a los nativos. Lo único que vagamente sugerían era que los kikuyus vendieran parte de su ganado. Sabían que de ningún modo lo harían y que si llevaban sus rebaños a un lugar demasiado pequeño provocarían, en el futuro, problemas sin fin con sus vecinos en la reserva, de los que tendrían que hacerse cargo otros comisionados de Distrito.

Pero cuando llegaba a la segunda petición de los aparceros, la de permanecer juntos, los que mandaban me dijeron que no había ninguna necesidad real de ello.

«Oh, no es cuestión de necesidad», pensaba, «hasta nuestros mendigos más miserables tienen cosas superfluas», y así siempre.

Durante toda mi vida he sostenido que puedas clasificar a la gente según puedas imaginarlos tratando con el rey Lear. No se puede razonar con el rey Lear, como tampoco se puede con un anciano kikuyu, y en cuanto a aquél exigía demasiado de todo el mundo; pero es que era rey. Es verdad que los nativos africanos no han entregado su país a los blancos con gesto de generosidad, así que el asunto es distinto que el del viejo rey y sus hijas; fueron los blancos los que convirtieron al país en un protectorado. Pero no hay que olvidar que no hace mucho tiempo, en un tiempo que se puede recordar aún, los nativos habían sido dueños de la tierra sin que nadie se la disputara y jamás habían oído hablar de los blancos y de sus leyes. Dentro de la inseguridad general de su existencia, la tierra seguía siendo algo constante. Algunos de ellos fueron llevados por los tratantes de esclavos y vendidos en el mercado, pero otros permanecieron siempre. Los que fueron conducidos al exilio y la esclavitud, por todo el mundo oriental, soñaban con las tierras altas, porque eran suyas. Los ancianos nativos de piel oscura y ojos claros y los viejos elefantes de piel oscura y ojos claros, eran parecidos; los veías allí, sobre aquel suelo, repletos de las impresiones del mundo circundante que han reunido y amontonado en sus confusas mentes; son parte de la tierra. Cada cual a su manera, se siente perplejo a la vista de los grandes cambios que se han producido en torno suyo y si te preguntan dónde están, debes responderles con las palabras de Kent: «En tu reino, señor».

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