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Authors: Isak Dinesen

Tags: #Drama

Memorias de África (43 page)

BOOK: Memorias de África
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Al final, cuando empezaba a creer que me pasaría toda mi vida yendo y viniendo a Nairobi y hablando en las oficinas gubernamentales, me informaron repentinamente que mi solicitud había sido concedida. El Gobierno estaba de acuerdo en conceder una parte de la reserva forestal de Dagoretti a los aparceros de mi granja. Allí podrían formar un asentamiento propio, no lejos de su antiguo emplazamiento, y después de la desaparición de la granja podrían seguir conservando sus rostros y sus nombres como comunidad.

La noticia de esta decisión fue recibida en la granja con una profunda emoción silenciosa. Era imposible decir, mirando el rostro de los kikuyus, si habían tenido fe en que el caso se resolvería o, por el contrario, desesperaban. Tan pronto como estuvo resuelto, entraron inmediatamente en una carrera de múltiples y complicadas peticiones y propuestas en las cuales me negué a entrar. Permanecían junto a la casa, y me miraban de otro modo. Los nativos tienen tal confianza y tal fe en la fortuna que después de que algo había salido bien, empezaban a confiar en que todo saldría adelante y que me quedaría en la granja.

Resuelto el destino de los aparceros me sentí enormemente tranquila. Raras veces me he sentido tan contenta.

Luego, al cabo de dos o tres días, el sentimiento de que había terminado mi obra en el país se apoderó de mí, y pensé que debía irme. Había terminado la recolección del café, el molino estaba cerrado, la casa vacía y los aparceros tenían su cierra. Las lluvias habían pasado y la nueva hierba crecía alta en las praderas y en las colinas.

El plan que había ideado al principio de ceder en las cuestiones menores para resistir en las de vital importancia había sido un fracaso. Había consentido en dar todas mis posesiones una por una, como una especie de rescate por mi propia vida, pero ahora ya no me quedaba nada, yo misma era la más ligera de todas, el destino podía encargarse de mí.

Había luna llena en aquellos días, brillaba en la habitación desnuda y reflejaba en el suelo la forma de las ventanas. Pensé que la luna se preguntaría cuánto tiempo pensaba permanecer en un lugar del que todo se había marchado. «Oh, no», dijo la luna, «el tiempo significa muy poco para mí».

Me hubiera gustado quedarme hasta ver a los aparceros instalados en su nuevo lugar. Pero la medición de la tierra llevaba tiempo y no era seguro cuándo podrían ir.

V
Adiós

Por entonces fue cuando los ancianos de la vecindad decidieron celebrar un ngoma para mí.

Esas ngomas de los ancianos habían sido grandes celebraciones en el pasado, pero ahora las danzaban en raras ocasiones y durante todo el tiempo que estuve en África no vi ninguna. Me hubiera gustado mucho veda, porque los propios kikuyus las tenían en muy alta estima. Se consideraba un honor para la granja que se celebrara en ella la danza de los ancianos, mi gente empezó a comentado mu­cho antes de que se celebrara.

Hasta Farah, que habitualmente menospreciaba las ngomas nativas, esta vez estaba impresionado por la decisión de los ancianos.

—Esta gente es muy vieja,
Memsahib
—dijo—, pero que muy, muy vieja.

Era curioso oír a los jóvenes leones kikuyus hablar con reverencia y temor respetuoso de la próxima actuación de los viejos danzantes. Había una cosa respecto a estas ngomas que yo desconocía: estaban específicamente prohibidas por el Gobierno. No sé cuál era la razón para la prohibición. Los kikuyus debían de conocer de sobra la prohibición, pero prefirieron ignorada, fuera porque razonaban que en tiempos tan revueltos se podían hacer cosas que no se hacían en tiempos normales, o en verdad se olvidaran presa de las grandes emociones que les despertaba la danza. Ni siquiera fueron capaces de mantenerse en silencio sobre la ngoma.

Cuando llegaron los ancianos danzantes fue una visión rara, sublime. Eran unos cien, llegaron al mismo tiempo y algunos debían de proceder de lugares distantes de la casa. Los ancianos nativos son muy frioleras y por lo general se cubren y embozan en pieles y mantas, pero he aquí que vinieron desnudos, como si quisieran manifestar solemnemente la formidable verdad. Llevaban discretos atavíos y pinturas de guerra, pero unos cuantos traían sobre sus viejos cráneos calvos el tocado de plumas de águila negra que se veía sobre las cabezas de los jóvenes danzantes. No necesitaban ningún adorno más, estaban impresionantes así. No necesitaban, como las antiguas bellezas en los salones de baile europeos, esforzarse por conseguir un aspecto juvenil, porque todo el centro y el peso de la danza, tanto para ellos como para los espectadores, estribaba en la vejez de los intérpretes. Llevaban unas curiosas marcas, que antes nunca había visto. Sobre sus torcidos miembros llevaban pintadas con tiza unas rayas, como si quisieran, con su profunda sinceridad, resaltar la rigidez y fragilidad de sus huesos bajo la piel. Al avanzar, en una lenta marcha introductoria, sus movimientos eran tan curiosos que me pregunté qué clase de danza íbamos a ver.

Mientras los contemplaba me sobrevino una fantasía que ya había tenido antes: no me iba a marchar de África, no podía dejar África, sino que era el país quien lenta y gravemente se separaba de mí, como el reflujo de una marea. La procesión que pasaba por delante de mí estaba formada por mis fuertes y carnosos danzantes de ayer y de antes de ayer que se iban marchitando ante mis ojos, que se iban extinguiendo para siempre. Se estaban yendo a su manera, cortésmente, con una danza; la gente estaba conmigo y yo con la gente, todos contentos.

Los ancianos no hablaban, ni siquiera uno con otro, estaban ahorrando fuerzas para el esfuerzo que tendrían que hacer.

En el mismo momento en que los danzantes se habían alineado para empezar la danza llegó a casa un askari de Nairobi con una carta para mí, en la que me decían que se suspendiera la ngoma.

No lo entendí, de tan inesperado que era, y tuve que leer la carta dos o tres veces. El askari que la trajo estaba tan impresionado por la importancia del espectáculo suspendido que no dijo una palabra ni a los viejos ni a mis sirvientes, ni molestó ni fanfarroneó, como suelen hacerla porque les gusta mostrar la plenitud de su poder a los demás nativos. Durante toda mi vida en África no pasé jamás por un trance tan amargo. Nunca me sentí tan irritada por las cosas que me ocurrían. Ni siquiera se me ocurrió hablar; las palabras se habían vuelto algo inútil.

Los viejos kikuyus permanecieron quietos como un rebaño de ovejas, mirándome fijamente a la cara con sus ojos que asomaban bajo los arrugados párpados. No podían, en un segundo, renunciar a algo que ansiaban, algunos de ellos hacían movimientos convulsivos con las piernas; habían venido a danzar e iban a danzar. Al final les dije que nuestra ngoma había sido prohibida. Sabía que la noticia en sus mentes tomaría un aspecto distinto, aunque no sabía cuál. Quizá se dieron cuenta en seguida que no se podía hacer la ngoma porque ya no había nadie para quién bailar, puesto que yo no existía desde hacía tiempo. Tal vez creyeran que ya se había celebrado, una ngoma sin par, con tal fuerza que reducía a la nada todo lo demás, y que cuando terminó, todo se había terminado.

Un perrillo nativo en el prado aprovechó la quietud para ladrar con fuerza y el eco me hizo recordar:

… los perritos y todo,

Iray, Blanch y Sweetheart, mira, me ladran.

Kamante, que tenía a su cargo el tabaco para dar a los ancianos después de la danza, con su habitual habilidad silenciosa pensó que había llegado el momento de repartirlo y se acercó con una calabaza grande llena de rapé. Farah le indicó con la mano que se apartara, pero Kamante era un kikuyu, comprendía a los viejos danzantes y se salió con la suya. El rapé era una realidad. Lo distribuimos entre los viejos. Al cabo de un ratito se fueron.

Las personas de la granja que sintieron más mi marcha fueron, me parece, las viejas. Las ancianas kikuyus soportaban una vida dura y se habían encallecido tanto que, como viejas mulas, te mordían si podían. Soportaban cualquier enfermedad que mataba a los hombres, como pude comprobar en mi práctica como doctora, eran más salvajes que éstos todavía más incapaces de la facultad de admiración. Habían tenido muchos hijos y les habían visto morir; no tenían miedo de nada. Llevaban cargas de leña, con una correa por la frente para sujetadas, de trescientas libras, tambaleándose bajo su peso, pero no estaban vencidas; trabajaban en el duro terreno de sus
shambas
, dobladas de sol a sol. «Desde allí ella busca la presa y sus ojos miran a lo lejos. Su corazón es firme como una piedra, tan duro como una piedra de molino. Se burlaba del miedo. Cuando se erguía desdeñaba al caballo y al jinete. ¿Crees que va a suplicarte? ¿Que va a decirte suaves palabras?». Y tenían todavía una gran reserva de energía; irradiaban vitalidad. Las viejas estaban muy interesadas por todo lo que sucedía en la granja y podían caminar diez millas para asistir a una ngoma de los jóvenes; una broma, una copa de tembu hacía que sus arrugados rostros se disolvieran en una carcajada. Esta fuerza y su amor a la vida me resultaban no sólo muy respetables, sino gloriosos y fascinadores.

Las ancianas de la granja y yo siempre fuimos amigas.

Ellas eran las que me llamaban Jerie; los hombres y los niños —excepto los muy pequeños— nunca me llamaban así. Jerie es un nombre femenino kikuyu, pero tiene algo de especial: cuando nace una chica en una familia kikuyu mucho tiempo después de sus hermanos y hermanas, la llaman Jerie y supongo que en el nombre hay una nota afectuosa.

Ahora las ancianas se dolían de que yo las dejara. De esos últimos tiempos conservo la imagen de una mujer kikuyu, sin nombre, porque yo no la conocía bien, creo que era de la aldea de Kathegu y debía ser la esposa o viuda de uno de sus hijos. Venía hacia mí por un sendero en la pradera llevando sobre las espaldas una carga de las largas y pesadas varas que los kikuyus empleaban para construir los techos de sus cabañas —lo que es un trabajo femenino para ellos—. Las varas debían tener quince pies de largo; cuando las mujeres las cargaban las ataban por los extremos y los altos y cónicos fardos le daban a quien los llevaba, cuando caminaba, la silueta de un animal prehistórico o de una jirafa. Los palos que llevaba aquella mujer estaban todos negros y chamuscados, tiznados por el humo de la cabaña durante muchos años; eso significaba que había desmontado su casa y llevaba los materiales de construcción hacia el nuevo suelo. Cuando nos encontramos se quedó quieta, obstaculizándome el paso por el sendero, me miraba como una jirafa en una manada, que te encuentras en la llanura y que vive, siente y piensa de forma inconcebible para ti. Después de un momento rompió a llorar, las lágrimas corrían por su rostro como una vaca que se pone a hacer aguas en la llanura delante de ti. No dijo ni una palabra, ni yo tampoco y al cabo de unos minutos cedió el paso y nos separamos, caminando en direcciones opuestas. Pensé que después de todo llevaba consigo algunos materiales con los cuales comenzar su nueva casa y me la imaginé, poniéndose a trabajar, atando los palos y haciendo un techado.

Los pequeños pastorcillos de la granja, que en sus vidas habían conocido un tiempo en que yo no hubiera vivido en la casa, estaban muy excitados y nerviosos ante la idea de que me iba a marchar. Para ellos, debía ser difícil y arriesgado imaginarse el mundo sin mí, como si la providencia les fuera a abandonar. Emergían entre las altas hierbas cuando yo pasaba y me gritaban: «¿Cuánto te vas,
Msabu
? ¿
Msabu
, dentro de cuántos días te vas?».

Cuando al fin llegó el día de marcharse aprendí la extraña lección de que ocurren cosas que te es imposible imaginar, sea de antemano, o en el momento en que se producen o después al recordarlas. Las circunstancias pueden tener una fuerza motriz que genera acontecimientos sin ayuda de la mente o percepción humana. En esas ocasiones eres consciente de lo que pasa al seguido con atención momento a momento, como un ciego al que guían y que pone un pie delante del otro con prudencia, pero sin saber donde pisa. Las cosas te ocurren y tú lo sabes, pero salvo eso no tienes ninguna relación con ellas, no conoces la clave de su causa o su significado. Los animales salvajes en un circo me parece que hacen su programa de la misma forma. Los que han pasado por acontecimientos semejantes pueden decir, de alguna manera, que han pasado por la muerte —no mediante la imaginación, sino mediante la experiencia.

Gustav Mohr llegó en su automóvil por la mañana temprano para ir hasta la estación de ferrocarril conmigo. Era una mañana fresca, pero había poco color en el aire o en el paisaje. Estaba muy pálido y parpadeaba, me acordé de lo que me decía un viejo capitán noruego de un ballenero en Durban, que a los noruegos no les afecta una tormenta, pero que su sistema nervioso no aguanta una calma. Tomamos el té, juntos en la mesa de la piedra de molino, como habíamos hecho muchas veces. Aquí, al oeste, las colinas delante de nosotros, con una neblina gris sobre los arroyos, vivían gravemente un momento más en sus miles y miles de años. Sentía mucho frío, como si estuviera allá arriba.

Mis criados seguían en la casa vacía, pero ya habían, por así decido, trasladado su existencia a otra parte; sus familias y sus pertenencias se habían marchado. Las mujeres de Farah y Saufe se habían ido a la aldea somalí de Nairobi en un camión, el día anterior. Farah iría conmigo hasta Mombasa y también el hijo más joven de Juma, Tumbo, porque era lo que más deseaba en el mundo y cuando le ofrecieron como regalo una vaca o un viaje a Mombasa, escogió esto último.

Me despedí de cada uno de mis criados y cuando me marché, a pesar de que habían recibido cuidadosas instrucciones de que cerraran las puertas, las dejaron abiertas de par en par. Era un gesto típico de los nativos, como si con ello quisieran decir que yo volvería, o tal vez lo hicieron para indicar que no existía razón para cerrar las puertas y que daba igual dejadas abiertas a todos los vientos. Farah fue conduciendo lentamente, al paso de un camello, por el camino y fuera de la vista de la casa. Cuando llegamos al estanque le pregunté a Mohr si teníamos tiempo para parar un mo­mento, bajamos y fumamos un cigarrillo en la orilla. Vimos peces en el agua, que pescaría y comería gente que no sabía su importancia y que nunca había visto al viejo Knudsen. Aquí Sirunga, el nieto pequeño de Kaninu, que era epiléptico, apareció para darme el último adiós, porque había estado rondando la casa incesantemente para hacerla los últimos días. Cuando nos metimos en los automóviles otra vez para marcharnos, comenzó a correr tras ellos tan rápido como pudo, como si el viento le empujara en el polvo porque era muy chiquitito, como la última y pequeña chispa de mi hoguera. Corrió hasta donde el camino de la granja de­sembocaba en la carretera y temí que pudiera seguimos aún; hubiera sido como si la granja se dispersara y saliera volando en todas las direcciones, como cáscaras de maíz. Pero se detuvo en la esquina, después de todo pertenecía a la granja. Se quedó allí y nos miró durante todo el tiempo que yo seguí viendo el camino de la granja.

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