Memorias de una pulga (19 page)

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La idea fue aceptada enseguida, y se procedió a asegurar a las víctimas para poder llevarla a cabo. Resultaba monstruoso y parecía imposible el poderlo consumar, a la vista de la desproporción existente. El enorme miembro del cura quedó apuntando al pequeño orificio posterior de Julia, en tanto que Verbouc amenazaba a su sobrina en la misma dirección. Un cuarto de hora se consumió en los preparativos, y después de una espantosa escena de lujuria y libertinaje, ambas jóvenes recibieron en sus entrañas los cálidos chorros de las impías descargas.

Al fin la calma sucedió a las violentas emociones que habían hecho presa en los actores de tan monstruosa escena, y la atención se fijó de nuevo en el señor Delmont.

Aquel digno ciudadano, como ya señalé anteriormente, se había retirado a un rincón apartado, quedando al parecer vencido por el sueño, o embriagado por el vino, o tal vez por ambas cosas.

—Está muy tranquilo —observó Verbouc.

—Una conciencia diabólica es mala compañía —observó el padre Ambrosio, con su atención concentrada en el lavado de su oscilante instrumento.

—Vamos, amigo, llegó tu turno. He aquí un regalo para ti —siguió diciendo Verbouc, al tiempo que mostraba en todo su esplendor, para darle el adecuado ambiente a sus palabras, los encantos más íntimos de la casi insensible Julia—. Levántate y disfrútalos. ¿Pero, qué ocurre con este hombre? ¡Cielos!, que… ¿qué es esto?

Verbouc dio un paso atrás.

El padre Ambrosio se inclinó sobre el desdichado Delmont para auscultar su corazón.

—Está muerto —dijo tranquilamente.

Efectivamente, había fallecido.

Capítulo XII

LA MUERTE REPENTINA ES UN SUCESO COMUN, especialmente los casos de personas cuyos antecedentes han hecho suponer la existencia de algún trastorno funcional, de manera que la sorpresa pronto cede su lugar a los habituales testimonios de condolencia, y luego a un estado de resignación a un suceso que nada tiene de extraño.

La transición puede expresarse de la siguiente manera:

—¿Quién iba a creerlo?

—¿Es posible?

—Siempre lo sospeché.

—¡Pobre amigo!

—Nadie debe sorprenderse.

Esta interesante fórmula fue debidamente aplicada cuando el infeliz señor Delmont rindió su tributo a la madre tierra, como dice la frase común.

Una quincena después que el infortunado caballero hubo abandonado esta vida, todos sus amigos estuvieron acordes en que desde hacia tiempo habían descubierto síntomas que más tarde o más temprano tenían que resultar fatales. Casi se enorgullecían de su perspicacia, aun cuando admitían reverentemente los inescrutables designios de la providencia.

Por lo que hace a mí, seguía mi vida más o menos como de ordinario, salvo que se me figuró que las piernas de Julia debían tener un saborcillo más picante que las de Bella, y en consecuencia las sangré regularmente para mi sustento, por la mañana y por la noche.

Nada más natural que Julia pasara la mayor parte de su tiempo junto a su querida amiga Bella, y que el sensual padre Ambrosio y su protector, el libidinoso pariente de mi querida Bella, trataran de encontrar el momento oportuno para repetir las anteriores experiencias con la joven y dócil muchacha.

Que así fue puedo atestiguarlo bien, ya que mis noches fueron de lo más desagradables e incómodas, siempre expuesta a interrupciones en mi reposo por las incursiones de largos y peludos miembros por los vericuetos de las ingles en que me había refugiado yo temporalmente, y siempre en peligro de verme arrastrada por los horriblemente espesos torrentes de viscoso semen animal.

En resumen, la joven e impresionable Julia estaba completamente ahormada, y Ambrosio y su amigo disfrutaban a sus anchas poseyéndola. Ellos habían alcanzado sus objetivos. ¿Qué les importaban los sacrificios de ellos?

Mientras tanto, otros y muy distintos eran los pensamientos de Bella, a la que yo había abandonado. Pero a la larga, sintiéndome hasta cierto punto asqueada por la demasiada frecuencia con que me entregaba a la nueva dieta, resolví abandonar las medias de la linda Julia, y retornar —revenir a mon mouton, como dicen los franceses— a la dulce y suculenta alimentación de la salaz Bella.

Así lo hice, y voici le resultat:

Una noche Bella se acostó bastante más temprano que de costumbre. El padre Ambrosio estaba ausente por haber sido enviado en misión a una apartada parroquia, y su querido y complaciente tío padecía un fuerte ataque de gota, padecimiento que en los últimos tiempos lo aquejaba con relativa frecuencia.

La muchacha se había ya arreglado el cabello para pasar la noche, y se había también desprovisto de algunas de sus ropas. Se estaba quitando su camisa de noche, la que tenía que pasar por la cabeza, y en el curso de esta operación inadvertidamente se le cayeron los calzones, dejando al descubierto, frente al espejo, las hermosas protuberancias y la exquisita suavidad y transparencia de la piel de sus nalgas.

Tanta belleza hubiera enardecido a un anacoreta, pero ¡ay! no había en aquel momento ningún asceta a la vista susceptible de enardecerse. En cuanto a mí, poco faltó para que me quebrara la más larga de mis antenas, y me torciera mi pata derecha en sus contorsiones por extraer la prenda por encima de su cabeza.

Llegados a este punto debo explicar que desde que el astuto padre Clemente se había visto privado de gozar los encantos de Bella, renovó el bestial y nada piadoso juramento de que, aunque fuere por sorpresa, se apoderaría de nuevo de la fortaleza que ya una vez había sido suya. El recuerdo de su felicidad arrancaba lágrimas a sus sensuales ojitos, al tiempo que, por reflejo, se distendía su enorme miembro.

Clemente formuló el terrible juramento de que jodería a Bella en estado natural, según sus propias y brutales palabras, y yo, que no soy más que una pulga, las oí y comprendí su alcance.

La noche era oscura y llovía. Ambrosio estaba ausente y Verbouc enfermo y desamparado. Era forzoso que Bella estuviera sola. Todas estas circunstancias las conocía bien Clemente, y obró en consecuencia. Alentado por sus recientes experiencias sobre la geografía de la vecindad, se encaminó directamente a la ventana de la habitación de Bella, y habiéndola encontrado como esperaba, sin correr el pestillo y por lo tanto, abierta, entró con toda tranquilidad y gateó hasta meterse debajo de la cama.

Desde este punto de vista Clemente contempló con pulso palpitante la toilette de la hermosa Bella, hasta el momento en que comenzó a quitarse la camisa en la forma que ya he descrito. Entonces pudo Clemente gozar de la vista de la muchacha en toda su espléndida desnudez, y mugió ahogadamente como un toro.

En la posición yacente en que se encontraba no tenía dificultad alguna para ver de cintura abajo la totalidad del cuerpo de ella y sus ojos se solazaban en la contemplación de los globos gemelos que formaban sus nalgas, abriéndose y cerrándose a medida que la muchacha retorcía su elástico cuerpo en el esfuerzo por pasar la camisa por encima de su cabeza.

Clemente no pudo aguantar más tiempo; su deseo alcanzó el punto de ebullición, y sin ruido pero prontamente, se deslizó fuera de su escondite para alzarse frente a ella, y sin pérdida de tiempo abrazó el desnudo cuerpo con una de sus manos, mientras colocaba la otra sobre sus rojos labios.

El primer impulso de Bella fue el de gritar, pero este recurso femenino le estaba vedado. Su segunda idea fue desmayarse, y es por la que hubiera optado de no haber mediado cierta circunstancia. Esta circunstancia era el hecho de que mientras el audaz asaltante la mantenía firmemente sujeta junto a él, algo duro, largo y caliente presionaba de modo insistente entre sus suaves nalgas, y yacía palpitante entre la separación de ellas y a lo largo de su espalda. En ese crítico momento los ojos de Bella tropezaron con la imagen de él en el espejo de la cómoda, y reconocieron a sus espaldas el feo y abotagado rostro del sensual sacerdote, coronado por un círculo de rebelde cabello rojo.

Bella comprendió la situación en un abrir y cerrar de ojos. Hacia ya casi una semana que se había desprendido de los abrazos de Ambrosio y su tío, y tal hecho tuvo mucho que ver, desde luego, en lo que siguió. Lo que hizo a partir de aquel momento fue puro disimulo de la lasciva muchacha.

Se dejó caer suavemente de espaldas sobre la vigorosa figura del padre Clemente, y creyendo este feliz individuo que realmente se desmayaba, al mismo tiempo que retiraba la mano con que le cerraba la boca empleó ambos brazos para sostenerla.

La irresistible belleza de la persona que sostenía entre sus brazos llevó la excitación de Clemente casi hasta la locura. Bella estaba prácticamente desnuda, y él deslizó sus manos sobre su pulida piel, mientras su inmensa arma, ya rígida y distendida por efecto de la impaciencia, palpitaba vigorosamente al contacto con la hermosa que tenía abrazada.

Tembloroso, Clemente acercó su rostro al de ella, e imprimió un largo y voluptuoso beso sobre sus dulces labios.

Bella se estremeció y abrió los ojos.

Clemente renovó sus caricias.

—¡Oh! —exclamó lánguidamente—. ¿Cómo osáis venir aquí? ¡Por favor, soltadme en el acto! ¡Es vergonzoso!

Clemente sonrió con aire de satisfacción. Siempre había sido feo, pero en aquel momento resultaba verdaderamente odioso por su terrible lujuria.

—Así es —dijo—. Es una vergüenza tratar de esta manera a una muchacha tan linda, ¡pero es tan delicioso, vida mía!

Bella suspiró.

Más besos y un deslizamiento de manos sobre su desnudo cuerpo. Una mano grande y tosca se posó sobre su monte de Venus, y un atrevido dedo, separando los húmedos labios, se introdujo en el interior de la cálida rendija para tocar el sensible clítoris.

Bella cerró los ojos y dejó escapar otro suspiro, al propio tiempo que aquel sensible órgano comenzaba a su vez a distenderse. En el caso de mi joven amiga no era en modo alguno un órgano diminuto, ya que a causa del lascivo masaje del feo Clemente se alzó, se puso rígido, y se asomó partiendo casi los labios por sí solo.

Bella estaba ardiendo, y el brillo del deseo se asomaba a sus ojos. Se había contagiado, y lanzando una mirada a su seductor pudo ver la terrible mirada de lascivia retratada en su rostro mientras jugueteaba con sus secretos encantos.

La muchacha se agitaba temblorosa; un ardiente deseo del placer del coito se posesionó de ella, e incapaz de controlar por más tiempo sus afanes, llevó con rapidez su mano derecha hacia atrás para asir la inmensa arma que amenazaba sus nalgas, aunque no pudo hacerlo en toda su envergadura.

Se encontraron las miradas de ambos; la lujuria ardía en ellas. Bella sonrió, Clemente repitió su beso sensual, e introdujo en la boca de ella su inquieta lengua. La muchacha no tardó en secundar sus lascivas caricias, y dejó el campo libre tanto a sus inquietas manos como a sus cálidos besos. Poco a poco la atrajo hacia una silla, en la que se sentó Bella en impaciente espera de lo que el sacerdote quisiera hacer después.

Clemente se quedó de pie frente a ella. Su sotana de seda negra, que le llegaba hasta los talones, se alzaba prominente en la parte delantera; sus mejillas, al rojo vivo por la violencia de sus deseos, sólo encontraban rival en sus encendidos labios, y su respiración era agitada, como anticipo del éxtasis. Sabía que no tenía nada que temer y mucho que gozar.

—Esto es demasiado —murmuró Bella—, ¡idos!

—Imposible, después de haberme tomado la molestia de entrar.

—Pero podéis ser descubierto, y entonces mi reputación estará arruinada.

—No es probable. Sabes que estamos completamente solos, y que no hay probabilidad alguna de que nos molesten. Además, eres tan deliciosa, chiquilla mía, tan fresca, tan juvenil y tan hermosa, que… no retires la pierna; únicamente ponía mi mano sobre tu suave muslo. El hecho es que quiero joderte, querida.

Bella pudo ver cómo el enorme bulto se enderezaba más.

—¡Qué obsceno sois! ¡Qué palabras empleáis!

—¿Lo crees así, mi niñita mimada? —dijo Clemente, tomando de nuevo el sensible clítoris entre sus dedos pulgar e índice, para masajearlo convenientemente—. Me nacen por el placer de sentir este coñito entreabierto que trata astutamente de esquivar mis toques.

—¡Vergüenza debería daros! —exclamó Bella, riendo, empero, a su pesar.

Clemente se aproximó para inclinarse hacia ella y tomar su lindo rostro entre sus manos. Al hacerlo, Bella pudo advertir que la sotana, casi levantada por la fuerza de los deseos comunicados al miembro del padre, se encontraba a escasos centímetros del pecho de ella, de modo que podía percibir los latidos que hacían que la prenda de seda negra subiera y bajara alternativamente.

La tentación resultaba irresistible, y acabó por pasar su delicada manecita por debajo de las ropas del cura y subirla lo bastante más arriba para agarrar una gran masa peluda de la que pendían dos bolas tan grandes como huevos de gallina.

—¡Oh, Dios mío! ¡Qué cosa tan enorme! —murmuró la muchacha.

—Toda llena de preciosa leche espesa —suspiró Clemente, mientras jugueteaba con los dos lindos senos tan próximos a él.

Bella se acomodó mejor, y de nuevo atrapó con ambas manos el duro y tieso tronco del enorme pene.

—¡Qué espanto! ¡Este es un monstruo! —exclamó la lasciva muchacha—. ¡De veras que es grande! ¡Qué tamaño el suyo!

—Si; ¿no es un buen carajo? —observó Clemente, adelantándose y alzando la sotana para poder mostrar mejor el gigantesco miembro.

Bella no pudo resistir la tentación, y alzando todavía más las ropas del cura dejó el pene en completa libertad y expuesto en toda su longitud.

Las pulgas no sabemos mucho de medidas de espacio y de tiempo, y por ello no puedo daros las dimensiones exactas del arma en la que la muchacha tenía en aquellos momentos puestos los ojos. Era, sin embargo, de proporciones gigantescas.

Tenía una gran cabeza roma y roja que emergía en el extremo de un largo tronco parduzco. El agujero que se veía en su cima, que habitualmente es tan pequeño, era en el caso que consideramos una verdadera grieta humedecida por el fluido seminal acumulado ahí. A todo lo largo de aquel tronco corrían gruesas venas azules, y al pie del mismo crecía una verdadera maraña de hirsutos pelos rojos. Dos grandes testículos colgaban debajo.

—¡Cielos! ¡Madre santa! —murmuró Bella, cerrando sus ojos al tiempo que les daba un ligero apretón.

La ancha y roma cabeza, hinchada y enrojecida por efecto del exquisito cosquilleo de la muchacha, se encontraba en aquel momento totalmente desnuda, y emergía tiesa, libre de los pliegues de la piel que Bella retiraba hacia atrás de la gran columna blanca. Ella jugueteaba gozosa con su adquisición, y cada vez retiraba más atrás la aterciopelada piel del objeto que tenía entre sus manos.

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