Memorias de una pulga (21 page)

BOOK: Memorias de una pulga
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Acto seguido se retiró Bella a su habitación para lavarse, y tras un ligero descanso se puso su vestido de calle y se fue.

Aquella noche se informó que el señor Verbouc había empeorado. El ataque había alcanzado regiones que fueron motivo de alarma para su médico de cabecera. Bella le deseó a su tío que pasara una buena noche y se retiró a su habitación.

Julia se había instalado en la alcoba de Bella para pasar la noche, y ambas muchachas, para aquel entonces ya bien enteradas de la naturaleza y las propiedades del sexo masculino, estaban recostadas intercambiando ideas y aventuras.

—Pensé que iba a morir —dijo Julia— cuando el padre Ambrosio introdujo su cosa grande y fea muy adentro de mi pobre cuerpo, y cuando acabó creí que le había dado un ataque, y no podía entender qué era aquella cosa viscosa, aquella sustancia caliente que arrojaba dentro de mí. ¡Oh!

—Entonces, querida, comenzaste a sentir la fricción en tu sensible cosita, y la caliente leche del padre Ambrosio brotó a chorros, cubriéndolo todo.

—Si, así fue, y todavía me siento inundada cuando lo hace.

—¡Silencio! ¿No oíste?

Ambas muchachas se levantaron y se pusieron a escuchar. Bella, más habituada a las características de su alcoba de lo que pudiera estarlo Julia, concentró su atención en la ventana. En el momento de hacerlo el postigo cedió gradualmente, y apareció la cabeza de un hombre.

Julia descubrió también al aparecido y estuvo a punto de gritar, pero Bella le hizo una seña para que guardara silencio.

—¡Chist! No te alarmes —susurró Bella—. No nos quiere comer; sólo que es indebido molestarle a una de tan cruel manera.

—¿Qué quiere? —preguntó Julia, semiescondiendo su linda cabeza entre sus prendas de dormir, pero sin dejar de observar con ojo atento al intruso.

Durante esta breve conversación el hombre se estuvo preparando para entrar en la alcoba, y habiendo ya abierto lo bastante la ventana para poder hacerlo, deslizó su amplia humanidad al través de la abertura. Al poner pie en el piso de la habitación quedaron al descubierto la voluminosa figura y las feas facciones del sensual padre Clemente.

—¡Madre santa, un cura! —exclamó la joven huésped de Bella—. ¡Y bien gordo por cierto! ¡Oh Bella! ¿Qué quiere?

—Pronto lo sabremos —susurró la otra.

Entretanto Clemente se había aproximado a la cama.

—¿Qué? ¿Será posible? ¿Un doble agasajo? —exclamó él—. ¡Encantadora Bella! Es realmente un placer inesperado.

—¡Qué vergüenza, padre Clemente!

Julia había desaparecido bajo las ropas de la cama.

En dos minutos se despojó el cura de sus vestimentas, y sin esperar a que se le invitara a hacerlo, se lanzó como rayo sobre la cama.

—¡Oh! —gritó Julia—. ¡Me está tentando!

—¡Ah, sí! Las dos seremos bien manoseadas, te lo aseguro —murmuró Bella al sentir la enorme arma de Clemente presionando su espalda—. ¡Que vergonzoso comportamiento el de usted, al entrar sin nuestro permiso!

—En tal caso, ¿puedo entrar, preciosidad? —repuso el cura, al tiempo que ponía en manos de Bella su tieso instrumento.

—Puede quedarse, puesto que ya está dentro.

—Gracias —murmuró Clemente, apartando las piernas de Bella e insertando la enorme cabeza de su pene entre ellas.

Bella sintió la estocada, y mecánicamente pasó sus brazos en torno al dorso de Julia.

Clemente empujó de nuevo, pero Bella se escabulló de un brinco. Se levantó, y apartando las ropas de la cama dejó al descubierto el peludo cuerpo del sacerdote y la gentil figura de su compañera.

Julia se volvió instintivamente y se encontró con que, apuntando en línea recta a su nariz, se enderezaba el rígido pene del buen padre, que parecía próximo a estallar a causa de la lujuria despertada en su poseedor por la compañía en que se encontraba.

—Tiéntalo —susurró Bella.

Sin atemorizarse, Julia lo agarró con su blanca manita.

—¡Cómo late! Se va haciendo cada vez mayor, a fe mía. Ambas muchachas se bajaron entonces de la cama, y ansiosas por divertirse comenzaron a estrujar y a frotar el voluminoso pene del sacerdote, hasta que éste estuvo a punto de venirse.

— ¡Esto es el cielo! —dijo el padre Clemente con la mirada perdida, y un ligero movimiento convulsivo en sus dedos que denotaba su placer.

—Basta, querida, de lo contrario se vendrá —observó Bella, adoptando un aire de persona experimentada, al que creía tener derecho, según ella, en virtud de sus anteriores relaciones con el monstruo.

Por su parte, el padre Clemente no estaba dispuesto a desperdiciar sus disparos cuando estaban a su alcance dos objetivos tan lindos.

Permaneció inactivo durante el manoseo al que las muchachas sometieron su pene, pero ahora había atraído suavemente hacia si a la joven Julia, para alzarle la camisa y dejar a la vista todos sus secretos encantos. Deslizó sus ansiosas manos en torno a los adorables muslos y las nalgas de la muchacha, y con los pulgares abrió después la rosada vulva, para introducir su lasciva lengua en su interior, y besarla en forma por demás excitante en la misma matriz.

Julia no podía permanecer insensible a este tratamiento y cuando al fin, tembloroso de deseo y de desenfrenada lujuria, el osado cura la puso de espaldas sobre la cama, abrió sus juveniles muslos y le permitió ver los sonrosados bordes de su bien ajustada rendija. Clemente se metió entre sus piernas, y adelantándose hacia ella mojó la gruesa punta de su miembro en los húmedos labios del coño. Bella prestó entonces su ayuda, y tomando entre sus manos el inmenso pene, le descubrió y encaminó adecuadamente hacia el orificio.

Julia contuvo el aliento y se mordió los labios. Clemente asestó una violenta estocada. Julia, brava como una leona, aguantó el golpe, y la cabeza se introdujo. Más empujones, mayor presión, y en menos tiempo que toma para escribirlo Julia había engullido totalmente el enorme pene del sacerdote.

Una vez cómodamente posesionado de su cuerpo, Clemente inició una serie de rítmicas embestidas a fondo, y Julia, presa de sensaciones indescriptibles, echó hacia atrás la cabeza, y se cubrió el rostro con una mano mientras con la otra se asía de la cintura de Bella.

—¡Oh, es enorme, pero qué gusto me da!

— ¡Está completamente dentro! ¡Se ha enterrado hasta las bolas! —exclamó Bella.

—¡Ah! ¡Qué delicia! ¡Voy a venirme! ¡No puedo aguantar! ¡Su vientre es como terciopelo! ¡Toma! ¡Toma esto!

Aquí siguió una feroz embestida.

—¡Oh! —exclamó Julia.

En aquel momento se le ocurrió una fantasía al libidinoso gigante, y extrayendo el vaporizante miembro de las partes íntimas de Julia se lanzó entre las piernas de Bella y lo alojó en el interior de su deliciosa vulva. El palpitante objeto se metió muy adentro de su juvenil coño, mientras el propietario del mismo babeaba de gusto por la tarea a que estaba entregado.

Julia veía asombrada la aparente facilidad con que el padre hundía su gran verga en el interior del blanco cuerpo de su amiga.

Tras de pasar un cuarto de hora en esta erótica postura, tiempo en el cual Bella oprimió al padre contra su pecho y rindió por dos veces su cálido tributo sobre la cabeza de la enorme vara, una vez más se retiró Clemente, y buscó calmar el ardor que le consumía derramando su caliente leche en el interior de la delicada personita de Julia.

Tomó a la damita entre sus brazos, de nuevo se montó sobre su cuerpo, y sin gran dificultad, presionando su ardiente verga contra el suave coño de ella, se dispuso a inundarlo con una lasciva descarga.

Siguió una furiosa serie de estocadas rápidas pero profundas, al final de las cuales Clemente, al tiempo que dejaba escapar un hondo suspiro, empujó hasta lo más hondo de la delicada muchacha, y comenzó a vomitar en su interior un verdadero diluvio de semen. Chorro tras chorro brotaba de su pene mientras él, con los ojos en blanco y los labios temblorosos, llegaba al éxtasis.

La excitación de Julia había alcanzado su máximo, y se sumó al goce de su violador en el paroxismo final, a un grado de terrible enajenación que no hay pulga capaz de describir.

Las orgías que siguieron en esta lasciva noche fueron algo que excede también mis capacidades narrativas. Tan pronto como Clemente se hubo recobrado de su primera eyaculación, anunció con palabras de grueso calibre su propósito de gozar de Bella. Y, dicho y hecho, puso inmediatamente manos a la obra.

Durante un largo cuarto de hora permaneció enterrado hasta los pelos en el coño de ella, conteniéndose hasta que la naturaleza se impuso, para que Bella recibiera la descarga en su matriz.

El padre sacó su pañuelo de Holanda, con el que enjugó los chorreantes coños de ambas beldades. Entonces las dos muchachas asieron el miembro del sacerdote, y le aplicaron tantos tiernos y lascivos toques que excitaron de nuevo el fogoso temperamento del sacerdote, hasta el punto de lograr infundirle nuevas fuerzas y virilidad imposibles de describir. Su enorme pene, enrojecido y engrosado en virtud de los ejercicios anteriores, veía amenazador a la pareja que lo manoseaba llevándolo ora a un lado, ora a otro. Varias veces Bella chupó la enardecida cabeza y cosquilleó con la punta de su lengua el orificio de la uretra.

Esta era, por lo visto, una de las formas favoritas de gozar de Clemente ya que rápidamente introdujo lo más que pudo la cabeza de su gran verga en la boca de la muchacha.

Después las hizo rodar una y otra vez, desnudas tal como vinieron al mundo, pegando sus gruesos labios en sus chorreantes coños, una y otra vez. Besó ruidosamente y manoteó las redondeces de sus nalgas, introduciendo de vez en cuando uno de sus dedos en los orificios de los culos.

Luego Clemente y Bella, ambos a una, convencieron a Julia para que le permitiera al padre meter en su boca la punta de su pene, y tras un buen rato de cosquillear y excitar al monstruoso carajo, vomitó tal torrente en la garganta de la muchacha, que casi la ahogó.

Siguió un corto intervalo, y de nuevo el inusitado hecho de poder gozar de dos muchachas tan tentadoras y espirituales despertó todo el vigor de Clemente.

Colocándolas una junto a otra comenzó a introducir su miembro alternativamente en cada una, y tras de algunas brutales embestidas lo retiraba de un coño para meterlo en el otro. Después se tumbó sobre su espalda, y atrayendo a las muchachas sobre él le chupó el coño a una mientras la otra se enterraba en su verga hasta juntarse los pelos de ambos cuerpos. Una y otra vez arrojó en el interior de ellas su prolífica esencia.

Sólo el alba puso término a aquellas escenas de orgía.

Mientras tales escenas se desarrollaban en aquella casa, otra muy diferente tenía lugar en la alcoba del señor Verbouc, y cuando tres días más tarde el padre Ambrosio regresaba de otra de sus ausencias, encontró a su amigo y protector al borde de la muerte.

Unas pocas horas bastaron para poner término a la vida y aventuras de tan excéntrico caballero.

Después de su deceso su viuda, que nunca se distinguió por sus luces intelectuales, comenzó a presentar síntomas de locura, y en el paroxismo de su desvarío nunca dejaba de llamar al sacerdote. Pero cuando en cierta ocasión un anciano y respetable padre fue llamado de urgencia, la buena señora negó indignada que aquel hombre pudiera ser un sacerdote, y pidió a gritos que se le enviara
el del gran instrumento
. Su lenguaje y su comportamiento fueron motivo de escándalo general, por lo que se la tuvo que encerrar en un asilo, en el que sigue delirando en demanda del gran pene.

Bella, que de esta suerte se quedó sin protectores, bien pronto prestó oídos a los consejos de su confesor, y aceptó tomar los velos.

Julia, huérfana también, resolvió compartir la suerte de su amiga, y como quiera que su madre otorgó enseguida su consentimiento, ambas jóvenes fueron recibidas en los brazos de la Santa Madre Iglesia el mismo día, y una vez pasado el noviciado hicieron a un tiempo los votos definitivos.

Cómo fueron observados estos votos de castidad no es cosa que yo, una humilde pulga, deba juzgar. Únicamente puedo decir que al terminar la ceremonia ambas muchachas fueron trasladadas privadamente al seminario, en el que las aguardaban catorce curas.

Sin darles apenas tiempo a las nuevas devotas a desvestirse, los canallas, enfervorecidos por la perspectiva de tan preciada recompensa, se lanzaron sobre ellas, y uno tras otro saciaron su diabólica lujuria.

Bella recibió arriba de veinte férvidas descargas en todas las posturas imaginables, y Julia, apenas menos vigorosamente asaltada, acabó por desmayarse, exhausta por la rudeza del trato a que se vio sometida.

La habitación estaba bien asegurada, por lo que no había que temer interrupciones, y la sensual comunidad, reunida para honrar a las recién admitidas hermanas, disfrutó de sus encantos a sus anchas.

También Ambrosio estaba allí, ya que hacía tiempo que se había convencido de la imposibilidad de conservar a Bella para él solo, y a mayor abundamiento temía la animosidad de sus cofrades.

Clemente también formaba parte de su equipo, y su enorme miembro causaba estragos en los juveniles encantos que atacaba.

El Superior tenía asimismo oportunidad de dar rienda suelta a sus perversos gustos, y ni siquiera la recién desflorada y débil Julia escapó a la ordalía de sus ataques. Tuvo que someterse y permitir que, entre indescriptibles emociones placenteras, arrojara su viscoso semen en sus entrañas.

Los gritos de los que se venían, la respiración entrecortada de aquellos otros que estaban entregados al acto sensual, el chirriar y crujir del mobiliario, las apagadas voces y las interrumpidas conversaciones de los observadores, todo tendía a dar mayor magnitud a la monstruosidad de las libidinosas escenas, y a hacer más repulsivos los detalles de esta batahola eclesiástica.

Obsesionada por estas ideas, y disgustada sobremanera por las proporciones de la orgía, huí, y no me detuve hasta no haber puesto muchos kilómetros de distancia entre mi ser y los protagonistas de esta odiosa historia, ni tampoco, desde aquel momento, acaricié la idea de volver a entrar en relaciones de familiaridad con Bella o con Julia.

Bien sé que ellas vinieron a ser los medios normales de dar satisfacción a los internados en el seminario. Sin duda la constante y fuerte excitación sexual que tenían que resentir había de marchitar en poco tiempo los hermosos encantos juveniles que tanta admiración me inspiraron. Pero, hasta donde cabe mi tarea ha terminado, he cumplido mi promesa y se han terminado mis primeras memorias. Y si bien no es atributo de una pulga el moralizar, sí está en su mano escoger su propio alimento.

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