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Authors: Ephraím Kishon

Tags: #humor

Mi familia al derecho y al revés (11 page)

BOOK: Mi familia al derecho y al revés
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Le llevamos su sopa predilecta y luego le recitamos la tabla de la quiniela. Cuando él levantaba la cabeza, yo ponía un «1» en la columna correspondiente; cuando se lamía el hocico, ponía un «2», y cuando no hacía nada, ponía una «X».

Aquella semana ganamos 524 libras, algo más tarde 476, luego incluso 591. Atendíamos y cuidábamos a
Pinkas
, lo acariciábamos y mimábamos y le llevábamos golosinas escogidas. Cuando mi mujer pedía huesos en la carnicería, siempre añadía: «Pero hágame el favor de que sean de los grandes, los necesitamos para la quiniela».
Pinkas
pareció convertirse en una fuente de ingresos absolutamente segura. Pero sólo lo parecía. Cuando ayer volví junto al perro, con el boleto de las quinielas, y le leí el primer emparejamiento, al oír «Hapoël-Tel Aviv», arrugó claramente la nariz. Yo no quería creerlo, al principio, llamé a mi mujer, y sin decirle nada previamente, repetí las palabras «Hapoël-Tel Aviv». Mi mujer palideció.

—¿Verdad que ahora ha arrugado la nariz?

—Efectivamente —dije yo.

Y cuando enderezó las orejas al oír «Makkabi-Jaffa», ya no podía cabernos la menor duda. También
Pinkas
había pasado a engrosar las filas de los expertos.

Ahora volvemos a jugar a la lotería nacional. En ella, el instinto y la capacidad de presentimiento tienen aún una oportunidad.

EL TÍO MORRIS Y LA PINTURA COLOSAL

E
L día comenzó como otro día cualquiera. El parte meteorológico hablaba de «tiempo nuboso variable y hasta despejado», el mar estaba en calma, todo parecía completamente normal. Pero por la tarde de pronto se detuvo un camión delante de nuestra casa. De él se apeó Morris, tío de mi mujer por lado materno.

—He oído decir que os habíais mudado —dijo el tío Morris—. Os he traído un cuadro al óleo para la nueva vivienda.

Y a una seña hecha con su generosa mano, dos fornidos mozos trajeron arrastrando el regalo.

Nos sentimos profundamente conmovidos. El tío Morris constituye el orgullo de la familia de mi mujer, un hombre fabulosamente rico, de gran influencia en círculos influyentes. Ciertamente, su regalo llegaba un poco tarde, pero el mero hecho de su visita era ya un honor que había que apreciar convenientemente.

La pintura cubría un área de cuatro metros cuadrados, incluido el dorado marco gótico-barroco, y representaba la totalidad del legado judío. A la derecha, en primer término, se erguía un pequeño
städel
. Se extendía en parte en la diáspora, en parte en una pesadilla, y estaba rodeado por mucha agua y mucho cielo azul. Arriba de todo brillaba el sol de tamaño natural, debajo de todo pacían vacas y cabras. Por un angosto sendero caminaba un rabino con dos rollos de la Torá y lo seguía un grupo de discípulos del Talmud, entre ellos algunos niños-prodigio, así como un muchachito de unos trece años de edad, que se preparaba para su Bar-Mizwah. Al fondo veíase un molino de viento, un grupo de violinistas, la luna, una boda y algunas mujeres que lavaban su ropa en el río. En el lado derecho se abría la alta mar, completa con barcos de vela y redes de pesca. En la lejanía saludaban unos pájaros y se veía la costa de América.

En toda nuestra vida no habíamos visto nunca semejante concentración de fealdad, y además en formato cuadrado, en estilo neoprimitivo y en tecnicolor.

—Realmente, tío Morris, es un cuadro que corta la respiración —dijimos—. Pero es un regalo demasiado noble para nosotros. ¡No podemos quedarnos con él!

—No me vengáis con historias —dijo, complacido, el tío Morris—. Yo ya soy viejo y no puedo llevarme a la tumba mi colección.

Cuando el tío Morris, orgullo de la familia de mi mujer, se hubo marchado, nos quedamos un buen rato sentados en silencio ante aquella monstruosidad pintada al óleo. Toda la tragedia del pueblo judío empezó a desvelarse ante nuestros ojos. Era como si nuestra modesta vivienda se llenase hasta el borde de cabras, nubes, agua y discípulos del Talmud. Buscamos la firma del autor, pero la había escondido cobardemente. Yo propuse quemar aquella monstruosidad al cuadrado. Mi mujer movió tristemente la cabeza y aludió a la peculiar susceptibilidad que distingue a los parientes de edad avanzada. Dijo que el tío Morris jamás nos perdonaría semejante ofensa.

Decidimos que por lo menos nadie viese nunca aquella abominación, lo llevamos al balcón, lo volvimos con la parte del óleo hacia la pared y lo dejamos allí.

Una de las cualidades más dignas de agradecimiento de la mente humana es la capacidad de olvidar. Nosotros nos olvidamos del horrible cuadro, que por detrás tampoco ofrecía tan mal aspecto, y poco a poco fuimos acostumbrándonos al gigantesco lienzo de nuestro balcón. Una planta trepadora comenzó instintivamente a cubrirlo.

A veces, durante la noche, sucedía que mi mujer se despertaba sobresaltada, con la frente y el rostro cubiertos de frío sudor:

—¿Y si viene el tío Morris a hacernos una visita?

—No vendrá —murmuraba yo medio dormido—. ¿Por qué habría de venir?

Y vino.

Hasta el fin de mis días quedará grabada aquella visita en mi memoria. Estábamos comiendo, cuando sonó el timbre de la puerta. Yo abrí. El tío Morris estaba allí y entró. La pintura al óleo dormitaba en el balcón, con la cara vuelta hacia la pared.

—¿Cómo estáis? —inquirió el tío de mi esposa por parte materna.

En el primer momento de espanto (porque también yo no soy más que un ser humano), consideré la posibilidad de cruzar la puerta que permanecía abierta y desaparecer en la densa niebla. Precisamente entonces apareció mi mujer, la mejor de todas las esposas, pálida, pero dueña de sí misma, se hallaba de pie en el marco de la puerta y murmuró:

—Por favor, esperad unos segundos, que voy a poner un poco de orden. Ephraím, conversa entretanto con el tío Morris. Cuéntale cosas.

Disimuladamente impedí que el tío Morris entrara en la habitación contigua y me enzarcé en un animado coloquio con él. De allí cerca venían ruidos sospechosos, pasos dificultosos y un extraño rumor como si alguien arrastrase una escalera. Luego un crujido hizo temblar las paredes y resonó la voz débil de la mejor de todas las esposas:

—¡Ya podéis pasar!

Entramos a la habitación contigua. Mi mujer se hallaba recostada en el sofá-cama y respiraba con dificultad. En la pared colgaba, todavía balanceándose un poco, el cuadro al óleo del tío, tapando la mitad de la ventana y ofreciendo un aspecto curiosamente tridimensional, pues cubría aún otros dos cuadros más pequeños junto con el reloj de cuco, y precisamente en el punto en que había las montañas, que, como consecuencia de ello, quedaban claramente abultadas.

El esmerado trato con que habíamos dispensado a su regalo causó en el tío Morris la impresión más favorable que cabe imaginar. Sólo que le pareció un poco oscuro el lugar donde lo habíamos colgado. Le rogamos que la próxima vez no viniese sin antes avisar, para que pudiéramos prepararnos para su visita.

—¡Pamplinas! —refunfuñó, campechano, el tío Morris—. Para un viejo como yo no se necesitan preparativos. Una taza de té, un bocadillo, unas galletas, esto es todo…

Después de este incidente, vivimos preparados continuamente. De vez en cuando realizamos ejercicios de alarma por sorpresa. Nos acostamos, y de pronto, mi mujer grita: «¡Morris!» Yo, con un salto de pantera, me planto en el balcón y, entretanto, mi mujer quita todo lo que cubre las paredes de la habitación; debajo de la cama tenemos a punto una escalera de emergencia; y en un abrir y cerrar de ojos está todo preparado. A este ejercicio lo llamamos «Operación Hamán» (porque tiene algo que ver con la acción de colgar).

Al cabo de una semana de entrenamiento intensivo, llegamos a dominar el procedimiento, desde el grito de «¡Morris!», pasando por el acto de colgar el cuadro, hasta borrar todas las huellas, en dos minutos y medio escasamente. Una notable marca artístico-deportiva.

En un sabbath trascendental, el tío Morris nos anunció su visita. Dado que no vendría hasta la tarde, teníamos tiempo suficiente para los preparativos y decidimos sacar el máximo partido al asunto. Yo coloqué, a la derecha y a la izquierda, formando un ángulo con el cuadro, dos focos que revestí de papel celofán rojo, verde y amarillo. Mi mujer adornó con unas flores el marco dorado. Y cuando por fin encendimos la luz de los focos, tuvimos que reconocer que nada ofrecía un aspecto más horrible que aquello.

A las cinco en punto de la tarde sonó el timbre de la puerta. Mientras mi mujer se disponía a recibir cariñosamente al tío Morris, yo, para aumentar el efecto, dirigí la luz de un foco hacia las cebras que pacían y la del otro hacia las mujeres que lavaban. Entonces se abrió la puerta. Y entró el doctor Perlmutter, uno de los hombres más conspicuos del Ministerio de Cultura y Educación, acompañado de su esposa.

El doctor Perlmutter pertenece a la selección intelectual de nuestro país. Su gusto refinado es precisamente proverbial en los círculos intelectuales. Su esposa es directora de una importante galería de arte. Y estas dos personalidades venían a mi casa.

Por espacio de unos segundos, el tiempo pareció haberse detenido. Luego pareció como si el doctor Perlmutter fuera a desmayarse. Entonces emprendí yo una acción de salvamento, con la espalda vuelta hacia el óleo, y cubrí por lo menos las cabras que pacían. Entonces alguien dijo desde el interior de mi garganta:

—¡Qué sorpresa tan agradable! Tomen asiento, por favor.

El doctor Perlmutter, que seguía balanceándose ligeramente, se había quitado las gafas y frotaba obstinadamente los vidrios.

¡Aquellas malditas flores! ¡Si al menos no hubiese aquellas malditas flores en el marco dorado gótico-barroco!

—Tienen ustedes una casa muy linda —murmuró la señora Perlmutter—. Y muy lindo… ejem… el cuadro…

Yo me daba cuenta perfectamente de que, a mi espalda, los discípulos del Talmud estaban ejecutando unas danzas casídicas. Por lo demás, los minutos siguientes transcurrieron en una tensa inmovilidad. Los ojos de nuestros huéspedes estaban fijos en aquella
cosa
. Finalmente, mi valerosa esposa logró apagar uno de los dos focos, pero desde los hombros del rabino para abajo, el escenario continuaba bañado en la luz deslumbradora. El doctor Perlmutter se quejó de dolor de cabeza y pidió un vaso de agua. Cuando mi valerosa mujer volvió de la cocina con el vaso de agua, me pasó de contrabando una pequeña cartulina con una noticia ilegal. El texto rezaba: «
Ephraím, haz algo»
.

—Perdonen ustedes que irrumpamos tan de improviso en su casa —dijo la señora Perlmutter con voz ronca—. Pero mi marido quería hablar con usted de un viaje a América para dar unas conferencias.

—¿Yo? —pregunté con alegría—. ¿Cuándo?

—No hay prisa —dijo el doctor Perlmutter levantándose de su asiento—. El asunto no es muy urgente, que digamos.

Resultaba evidente que ahora era preciso que yo diera una explicación, de lo contrario, seríamos expulsados para siempre del seno de la humanidad civilizada. Mi valiente mujercita acudió en mi ayuda:

—Probablemente se preguntarán ustedes cómo ha llegado ese cuadro hasta ahí —murmuró.

Los dos Perlmutter, que estaban ya junto a la puerta, se volvieron:

—Sí. —dijeron ambos.

En aquel momento, con una precisión cronológica, llegó el tío Morris. Lo presentamos a nuestros huéspedes y observamos con alegría que les caía bien.

—Ustedes querían contarnos algo acerca de… ejem… acerca de eso —dijo la señora Perlmutter a mi valerosa mujercita.

—Ephraím —dijo mi valerosa mujercita—. Ephraím, por favor.

Yo dejé vagar mi mirada a mi alrededor, desde el desesperado semblante de mi esposa y los petrificados rostros de los Perlmutter, pasando por los niños prodigio que estaban a la sombra del molino de viento, hasta el tío Morris, henchido de orgullo.

—Es un cuadro muy hermoso —dije yo con voz quejumbrosa—. Tiene ambiente… una pincelada de mano maestra… y sol, muchísimo sol… Nos lo regaló nuestro tío aquí presente.

—¿Es usted coleccionista? —preguntó la señora Perlmutter—. ¿Colecciona usted…?

—No, cosas así no —le interrumpió el tío Morris, sonriendo—. Pero los jóvenes de hoy… No os enfadéis, muchachos, si hablo con franqueza… Estos jóvenes de hoy carecen completamente de gusto, muestran predilección por estas birrias monstruosas.

—No es cierto —dije yo con una voz cuya repentina dureza y decisión incluso a mí me sorprendieron un poco. Pero ahora ya no había quien me detuviese. Ya brillaban en mis manos las tijeras—. También nos gustan los cuadros de formato más pequeño.

Diciendo esto, apliqué las tijeras a la ribera izquierda del río. Ésta, tres vacas y un trocito de cielo fueron sus primeras víctimas. A continuación corté la barca y los dos violinistas. Después, el molino de viento. Luego comencé a cortar sin discriminación. El placer elemental de la actividad creadora se adueñó de mí. Profiriendo exclamaciones con voz gutural, me precipité hacia la red de pesca y la puse encima del rabino. Las mujeres que lavaban se mezclaron con los niños prodigio. En la costa de América había eclipse de luna. Las cabras se preparaban para la Bar-Mizwah…

Cuando levanté los ojos, vi que estábamos solos en la casa. Tanto mejor. Así mi mujer y yo podríamos arreglarlo todo tranquilamente.

Un cuarto de hora después estábamos en posesión de treinta y dos cuadros de formato manejable. Vamos a abrir con ellos una galería en el centro de la ciudad.

A LA BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO

C
ON una sonrisa conquistadora la mejor de todas las esposas se volvió hacia mí.

—Escucha, cariño. El próximo domingo es el aniversario de haber terminado el bachillerato.

—¿Quién? ¿Nosotros?

—El curso de mi Instituto. Todos estarán allí. Todos mis antiguos compañeros y compañeras. Si no te importa, quiero decir, si quieres, puedes acompañarme.

—Me importa un poco. No tengo ganas. Por favor, ve tú sola.

—Yo sola, no voy. Tú no quieres hacerme el más mínimo favor. Siempre igual.

Fui con ella.

Todos estaban allí. Todos estaban de excelente humor, como suele ocurrir en tales ocasiones. Apenas aparecía alguien nuevo, todos le abrazaban. También mi mujer fue abrazada por todos y la llamaban «Poppy». ¡La llamaban Poppy! Y a mi mujer le gustaba que la llamaran así. Yo, en cambio, me sentía solo y abandonado como Israel en el Consejo Mundial de Seguridad.

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