—1.032 —dijo Eytan.
—Otro: un número más alto.
—6.527.
—Muy bien. ¿Había visto usted alguna vez algo parecido? ¡Y sólo tiene siete años! Es increíble, no sé de dónde saca esos números tan altos. Y eso todavía no es nada. Eytan, dile al caballero que piense un número.
—No —dijo Eytan.
—¡Eytaaaaaan! ¡Tienes que pedirle inmediatamente a este señor que piense un número!
—Piense usted un número —gruñó Eytan, aburrido.
Ahora mi vecino de banco volvió a emplear la mano como pantalla y a servirse de la comisura de la boca.
—¡Tres! ¡Haga usted el favor de pensar el número tres!
Entonces levantó el dedo y volvióse hacia el objeto de su orgullo:
—Y ahora le pediremos al caballero que multiplique por diez el número que ha pensado, ¿no es verdad, Eytan?
—Que haga lo que quiera.
—¿Qué significa «que haga lo que quiera»? Haz el favor de pedírselo como es debido.
—Multiplique usted por diez el número que haya pensado —dijo Eytan recitando el texto que le habían prescrito.
—Adelante —le animó su padre.
—Luego divida por cinco el número que haya obtenido, saque la mitad de este otro número y el resultado es el número que pensó primero.
—¿Es verdad? —preguntó mi vecino temblando de emoción, y al responder yo afirmativamente con un gesto, su alegría no conocía límites—. ¡Pero aún no hemos terminado! Eytan, dile ahora al caballero cuál fue el número que pensó.
—No lo sé.
—¡Eytan!
—¿Siete? —preguntó el niño prodigio.
—No.
—¿Uno?
—¡Tampoco! —rugió el decepcionado papá—. ¡Concéntrate!
—Si ya me concentro —dijo el niño y se echó a llorar—. Pero, ¿cómo voy a saber qué número piensa un hombre al que no conozco?
El padre perdió el dominio de sí mismo.
—¡Tres! —gritó—. ¡Tres, tres, tres! ¿Cuántas veces tengo que decirte que la gente siempre piensa el tres?
—¿Y a mí qué me importan los números? —gimió la pobre criatura—. ¡Siempre números, siempre números y nada más que números! ¿A quién le hace falta eso?
Pero mi vecino tenía ya cogido a su hijo por el cuello de la camisa y le sacudía, encolerizado a más no poder.
—¿Qué me dice usted a esto? —dijo jadeando y renunciando a la comisura de la boca y a la pantalla formada por la mano—. ¿Ha visto usted alguna vez a un niño de ocho años que ni siquiera sea capaz de recordar una cifra? Dios me ha infligido un rudo golpe…
Dicho esto se alejó, llevándose a Eytan lloriqueando. Yo lo fui siguiendo con la mirada, hasta que su figura abrumada por la pena desapareció bajo los rayos del sol de un mediodía de invierno.
¡Qué maldición para un padre, cuando tiene que reconocer que su propio hijo no ha heredado nada en absoluto de su talento!
L
A realidad queda insuficientemente caracterizada con el calificativo de «rojo». Amir no tiene los cabellos propiamente rojos, sino de color de púrpura, como si en su cráneo se hubiese declarado un incendio. Este color lo encontramos ocasionalmente en los primeros cuadros de Chagall, allí donde los gallos voladores tienen la cresta. A mí personalmente esto no me importa. Me parece que el hecho de ser pelirrojo tiene también su lado bueno. Si perdemos a Amir, por ejemplo, en una aglomeración, enseguida podemos localizarlo gracias al color de sus cabellos, incluso en la mayor concentración humana. En el peor de los casos, tampoco va a ser torero. Pero, bueno. ¿Es éste un tema de conversación?
Debo reconocer que en todo el árbol genealógico de mi familia, que está muy ramificado, no hay ni una sola cabeza pelirroja, ni siquiera algún lejano tatarabuelo. Cómo es que precisamente mi hijo… Pero después de todo, algunos de los hombres más importantes de la historia universal fueron pelirrojos, por ejemplo, ahora no se me ocurre ningún nombre. Churchill, según dicen, llegó incluso a este mundo con una calva.
—Para mí —suele decir la mejor de todas las esposas—, Amir es el niño más hermoso de todo el país.
El propio Amir parece ser de la misma opinión. Antes de que fuese capaz de andar bien, aprovechaba cualquier ocasión para mirarse en un espejo y exclamar alborozado:
—¡Soy pelilojo, soy pelilojo!
Se sentía alegre y feliz. Nosotros, sus inteligentes y experimentados padres, sabíamos, sin embargo, demasiado bien lo que le esperaba. Ya en el jardín de infancia, la pequeña y cruel gentuza se burlaría de él a causa del color de sus cabellos. ¡Pobre cabecita roja, cuánto tendrás que sufrir en la vida!
Nuestras preocupaciones resultaron justificadas. Amir hacía tan sólo unas semanas que iba al jardín de infancia, cuando un día volvió a casa triste y abatido. Al preguntarle si alguien le había hecho algo malo, empezó a sollozar:
—Uno nuevo hoy… dice… rojos… rojos cabellos…
—¿Dice que tú tienes cabellos rojos?
—No… él dice… que sus cabellos son más rojos.
Un niño, y un niño que está sollozando, no siempre puede expresarse en forma inteligible. Por esto llamamos por teléfono al director del jardín de infancia para aclarar el asunto. Él confirmó que un niño nuevo que había ingresado en la escuela también era pelirrojo y que evidentemente nuestro hijo, tan sensible, sufría ante la pérdida de su monopolio.
Entretanto, Amir había olvidado toda aquella historia y salió al jardín a jugar con el gato.
—Ahora conserva aún su equilibrio psíquico —me explicó su madre—. Considera hermosos los cabellos rojos y se alegra de tenerlos. Pero, ¿qué sucederá cuando vaya a la escuela?
En el curso de nuestra conversación, me confesó que en sus sueños se veía atormentada por una espantosa visión estereotipada: Amirín corre con sus piernecillas por una calle, perseguido por una rugiente cohorte (mi mujer sueña siempre expresiones tan extravagantes como ésta), que va gritando detrás de él: «¡Cabeza de zanahoria! ¡Cabeza de zanahoria!».
Y efectivamente, a los tres meses escasos, llegó corriendo Amir a casa sin aliento.
—¡Papá, papá! —me gritó ya desde lejos—. ¡Hoy me han llamado «cabeza de zanahoria»!
—¿Te has pegado con ellos?
—¿Pegado? ¿Por qué?
Todavía no se da cuenta, el pobrecillo, de que llevan la intención de ofenderle. Quizás al pensar en una cabeza de zanahoria se imagina una hortaliza especialmente sabrosa. A veces va por la calle con aire triunfal y señalando hacia su cabeza, dice muy ufano:
—¡Cabeza de zanahoria, cabeza de zanahoria!
¿Cuánto tiempo deberemos dejarle en su bendito error? ¿No es nuestro deber ilustrarle oportunamente, prepararle para las humillaciones y ofensas de las que su pequeña alma infantil nada sospecha y que, sin embargo, van llegándole inconteniblemente? ¿Estará armado para ello?
Cogí a Amir y lo senté sobre mis rodillas:
—No es ningún oprobio tener cabellos rojos, hijo mío —empecé diciéndole—. Nadie puede escoger el color de su pelo, ¿verdad? Los cabellos de David eran de un color rojo encendido y, a pesar de ello, venció a Goliat. De modo que cuando algún idiota haga algún comentario estúpido acerca del color de tus cabellos, deber decirle lisa y llanamente: «¡De acuerdo, soy pelirrojo, pero mi papá no!» ¿Has comprendido?
Amir no escuchaba con mucha atención. Ya hacía rato que deseaba marcharse a tirar piedras al perro de nuestro vecino. Con aire un poco distraído me acarició y murmuró algunas palabras que venían a decir más o menos que yo no debía preocuparme por no tener cabellos rojos. Luego me dejó y se fue.
Ahora bien, sea lo que fuere, Amir era el niño pelirrojo más guapo de todo el jardín de infancia. Él se empeñaba en considerar sus cabellos rojos como una distinción. Los pelirrojos son muy obstinados. No es raro que uno tenga que enfadarse con ellos. No es una casualidad que a la gente no le gusten los pelirrojos. Yo, personalmente, lo comprendo muy bien.
Mi mujer y yo decidimos no llevar más lejos el asunto, al menos con violencia. Dejamos que el destino nos saliera al encuentro.
Cuando se produjo la pelea fuera de nuestra casa, supimos que había llegado el momento.
Yo salí precipitadamente. Mi hijo estaba montado en una bicicleta y lloraba desesperadamente mientras los otros niños, si puede llamarse «niños» a aquella jauría, se apretujaban contra él por todos los lados. Yo rompí el cerco de acero y estreché con fuerza a mi querido pequeño contra mi corazón.
—¿Quién te ha llamado cabeza roja? —grité. ¿Quién se atreve a insultar a mi hijo?
Los monstruos menores de edad se hicieron los distraídos y optaron por no responder.
Fue el propio Amir el que encontró la explicación:
—¿De qué cabeza roja hablas, papá? —me preguntó— Gilli me prestó su bicicleta y ahora quiere que se la devuelva. Pero yo sé pedalear mucho mejor que él. ¿Por qué no me deja tranquilo?
—Es mi bicicleta —balbuceó uno de los muchachos, probablemente Gilli—. Y yo no se la he prestado.
—De modo que no se la has prestado porque tiene los cabellos rojos, ¿verdad?
Y sin hacer más caso de la chiquillería, cogí en brazos a Amir y me lo llevé a casa. Mientras le lavaba la cara, lo consolaba con todo mi amor paternal:
—Tú no eres ninguna cabeza roja, hijo mío. Tus cabellos tiran a rojizo, pero no son realmente rojos. Las verdaderas cabezas rojas tienen toda la nariz cubierta de pecas. Tú tienes a lo sumo cuatro y sólo en verano. No te des por ofendido. Ha habido reyes pelirrojos. Y los animales más hermosos que Dios ha creado tienen el pelo rojo. Por ejemplo, las zorras. O la abubilla, cuando casualmente tiene plumas rojas. Pero tú no eres pelirrojo, Amir. No los creas, si te llaman cabeza roja. No estés triste. No les hagas caso, mi pequeña cabecita roja…
De nada servían mis palabras. La convicción de que los cabellos rojos era algo bello había arraigado firmemente en la mente de Amir. Él dice que los pelirrojos son distintos de las otras personas.
De esto sólo tiene la culpa el jardín de infancia, donde se les imbuyen a los niños tales cosas absurdas.
Ayer lo sorprendí delante del espejo, mientras se estaba contando las pecas. Mi mujer me aseguró que el niño se peina y cepilla a escondidas y que inventa todos los peinados posibles para sus cabellos.
—¿Por qué? —suspira ella—. ¿Por qué no lo dejan tranquilo? ¿Por qué han de recordarle continuamente que es pelirrojo?
No sé cuál podría ser la respuesta a esta pregunta. Pero yo siento una profunda conmiseración hacia todos los niños pelirrojos, especialmente para aquellos cuyos padres no hacen nada para liberarlos de su complejo.
Bueno, es que no todos los niños tienen la suerte de tener unos padres como los que tiene nuestro Amir.
H
ASTA ahora, nunca me había molestado el hecho de que casualmente yo tenga el mismo nombre que un afluente del Jordán. Pero hace algún tiempo recibí una noticia del fisco en papel oficial y escrita a máquina de una manera curiosamente insegura:
Último aviso antes del embargo. Dado que hasta el día de hoy no ha reaccionado usted a nuestro comunicado referente a su deuda por valor de 20.012,11 libras israelíes por los trabajos de reparación realizados en julio del pasado año en el puerto del río Kishon, le advertimos de que si no hace efectiva la mencionada suma dentro de los siete días siguientes a este último aviso, se le aplicarán las prescripciones legales concernientes al embargo y a la venta de sus bienes muebles.
En el caso de que usted hubiese satisfecho entretanto su deuda, puede considerar este comunicado como inexistente
.
(Firmado)
S. Seligson
, Jefe del Departamento.
A pesar de la consoladora reserva contenida en el último párrafo, sentí un pánico indescriptible. Por un lado, un minucioso examen de todos mis libros y documentos demostró sin lugar a dudas que no se me había efectuado ninguna clase de reparación, y por otro lado, no descubrí el más mínimo punto de apoyo que me permitiera creer que había satisfecho la mencionada deuda.
Dado que desde siempre he sido partidario de solucionar los conflictos locales mediante la negociación directa, me encaminé hacia la Delegación de Hacienda para hablar con el señor Seligson.
—Como puede usted ver —le dije mostrándole mi documento de identidad—, yo soy un escritor y no un río.
El Jefe del Departamento me miró fijamente:
—¿Cómo es que se llama, entonces, Kishon?
—Por costumbre. Además también me llamo Ephraím. El río no.
Esto le convenció. Se disculpó y pasó a la habitación contigua, donde comenzó a discutir el lamentable incidente con su personal, por desgracia, en voz baja, de modo que yo no pude oír nada. Al cabo de un rato, me pidió que entrara por la puerta abierta y diese tres vueltas con las manos en alto. Al cabo de otro rato, era evidente que el Departamento estaba convencido de que yo tenía razón o de que por lo menos podría tenerla. El jefe volvió a su mesa escritorio, anuló el aviso y escribió con lápiz:»No tiene ningún puerto. Seligson». Luego trazó un gran cero sobre la cubierta de la carpeta y lo tachó con dos líneas diagonales. Yo, aliviado, volví al seno de mi familia.
—Era una equivocación. La lógica ha triunfado.
—¿Lo ves? —dijo la mejor de todas las esposas—. No hay que desanimarse nunca.
El miércoles llegó a mi casa la «Notificación de confiscación de bienes muebles», firmada por S. Seligson.
Dado que no ha atendido usted a nuestro último aviso antes del embargo y hasta hoy no ha satisfecho usted su deuda por valor de 20.012,11 libras israelíes, nos vemos obligados a aplicar las prescripciones legales referentes a la confiscación y venta de sus bienes muebles. En el caso de que entretanto hubiese satisfecho usted su deuda, considere este comunicado como inexistente.
Corrí a ver a Seligson.
—Está bien, está bien —me tranquilizó—. No es culpa mía. De esta clase de comunicados es responsable la computadora electrónica de Jerusalén, y tales equivocaciones se producen continuamente. No se preocupe usted.
Según pude comprobar, la correspondiente oficina de Jerusalén fue automatizada hará cosa de medio año para avanzar al ritmo del desarrollo técnico. Desde entonces, la computadora realiza el trabajo de miles de tristes funcionarios. Sólo tiene un defecto y es que los técnicos de Jerusalén aún no están muy familiarizados con su manera de trabajar y suministran a veces a la computadora datos equivocados. La consecuencia de ello son ciertos trastornos digestivos, como en el caso de la reparación del puerto que relacionaron conmigo.