Mi familia al derecho y al revés (12 page)

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Authors: Ephraím Kishon

Tags: #humor

BOOK: Mi familia al derecho y al revés
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La conversación alegre y gozosa, versaba de un tema a otro.

—¿Sabe alguien algo de Tschaschik? ¿Es verdad que le suspendieron en el riguroso examen para el doctorado? No me extrañaría. Después de todo, jamás fue una gran lumbrera… ¿Qué hay de Schoschka? Debe de estar muy envejecida… No, no lo digo porque su marido tenga veinte años menos que ella… ¿Te acuerdas de cómo se deslizaba entonces por la barandilla de la escalera, con Stockler detrás de ella? Y luego aquel baño nocturno con Niki, con luna llena…

El ambiente era alegre y alborotado. Algunos se daban golpecitos en los muslos.

—Y eso no es nada todavía. Benny la atrapó más tarde en compañía de Kugler… Nos moríamos de risa… Especialmente Sasha. Y precisamente tuvo que bailar el charlestón con la madre de Berger, el muy idiota… Y el asunto referente a Moskowitsch también tiene su…

Yo me sentía desplazado. No conocía a nadie de aquel curso. Pertenezco al curso de 1948 del Instituto Berzsenyi, de Budapest. ¿Tiene alguien algo que objetar?

Una estridente voz femenina trajo hacia sí la atención general:

—¿A quién creéis que vi hace dos años en París? ¡A Klatschkes! No me causó buena impresión. Dicen que vende tarjetas postales a los turistas. Después de todo, siempre tuvo una relación algo especial con el arte.

—Desde luego —intervine yo—, de Klatschkes no cabía esperar otra cosa.

Alguien me contradijo:

—No obstante, al principio quería ser arquitecto.

—No seas ridículo —repliqué yo—. Klatschkes y la arquitectura. Apostaría cualquier cosa a que no es capaz de trazar una línea recta.

Con esta observación coseché un éxito de risas que aumentó considerablemente la confianza en mí mismo.

—¿Es verdad que Joske y Nina se han casado? —me preguntó el que estaba a mi lado—. No puedo hacerme a la idea. ¿Joske y Nina?

—Yo ni siquiera puedo imaginar el aspecto que tendrían en la boda —comenté yo, provocando nuevas carcajadas—. Después de todo, hay que recordar cómo perdió entonces Nina su corsé. ¡Y Joske con su conejo! Siempre que veo una cabeza de berza, pienso en Joske…

Este fue mi mayor éxito de risas hasta entonces. Las carcajadas parecían no tener fin.

A partir de aquel momento, ya no solté las riendas de la conversación. Cada vez iba sacando a relucir mayor número de recuerdos con la hilarante complacencia de los presentes. De especial eficacia resultó la anécdota de cómo Sasha vendió dos veces su viejo coche y lo que encontró Berger en su cama cuando regresó con Moskowitsch de una partida nocturna de bolos…

Durante el camino de regreso, la mejor de todas las esposas me miraba con sorpresa y admiración:

—Todo el mundo ha estado pendiente de ti —me dijo—. No sabía que fueses tan ingenioso.

—La culpa es tuya —le dije con sonrisa indulgente—. ¡Nunca has sido una buena conocedora de las personas, Poppy!

COEXISTENCIA CON LAS HORMIGAS

L
AS viviendas de planta baja tienen una ventaja y un inconveniente. La ventaja es que no hay que subir escaleras. El inconveniente, que tampoco las hormigas tienen que subir escaleras.

Todas las mañanas, un ejército de hormigas cruza nuestro umbral, sube por la pared de la cocina hasta que llega a la cesta del pan y se divide en varios grupos en el fregadero. Desde estas posiciones iniciales comienza un ir y venir que dura todo el día, sin duda conforme a un sistema bien ideado, pero del que no vemos nada más que las hormigas.

—Matar solamente unas cuantas no sirve de nada —decidió la mejor de todas las esposas—. Hay que descubrir el nido.

Seguimos la procesión en dirección opuesta y vimos que conducía al jardín, desaparecía por breve tiempo entre las plantas, reaparecía en la superficie y se dirigía zigzagueando hacia el Norte.

Al llegar al límite de la ciudad, nos detuvimos.

—Vienen de fuera —dijo mi mujer, respirando con dificultad—. Pero, ¿cómo han encontrado el camino de nuestra casa?

Estas preguntas, naturalmente, sólo puede responderlas la reina de las hormigas. Las masas obreras confían en los líderes de su sindicato, realizan su tarea y arrastran lo que hay que arrastrar.

Después de unos días de observación minuciosa, mi mujer compró unos polvos que le habían recomendado contra las hormigas y esparció aquel veneno sobre el terreno de la marcha desde el umbral de la casa hasta la cocina y más allá.

La mañana siguiente, las hormigas iban avanzando lentamente, porque tenían que trepar por las numerosas pequeñas colinas de polvos. No advertimos ningún otro efecto. A continuación empleamos una jeringa con líquido insecticida. Cayó la vanguardia, pero el resto de las fuerzas siguió avanzando. «Son muy resistentes, hay que reconocerlo», comprobó mi esposa, que ha estudiado psicología, y lavó toda la cocina con carbol. Durante dos días, las hormigas estuvieron ausentes. Nosotros también. Al finalizar las breves vacaciones, aparecieron los regimientos de hormigas más numerosos que antes y poniendo mayor celo en su trabajo. Entre otras cosas, descubrieron la marmita que contenía el jarabe de la tos. Nunca más volvieron a toser.

La mejor de todas las esposas se apartó de los principios que antes había pregonado y comenzó a matar a las hormigas individualmente, millares de ellas cada mañana. Luego desistió.

—Cada vez aparecen más —suspiró—. Una masa inagotable. Como los chinos.

Alguien le expuso una sugerencia. Dicen que las hormigas no pueden soportar el olor de los pepinos. El día siguiente, nuestra cocina estaba pavimentada con pepinos, pero era evidente que las hormigas no se habían enterado de ello, y después de olfatear los pepinos siguieron su camino como si tal cosa. Algunas de ellas incluso se rieron disimuladamente. Telefoneamos al Departamento de Sanidad en demanda de consejo:

—¿Qué hay que hacer para librarse de las hormigas?

—Eso es lo mismo que yo querría saber —respondió el funcionario—. Tengo la cocina llena de hormigas.

Después de algunos otros intentos de defensa que fracasaron estrepitosamente, decidimos abandonar una lucha tan desigual. Mientras estamos desayunando, la procesión de hormigas pasa por delante de nosotros y ocupa las posiciones acostumbradas sin molestarnos más. No tenemos que preocuparnos de si todo va bien. Las hormigas pertenecen a la casa. Ya nos conocen y nos tratan con discreta cortesía, como es tradicional entre adversarios que han aprendido a respetarse mutuamente. Ello constituye un ejemplo de coexistencia pacífica digno de imitación.

LOS PADRES TERRIBLES

C
UANDO mi mujer y yo decidimos hacer un viaje de recreo, nos pusimos a elaborar un itinerario detallado. Todo iba bien, pero había un problema. ¿Qué van a decir los niños? Bueno, Rafi es ya un mocito con el que se puede hablar razonablemente. Comprende que papá y mamá han sido invitados por el rey de Suiza y que a un rey no se le puede decir que no, porque se pondría furioso. De modo que esto ya está arreglado. Pero, ¿qué hacemos con Amir? A esa edad, como es sabido, el niño pequeño se aferra mucho a sus padres. Sabemos de casos en los que unos padres irresponsables dejaron solo a su hijo durante dos semanas y la pobre criaturita contrajo por ello toda una serie de complejos que finalmente hicieron que fracasara por completo en el estudio de la geografía. Dicen que incluso una niña de Natanja se volvió zurda por esta causa.

Durante el almuerzo hablé de este problema con mi mujer, la mejor de todas las esposas. Pero tan pronto como intercambiamos los primeros vocablos franceses, apareció en el rostro de nuestro hijo menor una expresión de tristeza indescriptible, que partía el corazón. Con los ojos muy abiertos nos miraba y preguntó con voz débil:

—¿Pol qué? ¿Pol qué?

El niño había notado algo, sin duda alguna. El niño había perdido su equilibrio interior. Nos tiene mucho cariño, el pequeño Amir, sí que nos lo tiene.

Un breve intercambio de miradas mudas nos bastó a mi mujer y a mí para abandonar inmediatamente el plan de nuestro viaje al extranjero. Hay muchos países extranjeros, pero Amir no hay más que uno. No, no nos vamos y basta. ¿Para qué tendríamos que irnos? ¿Cómo podría gustarnos París, si tuviésemos que pensar continuamente que Amir está entretanto en casa y empieza a escribir con la mano izquierda? A los niños no se les tiene por mero capricho, como flores o cebras. Tener niños es una vocación, un deber sagrado, el contenido de una vida. Si uno no puede sacrificarse por sus hijos, es mejor que lo deje todo y emprenda un viaje de recreo.

Éste era exactamente nuestro caso. Nos atraía muchísimo este viaje de recreo, lo necesitábamos física y mentalmente, y nos habría resultado muy difícil renunciar a él. Queríamos ir al extranjero.

Pero, ¿qué hacer con Amir, el Amir triste y de grandes ojos?

Lo consultamos con la señora Golda Arje, nuestra vecina. Su marido es piloto de aviación y cada año le da dos veces billetes gratuitos de avión. Si entendimos correctamente lo que nos decía, va dando a sus hijos la noticia gradualmente, les describe los países sobre los cuales va a volar y vuelve a casa con muchas fotografías. De esta manera el niño participa de la alegría de sus padres, e incluso tiene la sensación de haber participado de su viaje. Sólo un poco de tacto y de comprensión, no se necesita nada más. Tan sólo cien años antes, si a los niños de la señora Arje se les hubiese dicho que su mamá había volado a América, les habrían dado convulsiones histéricas o se habrían convertido en carteristas. Actualmente, gracias al psicoanálisis y al tráfico aéreo internacional, se resignan sin esfuerzo a lo inevitable.

Nos reunimos solos con Amir. Queríamos hablar francamente con él, de hombre a hombre.

—¿Sabes, Amirín —comenzó diciendo mi mujer—, que hay unas montañas muy altas en…?

—¡No os vayáis de viaje! —gritó Amir—. ¡Que papá y mamá no se vayan de viaje! Que no dejen solito a Amir. ¡Nada de montañas! ¡Nada de viajes!

Las lágrimas corrían por sus tiernas mejillas, y temblando de miedo apretaba su cuerpecillo contra mis rodillas.

—¡No nos vamos de viaje! —dijimos mi mujer y yo, casi simultáneamente, con un tono resuelto, consolador.

Las bellezas de Suiza y de Italia juntas no justifican una sola lágrima de nuestro pequeñín de azules ojos. Su sonrisa vale más para nosotros que cualquier paisaje alpino. Nos quedamos en casa. Cuando el niño sea algo mayor, cuando tenga dieciséis o veinte años, ya veremos. Con esto parecía resuelto su problema.

Por desgracia, se produjo una complicación imprevista. La mañana siguiente decidimos, a pesar de todo, partir de viaje. Amamos a nuestro hijo Amir, lo amamos por encima de todo, pero también nos gusta viajar por el extranjero. No vamos a permitir que el pequeño monstruo nos prive de ese gusto.

—Habéis cometido un grave error —se nos dijo—. A los niños no se les debe mentir, pues si se les miente reciben daños psíquicos. Tendríais que decirle la verdad. Y de ninguna manera deberíais hacer las maletas a escondidas. Al contrario, el pequeño ha de ver cómo las hacéis. No debe tener la impresión de que queréis huir de él…

De vuelta a casa, bajamos del desván los dos grandes baúles, los abrimos y llamamos a Amir para que entrara en la habitación.

—Amir —dije yo sin rodeos y con voz clara y enérgica—. Mamá y papá…

—¡No os vayáis de viaje! —chilló Amir—. ¡Amir quiere a mamá y a papá! ¡Amir no puede estar sin mamá y papá! ¡No os vayáis de viaje!

El niño era todo él un grande y único temblor. Sus ojos estaban inundados de lágrimas, su nariz goteaba y sus brazos se agitaban en el aire en un espanto lleno de desvalimiento. El pobrecito Amir iba a sufrir un choque del que no podría recuperarse nunca. No, esto no debía ocurrir. Lo cogimos en brazos, lo besamos y lo acariciamos:

—Papá y mamá no se van de viaje… ¿Por qué cree Amir que mamá y papá se van a ir de viaje…? Papá y mamá han bajado los baúles para ver si tal vez había dentro de ellos algún juguete para Amir… Papá y mamá se quedan en casa… siempre… toda la vida… siempre sólo Amir… nada más que Amir… Europa… ¡qué asco!

Pero esta vez la conmoción psíquica de Amir había sido ya demasiado grande. Se aferraba continuamente a mí, y en cada nuevo sollozo había el dolor cósmico de generaciones. Nosotros estábamos a punto de romper a llorar. ¿Qué era lo que habíamos hecho, santo cielo? ¿Qué nos ha sucedido, que hayamos podido herir de un modo tan brutal a esta pequeña y delicada alma infantil?

—¡No estés ahí parado como un idiota! —me exhortó mi mujer—. ¡Tráele un chicle!

Los sollozos de Amir cesaron tan sin transición que casi oímos rechinar los frenos:

—¿Chicle? ¿Papá traerá a Amir chicle de Eulopa?

—Sí, querido, sí. Naturalmente. Chicle. Mucho chicle, muchísimo. Con rayas.

El niño ya no llora. El niño tiene un semblante radiante:

—¡Papá traerá a Amir mucho chicle de Eulopa! ¡Papá ir de viaje! ¡Papá ir de viaje enseguida! ¡Mucho chicle para Amir! ¡Con layas!

El niño da saltitos por la habitación, el niño aplaude, el niño es un símbolo de la alegría de vivir y de la felicidad:

—¡Papá ir de viaje! ¡Mamá ir de viaje! ¡Los dos ir de viaje! ¡Deprisa, deprisa! ¿Pol qué papá todavía aquí? ¿Pol qué? ¿Pol qué…?

Y volvieron a llenársele de lágrimas los ojos, su cuerpecito temblaba, sus manos se aferraban al baúl y lo empujaba con todas sus fuerzas hacia mí.

—Ya nos vamos, Amir precioso —dije yo para tranquilizarle—. Nos iremos muy pronto.

—¡No pronto! ¡Ahora mismo! ¡Mamá y papá ir de viaje ahora mismo!

Esta fue la razón por la que tuvimos que adelantar un poco nuestra partida. Los últimos días fueron muy fatigosos. El pequeño nos dio muchos quebraderos de cabeza. Por la noche, nos despertaba tres veces como término medio para preguntarnos por qué estábamos aún allí y por qué no nos marchábamos de una vez. Nos tiene mucho cariño, el pequeño Amir, muchísimo. Vamos a traerle muchos paquetitos de chicle. También le traeremos unos cuantos a la psicóloga de niños.

UNA VICTORIA PEDAGÓGICA

C
UANDO subimos en Roma al avión para nuestro viaje de regreso, sentíamos un extraño malestar. Algo flotaba en el aire. No habíamos podido decir qué era, pero flotaba.

—La cabina del piloto no me gusta —murmuró mi mujer, la mejor de todas las esposas.

Yo callaba.

—Y este curioso ruido de motores —dijo al cabo de unos minutos mientras el aparato se deslizaba por la pista.

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