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Authors: Ephraím Kishon

Tags: #humor

Mi familia al derecho y al revés (25 page)

BOOK: Mi familia al derecho y al revés
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—Y, ¿qué sucede con Kishon? —preguntó otro.

—Está arruinado.

—Está bien entonces —sentenció un tercer individuo poniendo fin a tan trascendental debate—. Mejor que esté arruinado él que nosotros.

¡Abominable! No hay otra palabra para calificar el resultado que tuvo la resolución tomada por el hampa parisiense. Abominable. Mujeres de cualquier edad, incluso aquellas cuyos hijos en el servicio militar habían ascendido a elevados rangos de oficiales, se inclinaron ante el nuevo dictado de la moda y alargaron sus faldas hasta el polvo de la calle. Naturalmente, la mafia procuró que el proceso se desarrollara por etapas, conforme a la llamada «táctica del salchichón». Cada semana unos cuantos centímetros.

La mejor de todas las esposas compartió mi indignación.

—Es como echarse a llorar, pensar en lo que han ideado esos señores. ¿Acaso hemos de cambiar ahora tal vez todo nuestro guardarropa?

Sin embargo, no pude sustraerme a la impresión de que el borde de su falda comenzaba un poco más abajo que antes. Y se lo dije.

—No lo creas —dijo ella—. Lo que llevo es una doble mini. La más reciente creación. Pero de esto tú no entiendes nada.

Yo quisiera aquí mencionar de paso el hecho de que el proceso de acortamiento se diferencia fundamentalmente del proceso de alargamiento. Se le podría designar como su diametralmente contrario. Para acortar sólo se necesita una falda nueva.

En tales circunstancias, se comprenderá mi emoción cuando una noche (teníamos que ir a un concierto) vi a mi mujer que se acercaba a mí con una falda plisada que le llegaba muy por debajo de las rodillas.

—¡Mujer! —exclamé—. ¡Te has alargado la falda!

—¿Te has vuelto loco? ¡Ni un solo centímetro!

Me acerqué a ella, y haciendo uso de mis atributos conyugales de controlo, le levanté un poco el pullover. Se confirmó mi sospecha: la falda había sido bajada hasta las caderas, como en un cowboy o en un sheriff los pantalones. Había alargado y dejado de alargar simultáneamente. Y en todo caso se había sometido a la mafia parisiense. En ello tampoco modificó en nada su indicación de que aquella «nueva linda mini baja» no me costaría un céntimo.

—Para mí no es cuestión de dinero —le repliqué enojado—. Se trata de principios.

Como siempre que se trata de principios, se llegó finalmente a una solución de compromiso. En lo sucesivo, el límite inferior de la mini debía terminar a 3 centímetros por encima de la rodilla.

El acuerdo se mantuvo como cosa de dos semanas. Al comenzar la tercera, cuando de nuevo nos disponíamos a efectuar una salida nocturna, la falda de mi mujer terminaba 3 centímetros por debajo de sus rodillas en vez de por encima de ellas.

En vez de recibir la correspondiente explicación, sólo obtuve un encogimiento de hombros:

—No sé de qué estás hablando. ¿O es que crees que mis rodillas suben y bajan?

Y antes de que tuviera tiempo de analizar esta interesante reflexión, de la mejor de todas las esposas salían a borbotones los más sagrados juramentos de que jamás haría el juego a las estupideces de la moda, o, ella no, y si a uno de aquellos homosexuales parisienses se le ocurriera crear faldas largas, que la llevase él mismo, el travestí, que lo que es ella, nunca haría caso de tal moda, y mucho menos se gastaría dinero en ella, y que la midi-falda que había aparecido últimamente, la encontraba sencillamente horrorosa, ni carne ni pescado, en fin, que no era para ella.

Unas semanas más tarde, no sólo habían desaparecido por completo las rodillas de mi mujer, sino también sus piernas. Del borde de su falda solamente asomaban aún las puntas de los zapatos. Además, parecía como si hubiera crecido.

Dado que no quería obligarla a refugiarse en nuevas mentiras con mis preguntas, decidí investigar el misterio por mi propia cuenta. La noche siguiente, fingí que estaba dormido y aguardé a ver si sucedía algo.

Sucedió algo. La mejor de todas las esposas se deslizó fuera de la cama y poco después, llevando una gran bandeja, descendió al sótano. La seguí a prudente distancia y de puntillas, o sea, muy despacio. Cuando llegué al sótano, ella ya estaba sentada ante la máquina de coser, rodeada de muchos metros de tela de muchos colores, accionando diligentemente el pedal, jadeando por el esfuerzo y la voluptuosidad. De vez en cuando, salía de su garganta una palabra inarticulada.

Sonaba algo así como:»maxi… maxi…».

Yo, sin decir palabra, di media vuelta y volví a mi lecho solitario. La soledad que sentí era más que una soledad meramente física. Estaba abandonado. Había perdido. La mafia había vencido.

LA GRAN SAGA DEL BISTÉ

L
A historia siguiente no se habría escrito nunca si en el restaurante «Martin & Maiglock», recientemente inaugurado, no hubiese habido aquellos gigantescos bistés que parecían un reto a las medidas de ahorro decretadas por nuestro ministro de Alimentación.

Nosotros (la mejor de todas las esposas, los tres niños y yo) almorzamos todos los sábados en «Martin & Maiglock», y todos los sábados nos presentan esas cinco raciones gigantescas. La primera vez yo creía todavía que se trataba de un error o de una propaganda excepcional para los clientes. Pero, como pronto se echó de ver, no se trataba de ninguna excepción. Era la regla y ciertamente de mucho que hacer a los niños especialmente. Desesperados se quedan mirando fijamente el plato que no quiere vaciarse:

—Mamá, ya no puedo más…

O lloran en silencio.

Y realmente es como para echarse a llorar, incluso para las personas mayores. Porque los bistés en el restaurante «Martin & Maiglock» son de calidad exquisita y uno se queda triste y pensativo al darse cuenta de que, en el mejor de los casos, podrá comer la mitad y tendrá que dejar la otra mitad.

¿Que tendrá que dejarla?

—¿Por qué no nos llevamos a casa las sobras? —susurró un sábado la mejor de todas las esposas—. ¡Hay más que suficiente para una cena abundante!

Tenía razón. Sólo cabía preguntar cómo se realizaría su excelente plan. Después de todo, no es posible alejarse con las manos llenas de bistés de un restaurante lleno de gente. Por otro lado, todavía recuerdo con horror aquella media porción de hamburguesa que una vez envolví en una servilleta de papel y guardé en el bolsillo trasero de mi pantalón. En el camino de regreso a casa, hice una pequeña compra, quise pagar, eché mano de mi monedero y saqué una masa poco apetitosa, pegajosa y empapada de mostaza… No, algo así no tenía que volver a sucederme. Nada de intentos de contrabando. Todo debe realizarse de una manera rigurosamente legal.

Llamé a la mesa al señor Maiglock:

—¿Tendría usted la amabilidad de envolver estos restos? ¡Para nuestro perro!

Mientras yo me complacía pensando en lo refinado de la idea que había tenido, en la que me había servido como de camuflaje Franzi, nuestra traviesa perrita de raza, volvió de la cocina el señor Maiglock. Llevaba en la mano una gran bolsa de plástico y en la cara una amable sonrisa:

—Le he añadido unos cuantos huesos —dijo.

Debía de haber por lo menos quince libras de huesos de elefante, junto con toda clase de restos de hígado y riñones y de cuanto podía hallarse en los cubos de desperdicios del restaurante «Martin & Maiglock».

Aceptamos la bolsa con vivas muestras de agradecimiento, la vaciamos ante Franzi, cuando volvimos a casa, y volvimos a marcharnos enseguida.

Franzi devoró con gran apetito el contenido de aspecto sospechoso. Lo único que dejó fueron los bistés.

El siguiente fin de semana, habiéndome vuelto un poco más listo, modifiqué mi estrategia:

—Señor Maiglock, haga el favor de envolverme los restos de carne para nuestro perro. Pero tenga la bondad de no añadir nada más.

El señor Maiglock debía comprender que se trataba de un deseo sencillo, fácil de satisfacer.

Pero no lo comprendió.

—¿Por qué no quiere que le añada nada más? —preguntó—. Nuestra cocina está repleta de golosinas para su querido perrito.

Le expliqué la situación:

—Nuestra Franzi es un animal muy mimado. Sólo quiere bistés. Nada más que bistés. Bistés a la plancha.

En aquel momento intervino en la conversación la rizada cabeza de un sabio:

—Comete usted un gran error, caballero. Está alimentando al pobre animal de un modo completamente inadecuado.

La cabeza rizada se dio a conocer como veterinario y, sin hacer caso a mis protestas, prosiguió con su conferencia en voz alta:

—Lo peor que hay para el sistema digestivo de un perro es la carne asada o frita. Probablemente, su perro ya no crecerá más. ¿A qué raza pertenece?

—Es un perro de lanas enano —respondí con sorna—. Además, es perra.

Dicho esto, volví la espalda a aquel aguafiestas y le pedí al señor Maiglock que, si a pesar de todo, quería darnos algo más, envolviese aparte los bistés.

Enseguida trajo el señor Maiglock los bistés envueltos cuidadosamente en papel de periódico.

—¿Qué es esto? —le dije indignado—. ¿No tiene usted ninguna bolsa de plástico?

—¿Para qué? —preguntó el señor Maiglock.

Yo callé. ¿Cómo debía yo hacerle comprender a aquel idiota que no me apetecían los bistés en los que aún estaban pegados los restos de un artículo de fondo sobre las negociaciones de Kissinger con Sadat?

En el viaje de regreso a casa, arrojé por la ventanilla del coche el paquete de periódico.

Pero no cedo tan fácilmente. El sábado siguiente comparecimos con nuestra propia bolsa de plástico y el rizado veterinario tuvo que presenciar con cólera impotente cómo nos llevábamos el dañino material en una envoltura higiénicamente irreprochable.

Alcanzó para tres días y para tres noches. Tuvimos bisté para cenar, bisté para almorzar, bisté para desayunar. Franzi estaba tumbada junto a nosotros, nos observaba con atención y desdeñaba los trozos que le tirábamos.

—Ephraím —suspiró la mejor de todas las esposas cuando el sábado, estuvimos de nuevo en «Martin & Maiglock»—. Ephraím, ya no puedo ver los bistés, y mucho menos comerlos.

Así habló desde el fondo de su alma, desde el fondo de su alma y de su estómago. Incluso los niños aplaudieron cuando pedimos jamón. Y como medida de seguridad, se lo pedimos al señor Martin.

El señor Maiglock, el amable cretino, no se arredró por ello. Terminado el almuerzo, nos trajo una bolsa de plástico llena a reventar de restos de bistés.

—¡Para Franzi! —dijo.

Desde aquel momento, todos los sábados nos enfrentamos al problema de cómo nos desprenderíamos de los absurdos envoltorios. Después de todo, no se puede ir en coche a través de la ciudad dejando tras de sí rastros de carne. Tarde o temprano aparecería en una importante revista literaria una glosa con el siguiente título: «¿Carnicero o escritor?».

Al fin tuve la idea salvadora. Apenas nos hubimos sentado a nuestra mesa del almuerzo de los sábados, me volví con triste semblante y voz del mismo estado de ánimo hacia el señor Maiglock:

—Por favor, no más bistés. Franzi se ha muerto.

Con gesto de profunda compasión, el señor Maiglock me estrechó la mano.

Pero en la mesa vecina de la nuestra se levantó el especialista en alimentos para perros y lanzó un grito de indignación:

—¿Lo ve? ¡Ya se lo había advertido! ¡Ahora ha matado usted al pobre animal!

Rafi, nuestro hijo mayor, murmuró algo referente a un accidente de circulación del que Franzi había sido víctima, pero esto no mejoró la cosa. El ambiente nos era adverso. Comimos en silencio nuestro almuerzo y nos fuimos avergonzados con la cabeza gacha. En el camino de vuelta nos sentíamos como una banda de asesinos. Si hubiésemos encontrado a Franzi muerta, tendida sobre el umbral de nuestra casa, no nos habría sorprendido.

Afortunadamente, salió a recibirnos con alegres ladridos, como siempre. Todo iba bien.

Así pasamos algún tiempo. Vivíamos apaciblemente, sin que nos molestasen los problemas de bistés de ninguna clase. Después de todo, también hay otros restaurantes aparte del de «Martin & Maiglock».

—En realidad, alguna vez también podríamos volver a «Martin & Maiglock» —dijo el pasado sábado la mejor de todas las esposas, como de paso y sin intención.

—Desde luego —le respondí—. No sé por qué no podríamos ir. Allí dan unos bistés estupendos.

En el peor de los casos, le diremos al señor Maiglock que hemos comprado otro perro.

LA MANÍA DE LAS LLAVES

P
OR la tarde vinieron a tomar el té los Lustig, a quienes habíamos invitado, y trajeron con ellos a su hijo Schragele, de seis años de edad, al que no habíamos invitado. Dicho con franqueza, no apreciamos de una manera especial que los padres se presenten siempre y en todas partes con su prole que en modo alguno es deseada siempre y en todas partes. Sin embargo, Schragele resultó ser un muchachito simpático y bien educado, aunque nos crispaba un poco los nervios el que sin cesar anduviera por todas las habitaciones de nuestra casa.

Estábamos sentados con sus padres tomando el té y charlando sobre todo lo habido y por haber, desde los vuelos lunares americanos hasta la crisis del teatro israelí. No eran temas muy originales y la conversación más bien resultaba difícil de arrastrar.

De pronto oímos (me gustaría poderme expresar claramente sin salirme del buen tono), oímos, pues, que Schragele, bueno, sí, ponía en movimiento el mecanismo de salida de agua de nuestro retrete.

En sí, esto no habría sido nada extraordinario. Por qué un niño sano, en el transcurso de una tarde, no habría de sentir la necesidad… ya se comprende, lo que quiero decir… y por qué, una vez satisfecha la necesidad, no habría de tirar de la cadena… Como he dicho: nada de extraordinario.

Lo extraordinario fue el comportamiento de los padres. Enmudecieron en medio de la frase, palidecieron, se pusieron de pie de repente, como si les hubiera dado un calambre, y cuando apareció Schragele en el marco de la puerta, le gritaron los dos al mismo tiempo:

—Schragele… ¿qué ha sido eso?

—La llave del armario ropero del tío— fue la información tranquilamente impartida por el niño.

La señora Lustig lo cogió de la mano y, llenándole de vehementes reproches, se lo llevó al rincón más apartado de la habitación y allí lo dejó con la cara vuelta hacia la pared.

—Nos agrada muy poco hablar de esto.

Sin embargo, el señor Lustig no pudo por menos de desahogar con voz triste su preocupado corazón de padre:

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