—Schragele es un niño completamente normal, con excepción de esta sola curiosa costumbre. Cuando ve una llave, se siente impulsado por una fuerza irresistible que le obliga a tirarla… Ya lo saben ustedes, dentro del wáter y a tirar de la cadena. Sólo llaves, nada más que llaves. Tan sólo llaves. Todos nuestros intentos para hacerle perder esa costumbre han sido en vano. Ya no sabemos lo que hemos de hacer. Unos amigos nos aconsejaron que simplemente no hiciésemos caso al niño y luego él mismo entraría en razón. Seguimos el consejo, con el resultado de que al cabo de algún tiempo, ya no teníamos ni una sola llave en la casa…
—¡Ven acá, Schragele! —llamé al pequeño travieso—. Dime, ¿por qué echas todas las llaves al wáter?
—No lo sé —respondió Schragele encogiéndose de hombros—. Lo encuentro divertido.
Ahora tomó la palabra la señora Lustig:
—Incluso consultamos a un psiquiatra. Estuvo interrogando a Schragele por espacio de dos horas y no obtuvo nada de él. Entonces nos preguntó si quizás le habíamos pegado con una llave cuando era pequeño. Naturalmente, una estupidez. Incluso por la razón de que una llave es demasiado pequeña para eso. También se lo dijimos. Él replicó y nos enzarzamos en una discusión bastante viva. Entretanto oímos de pronto el agua del wáter… o sea, para qué voy a seguir contando… Schragele nos había encerrado y sólo al cabo de telefonear durante más de una hora, vino un cerrajero y pudimos salir. El psiquiatra sufrió un ataque de nervios y tuvo que ir a ver a un psiquiatra.
En aquel momento, sonó de nuevo el fatídico ruido. Nuestras pesquisas dieron como resultado que faltaba la llave de la puerta de la calle.
—¿Qué altura hay hasta el jardín? —preguntaron los Lustig.
—Un metro y medio, como máximo —respondí yo.
Los Lustig se fueron por la ventana y nos prometieron enviarnos un cerrajero.
Entré pensativo en mi cuarto. Al cabo de un rato, me puse repentinamente de pie, cerré la puerta desde fuera, cogí la llave y la tiré al wáter.
Es curioso. Lo encontré divertido.
L
A desgracia comenzó cuando en el jardín de infancia, un niño llamado Doron anunció:
—He visto los Piccoli.
Naturalmente, no se le puede exigir a un niño que diga de forma completa y correcta: «Teatro dei Piccoli» y que quizás añada todavía que se trata del famoso teatro italiano de marionetas. «Piccoli» le basta.
También les bastaba a los circunstantes. De entre ellos se destacó una oyente, joven en cuanto a años, pero, para su edad, asombrosamente inteligente, y además bella como un ángel, que fue corriendo hacia su padre y le dijo:
—¡Yo quiero Piccoli!
—Eres aún demasiado pequeña para ir al teatro —le respondió el padre con voz firme—. No insistirás, ¿verdad? Entonces, punto final.
La tarde siguiente, el padre y la hija (dicho con otras palabras, el autor de este relato y su encantadora pequeña Renana) asistían a una representación del «Teatro dei Piccoli» que había llegado precisamente a Tel Aviv.
Ya por el camino pude comprobar que Renana poseía una intensa relación con respecto al teatro, una especie de talento natural que la impulsaba hacia la escena. Ella misma lo dijo:
—Cuando sea mayor, haré teatro.
—Y ¿qué vas a hacer en el teatro?
—Saltar a la comba.
Quizá deba atribuirse a lo poco familiarizada que estaba con las costumbres del oficio el hecho de que se asustara un poco cuando la sal destinada a los espectadores se oscureció.
—Papá —susurró llena de miedo—, ¿por qué se ha quedado tan oscuro?
—En el teatro siempre apagan las luces.
—¿Por qué?
—Porque ahora empieza la representación.
—Pero, ¿por qué a oscuras?
Cuando con Renana vamos a parar al callejón sin salida de los «porqué», la única solución consiste en introducir en la conversación un nuevo y sorprendente elemento, como por ejemplo: «Mira, querida, cómo papá se pone con la cabeza en el suelo y los pies hacia arriba» o» ¿Quiere alguien un poco de chicle?». La educación de los niños es un asunto difícil, complicado. Cómo se le explicaría a una criatura menor de edad que en el teatro debe haber oscuridad porque la capacidad de recepción visual de la retina se halla en relación directamente proporcional a la concentración del espectador y porque, por otro lado…
—Renana —le dije poniéndome serio—, o te callas o nos vamos.
Afortunadamente se levantó el telón en aquel momento y la escena se pobló enseguida de una multitud de marionetas movidas con arte. Renana los contemplaba con los ojos muy abiertos.
—Papá, ¿por qué bailan esos muñecos tan tontos?
—Es que están contentos de que Renana los esté mirando.
—Pues, que lo digan, en vez de bailar. ¡Ya está bien de bailar, tontos muñecos! —gritaba la niña en dirección al escenario—. ¡Basta!
—¡Pst! ¡No grites!
—Pero, ¿por qué bailan?
—Es su profesión. Papá escribe, Renana echa a perder los muebles y los actores bailan.
Al oír esta clara explicación, Renana comenzó a cantar la canción de los tres ratoncillos blancos, y ciertamente con voz bastante alta. Entre nuestros vecinos de asiento se observó cierto malhumor. Algunos descendieron a comentarios poco diplomáticos acerca de los padres idiotas que llevan con ellos al teatro a sus hijos subnormales. Como Renana amenazaba reaccionar con lágrimas a estas muestras de hostilidad, traté apresuradamente de distraerla:
—¿Te has fijado qué saltos tan grandes da aquel muñeco?
—No es ningún muñeco —replicó Renana—. Es un actor.
—No es ningún actor, querida. Es una marioneta. Un muñeco de madera que pende de unos hilos.
—Es un hombre —insistió Renana.
—Pero, ¿no ves que está hecho de madera?
—¿Madera? ¿Como un árbol?
—No. Como una mesa.
—¿Y los hilos? ¿Por qué tiene que haber hilos?
—A todos esos muñecos los tiran de unos hilos.
—No son muñecos. Son actores.
Como Renana no se dejaba convencer por mí solo, llamé en mi ayuda al acomodador:
—Diga usted, por favor, señor acomodador, ¿aquello de allí son actores o solamente muñecos?
—Naturalmente que son actores —respondió el imbécil de la librea, guiñándome un ojo— Actores auténticos, vivos.
—¿Lo ves? —dijo Renana, que, fuera de esto, no tenía una elevada opinión de la autoridad paterna.
Y ahora quería yo convencerla todavía de que los muñecos pueden cantar y bailar…
—¿Por qué yo no tengo también hilos? —inquirió.
—Porque tú no eres ninguna muñeca.
—Que sí, que lo soy. Mamá me llama muchas veces muñeca.
Y dicho esto, se echó a llorar.
—Tú eres una muñeca, una muñequita linda y dulce —dije para tranquilizarla.
Pero no dejó de verter lágrimas hasta que en la escena apareció un gran número de animales.
—¡Guauuuuuu! —hizo Renana—. ¡Miauuuuuu! ¡Kikirikiiiiiii!, ¿Qué es aquello, papá?
Señalaba hacia un monstruo de madera que parecía el cruce de una ardilla con una ternera.
—Un animal muy bonito, ¿verdad, Renana?
—Sí, pero ¿qué es?
—Un ñu —dije yo desesperado.
—¿Por qué? —preguntó Renana.
Salí del teatro demacrado y envejecido por lo menos un año. Renana, en cambio, no había perdido nada de su vitalidad.
—Mi papá dice —explicó a la multitud que afluía en tropel al teatro— que atan a los actores con hilos para que no puedan escaparse.
La multitud me miró de arriba abajo con ojos desdeñosos que, más o menos, querían decir: Es increíble la de tonterías que algunos padres inculcan a sus hijos. Y la Policía ahí sin hacer nada.
—Papá —dijo Renana muy decidida, y sus palabras sonaban a decisión irrevocable—. Yo
no
quiero hacer teatro.
Aun cuando la función de los «Piccoli» no hubiera logrado más que esto, había servido a un buen fin.
—
T
ENGO que advertirte una cosa —me dijo mi editor suspirando—. Antes de que empiece usted otro libro, debería darse cuenta de que en nuestro país nadie lee.
—Usted exagera —le respondí—. Casualmente sé de un anciano matrimonio de Haifa que cada año compra al menos tres libros.
—Sí, yo también he oído hablar de ellos. Pero no se puede realizar una producción de libros para sólo dos personas. Le recomendaría, pues, que se dedique ahora a escribir libros para niños. Gracias a nuestro anticuado sistema educativo en las escuelas todavía se obliga a los niños a comprar libros.
—Entonces, voy a escribir un libro para niños. ¿Qué temas son los que ahora mejor se venden?
—Animales.
—Entonces un libro infantil sobre un animal.
—Eso es. ¿Qué se le ocurre?
—Déjeme pensar. Digamos
Mecki, el hijo del macho cabrío
. ¿Qué le parece?
—Mal. Ya lo tenemos. Se llamaba
Las aventuras de Mecki-Meck
. Ocho ediciones. Mecki-Meck escapa de su casa, va a la ciudad en un jeep, vive varias aventuras, descubre que en casa es donde mejor se está, y vuelve al lado de su mamá. Debería usted esforzarse un poco, caballero. Casi todos los animales adecuados para los niños están ya gastados.
—¿Los osos también?
—También. Hace un mes comenzó nuestra nueva serie de
Tommy, el oso blanco
. Tommy huye de su casa, trepa al asta de una bandera, vive toda suerte de aventuras, descubre que no hay nada como el hogar y vuelve al lado de papá oso. Ya se ha hecho todo. Perros, gatos, osos, cabras, vacas, mariposas, cebras, antílopes…
—¿También hienas?
—También hienas.
Helga, la pequeña hiena, en el mundo del hampa
. Siete ediciones.
—¿Helga se escapa de su casa?
—En el desierto, sube a un jeep y huye de la arena. ¿No se le ocurre entonces nada nuevo?
—¡Hormigas!
—Ése es precisamente ahora nuestro bestseller:
La hormiga Amós en Tel Aviv
. Huye de su casa…
—¿Murciélagos?
—
Fifi, la murciélaga y sus cuarenta pretendientes
. Las aventuras de una pequeña murciélaga que abandona a sus padres y…
—¿Y regresa?
—Naturalmente. En un jeep.
El editor se levantó de su asiento y comenzó a buscar en su depósito de libros.
—Apenas hay todavía un animal libre —murmuró—. Fíjese:
Félix, el halcón en los Juegos Olímpicos…Schnurdiburr, el moscardón que creía ser una abeja… Koko, la serpiente de cascabel…
—¡Ya lo tengo! ¡Una lombriz!
—Diecisiete ediciones.
Rainer, la lombriz en alta mar
. Sube a bordo de un buque de carga…
—Se esconde en un cargamento de jeeps…
—¿Cómo lo sabe?
—Entonces, sólo quedan las pulgas.
—
Los viajes de la pulga Balduino
. Nuestro título de próxima aparición. Balduino huye del lado de sus padres…
—En un jeep.
—¿Cómo lo sabe? Allí se hace amigo de Mizzi, la mosquita que se escapó de su casa. Pero esto ya pertenece a otra serie.
—¿Carpas?
—
Carolina, la carpa, entre los cazadores de paracaídas
.
—¿Ostras?
—
Aurelia, la ostra, y su hermano mellizo Augusto
. Abandonan su concha, pero al cabo de algún tiempo regresan, porque…
—Ya está bien. ¿Qué le parecería una esponja de los abismos?
—Esponja de los abismos… espere un momento… no, eso aún no lo tenemos —dijo mi editor con un tono de esperanza—. Bien, hágalo usted. Pero tiene que darse prisa, pues de lo contrario van a pisarnos el tema.
—No se preocupe —le tranquilicé—. Voy a empezar enseguida. Haga poner en la cubierta el título de
Teobaldo, la esponja de las profundidades submarinas, va a la ciudad
.
Me fui corriendo a casa, mientras mi editor me animaba profiriendo fuertes gritos.
Hoy he terminado el primer volumen de la nueva serie. Una acción estupenda, llena de sorpresas. Teobaldo huye de la casa paterna para abrazar en Jerusalén la carrera de esponja de baño. En el volumen siguiente volverá a su casa. Probablemente en un jeep.
T
ODO es cuestión de organización. Por esto guardamos en una caja subdividida en diversas secciones los regalos que no nos sirven para nada y que en el futuro regalaremos a otras personas. Cada vez que llega un regalo así, y llega con frecuencia, es registrado, clasificado y colocado en el sitio que le corresponde. Los objetos para bebés pasan automáticamente a un compartimento extra, los libros de un formato mayor de 20 × 25 centímetros se depositan en la sección «Bar Mizwah», los ceniceros especialmente horrorosos se clasifican bajo el epígrafe de «Nuevo domicilio», y así sucesivamente.
Un día vuelve a ser de pronto Purim, la fiesta de los regalos, y de pronto ocurre lo siguiente:
Llaman a la puerta. Es Benzion Ziegler, con una caja de bombones bajo el brazo. Benzion Ziegler entra y nos ofrece la bombonera como regalo de Purim. Está envuelta en papel celofán. En la tapa aparece representada una doncella de turbadora hermosura, rodeada de figuras alegóricas en tecnicolor. Nos sentimos profundamente conmovidos y Benzion Ziegler sonríe satisfecho.
Hasta aquí todo va bien. La bombonera nos agradó mucho, porque las bomboneras son regalos muy utilizables. Son adecuados para toda clase de ocasiones, para el día de la Independencia así como también para las bodas de plata. La depositamos enseguida en la sección de «Objetos diversos».
Pero el destino lo dispuso de otro modo. De pronto, a mi mujer y a mí nos asaltó un deseo irresistible de chocolate y que sólo con chocolate podía satisfacerse. Trémulos de ansia, arrancamos el celofán que cubría la bombonera, abrimos la caja y… dimos un salto atrás. La caja contenía unos cuantos pedruscos de un color pardusco con una ligera capa de moho.
—¡Un récord! —dijo casi sin voz mi mujer—. Es el chocolate más viejo que hemos visto nunca.
Con un grito de rabia nos abalanzamos sobre Benzion Ziegler y lo sacudimos hasta que, pálido y tembloroso, nos confesó que había recibido de un buen amigo suyo la bombonera el año anterior. Llamamos al buen amigo y le exigimos responsabilidades. El buen amigo se puso a tartamudear: «Bombonera… bombonera… ¡Ah, sí! Un regalo del ingeniero Glück, con motivo de la victoria israelí en el frente de Sinaí…» Seguimos investigando. El ingeniero Glück había recibido la caja cuatro años antes de su cuñada, cuando a él le nacieron los mellizos. La cuñada, por su parte, se acordaba muy bien todavía del nombre del que le hizo el regalo: Goldstein, en 1953. Goldstein había recibido la caja de Glaser, Glaser de Steiner, y Steiner (parece increíble) de mi buena tía Ilka, en 1950. Enseguida supe de qué se trataba. La tía Ilka había estrenado entonces su nuevo domicilio, y como que a la sazón se encontraba vacío el compartimento correspondiente de nuestra caja de regalos, tuvimos que sacrificar, doliéndonos mucho, la bombonera.