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Authors: Ephraím Kishon

Tags: #humor

Mi familia al derecho y al revés (31 page)

BOOK: Mi familia al derecho y al revés
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Nuestra pequeña habitación era un poco oscura y poco ventilada, pero suficientemente buena para nativos. Deshicimos las maletas, entramos en nuestros trajes de baño y bajamos saltando alegremente hacia el mar.

Un gerente nos salió al paso:

—¿Cómo se les ocurre andar correteando por aquí con esa facha? En cualquier momento pueden llegar los turistas. ¡Vuelvan a su agujero!

Cuando llegamos a nuestra habitación, había un centinela delante de la puerta. Además de los mercaderes de vinos, habían anunciado también su visita los participantes de un certamen de tiro al plato procedentes de Malta. Nuestro equipaje había sido trasladado ya al sótano, donde se encontraba en inmediata proximidad de la caldera de la calefacción. Incluso le servía de límite.

—Pueden ustedes quedarse aquí hasta las once —dijo el centinela, que, en el fondo de su corazón era un buen sujeto—. Pero no usen el agua caliente. Los turistas la necesitan.

Por entonces sólo nos atrevíamos a desplazarnos sigilosamente, casi siempre a lo largo de las paredes y de puntillas. Se había apoderado de nosotros un profundo sentimiento de inferioridad.

—¿Crees que si nos quedamos aquí van a echarnos a latigazos? —susurró mi mujer, la valiente compañera de mi suerte.

Yo la tranquilicé. Mientras no opusiéramos resistencia a las disposiciones de los órganos superiores, no nos amenazaba peligro físico alguno.

Una vez vimos a un ayudante de la dirección patrullar por el barrio miserable israelí del hotel con un gato de nueve colas en la mano. Procuramos esquivarlo.

Después del almuerzo, nos habría gustado echar una siesta, pero nos lo impidió el ruido espantoso causado por una columna motorizada. Miramos a través de una rendija del muro. Acababan de llegar aproximadamente una docena de espaciosos autobuses de lujo y de cada uno de ellos se apeó un congreso completo. Para mayor seguridad, llamé por teléfono a la recepción:

—¿Hay sitio todavía debajo del recinto de la caldera?

—Excepcionalmente.

Nuestro nuevo calabozo no estaba tan mal, sólo nos molestaban los murciélagos. La comida nos la hacían pasar a través del tragaluz. Para estar preparados para cualquier eventualidad, permanecíamos vestidos.

Efectivamente, poco antes de la medianoche, llegaron todavía algunos autobuses con turistas. De nuevo nos asignaron una nueva residencia, esta vez una pequeña balsa sobre el mar. Estábamos de suerte, pues casi era nueva. Algunos nativos menos afortunados, tuvieron que contentarse con unas cuantas tablas sueltas. Tres de ellos se ahogaron durante la noche. Gracias a Dios que los turistas no se dieron cuenta de nada.

ASÍ VAMOS PEGANDO UNO CON OTRO TODOS LOS DÍAS

H
ACE algunos meses, un genio desconocido hizo el descubrimiento de que los libros ilustrados sólo pueden contar con el interés del niño pequeño cuando el niño pequeño puede pegar él mismo las ilustraciones y emporcar luego con el pegamento sobrante los muebles y las alfombras. El resultado de este descubrimiento es un álbum que ha sido ya la causa de que se hayan ido a pique el 40 por ciento de los matrimonios de nuestro país. El álbum se titula
Las maravillas del mundo
. Comprende un total de 46 hojas, cada una de las cuales ofrece espacio para un total de nueve cromos que deben pegarse y que deben adquirirse en la tienda de juguetes de Selma Blum. Los cromos son de un alto valor educativo porque ilustran al niño pequeño en forma alegre, fácilmente inteligible y multicolor acerca de la evolución de nuestro planeta, comenzando por los monstruos prehistóricos a través de las pirámides hasta las modernas prensas para imprimir que en el tiempo más breve producen 100.000 cromos para que el niño pequeño pueda pegarlos en un tiempo algo más largo. Las rotativas trabajan veinticuatro horas al día. Trabajan para mi hijo Amir.

El truco de este moderno método pedagógico consiste en que la señora Blum vende los cromos en sobres cerrados y en que los niños adquieren siempre un gran número de duplicados antes de encontrar un cromo nuevo. Con ello arruina por un lado las finanzas paternas, pero, por otro lado, debido a los valores de cambio que se producen, desarrolla ya en edad temprana un sano sentido para ulteriores transacciones bursátiles.

Mi hijo Amir manifiesta en ese campo un talento muy digno de tenerse en cuenta. Puede decirse tranquilamente que él domina el mercado. Desde hace meses invierte el dinero que le damos para sus gastos en el negocio de los cromos. Su cuarto rebosa de maravillas del mundo. Cuando se abre un cajón, salen al exterior una docena de brontosaurios.

—Hijo —le pregunté un día—, ya hace tiempo que tu álbum no puede contener más maravillas. ¿Por qué sigues comprando otras nuevas?

—Por si acaso —respondió Amir.

En honor suyo hay que decir que no tiene idea de lo que está pegando. No lee los textos que corresponden a las ilustraciones. Sobre la fuerza centrífuga, por ejemplo, sólo sabe que a cambio de ella obtuvo de su amigo Gilli dos peces espada y un avión «Messerschmitt nº 109».

Además, roba. Lo descubrí durante una de mis raras siestas, cuando casualmente abrí los ojos y vi a mi vástago pelirrojo que estaba buscando algo en los bolsillos de mi pantalón.

—¿Qué haces ahí? —le pregunté.

—Busco dinero. Gilli necesita un erizo de mar.

—Pues que robe Gilli el dinero a su papá.

—No puede. Su papá tiene muy mal genio.

Me aconsejé con la madre del delincuente. Decidimos aconsejarnos con la maestra de Amir, la cual, a su vez, pidió consejo a otros miembros del cuerpo docente. Ello se convirtió en una asamblea de padres sumamente concurrida. En opinión del cuerpo docente, el número de cromos que se halla en poder del alumnado oscila entre los tres y los cuatro millones en cada clase.

—Quizás —insinuó uno de los pedagogos— habría que llamar la atención del fisco sobre el excesivo beneficio de los que fabrican los cromos. Ello tal vez restringiría un poco la producción.

La propuesta no encontró aprobación. Era evidente que también entre los padres que se encontraban presentes había varios aprovechados.

La contribución que yo aporté a la discusión fue la preocupada comunicación de que Amir comenzaba a robar.

Una carcajada general fue la respuesta.

—Mi hijo —informó una madre acongojada— no hace mucho que emprendió un asalto a mano armada. Se abalanzó con un cuchillo sobre su abuelo, el cual había rehusado darle dinero para comprar cromos.

Varios padres propusieron hacer durante algún tiempo el boicot a la industria papelera, otros querían que, por lo menos durante medio año, se prohibiese comprar pegamento. Una contrapropuesta, emitida por un tal señor Blum, recomendaba el denominado «sistema danés» que, como es sabido, ha dado excelente resultado en el campo de la pornografía: había que comprarles a los niños tantos cromos que al final quedasen saturados. Esta propuesta fue aceptada.

Al día siguiente, traje a casa una cesta con nuevos cromos, entre los cuales figuraban
La cultura de los aztecas
y
El primer avión de Leonardo
.

Amir aceptó el regalo sin muestras de especiales sentimientos. Utilizó los cromos para fines de intercambio y llenó con el producto de intercambio todos los cajones que aun no habían sido llenados. El sobrante lo puso en el vestíbulo. Desde entonces, cada mañana tengo que hacer expedito el camino de la puerta valiéndome de una pala. El cuarto de baño está bloqueado por los dinosaurios. Y el álbum con el que se inició todo el desastre hace ya mucho tiempo que yace sepultado debajo de las «Formaciones de rocas de la época terciaria».

Ayer conseguí de tal modo limpiar mi gabinete de trabajo, que pude sentarme a leer un poco en la mecedora, al fin libre de cromos. De pronto vi ante mí a mi hijo, llevando en la mano una pila de unas cincuenta fotos repetidas del famoso futbolista Giora Spiegel.

—También tengo ya veintidós Pelés y una docena de Bobbys Moore —me informó no sin orgullo.

Acababa de aparecer
El mundo del deporte
, que hacía una despiadada competencia a
Las maravillas del mundo
.

Me despido de mis lectores. Era bonito escribir para ustedes durante años. Les agradezco que me hayan venido honrando con su lectura. Si durante algún tiempo ya no oyen hablar de mí, será mejor que busquen mi cadáver en el rincón izquierdo del cuarto de estar, debajo de un montón de vigorosos extremos sudamericanos y guardametas europeos.

EL QUE NO PREGUNTA NO APRENDE

—¡
P
APÁ!

Así suelen llamarme mis hijos. Esta vez fue Amir. Se hallaba de pie ante mi mesa escritorio, en una mano el álbum de magníficos colores de
Las maravillas del mundo
, en la otra el pegamento con que habían de pegarse los cromitos de magníficos colores en los cuadrados correspondientes.

—Papá —me pregunta mi hijo segundo, de azules ojos y rojos cabellos—, ¿es verdad que la Tierra gira alrededor del Sol?

—Sí —respondió papá—. Naturalmente.

—¿Cómo lo sabes? —me pregunta mi segundo hijo.

Ya lo tenemos. Es influencia de
Apolo XVII
. El inteligente niño quiere explorar el Sistema Solar. Bien. Perfectamente.

—Todo el mundo lo sabe —le explico con paciencia—. Eso se aprende en la escuela.

—¿Qué es lo que tú has aprendido en la escuela? Dímelo.

Efectivamente. ¿Qué es lo que he aprendido? Mi único recuerdo de la teoría del Universo consiste en que nuestro profesor de Física llevaba una corbata de lunares azules y podía hablar unos minutos seguidos, sin interrupción, pero con los ojos cerrados. Tenía los dientes muy estropeados. Le sobresalía la hilera superior de dientes. Le llamábamos «el caballo», si no me engaña la memoria. De vez en cuando tendré que someterla a control.

—Bueno, ¿cómo lo sabes? —vuelve a preguntar Amir.

—No hagas preguntas tan tontas. Existen muchísimas pruebas de ello. Si fuese el Sol el que girase alrededor de la Tierra, en vez de ser al revés, se hablaría de un Sistema Terrestre y no de un Sistema Solar.

Amir no parece convencido en modo alguno. Tengo que suministrarle pruebas más impresionantes, de lo contrario, va a tener malos pensamientos. Al fin y al cabo no debemos olvidar que es pelirrojo.

—Fíjate, Amir —digo cogiendo una goma blanca de borrar y sosteniéndola en alto—. Supongamos que esto es la Luna. Y que la casa con las chinchetas es la Tierra.

Ahora estoy en el camino correcto. La lámpara de mesa escritorio asume el papel del Sol y papá, con un elegante movimiento, lleva la goma de borrar y la caja de las chinchetas alrededor de la lámpara de la mesa escritorio, despacio, despacio, circularmente, circularmente…

—¿Ves la sombra? Cuando la goma de borrar se encuentra exactamente en el centro de su órbita, la caja de las chinchetas se halla en la sombra…

—¡Ah! ¿Sí? —la voz de mi hijo suena dubitativa—. Pero también está en la sombra si haces girar la lámpara de un lado a otro y pones la caja encima de la mesa. ¿O no?

Es increíble que un niño relativamente mayor pueda hacer preguntas tan poco inteligentes.

—¡Hazme el favor de concentrarte! —digo levantando la voz, para que mi hijo comprenda que la cosa va en serio—. Si yo moviese la lámpara, la sombra caería completamente a un lado y no al otro.

No es la sombra lo que ahora cae, sino la caja de las chinchetas, y ciertamente cae al suelo. Probablemente como consecuencia de la fuerza centrífuga. Que el diablo la lleve.

Me agacho para recoger las chinchetas esparcidas por todo el globo terráqueo.

En esta ocasión, mi mirada se fija en los calcetines de mi hijo.

—¡Ya vuelves a parecer un vagabundo! —observo en tono de reproche.

Por lo que respecta a los calcetines de mi hijo, colgaban por encima de los zapatos. Siempre lo hacen. Nunca he visto a un niño más descuidado.

Mientras estoy salvando el material del Universo, me incorporo lentamente e intento recordar las teorías de Galileo Galilei, que fue el que puso en circulación toda la historia esa en alguna corte real o en cualquier otra parte. Lo sé muy bien, porque he visto la representación del mismo nombre en el teatro de cámara con Salman Levisch en el papel titular. Ofreció heroica resistencia al inquisidor general, representado por Abraham Ronai, parece que lo estoy viendo. Por desgracia, esto no me sirve ahora de ninguna ayuda.

Tampoco me ayuda el cielo. Me he acercado a la ventana para mirar si allá arriba se mueve algo. Pero está lloviendo.

Digo a mi hijo que vuelva a su habitación y le recomiendo que reflexiones sobre su tonta pregunta, para que vea lo tonto que es.

Amir se aleja ofendido.

Apenas ha salido, cuando yo me precipito hacia el diccionario y comienzo a hojearlo febrilmente en busca de un astrónomo correspondiente:… Co…Copenhague… ya lo tengo: Copérnico, Nicolás, astrónomo alemán (1473-1543)… Media página le está dedicada. Media página entera y ni una sola palabra acerca del movimiento de traslación de la Tierra.

Es evidente que incluso los editores del diccionario han olvidado lo que se les enseñó en la escuela.

Me encamino al cuarto de mi hijo. Con paternal solicitud pongo mi mano sobre la frente de mi hijo y le pregunto cómo está.

—Papá —me dice—, tú no tienes ni idea de lo que es la astronomía.

—¿He oído bien? ¿Que no tengo ni idea? ¿Yo? ¡Desvergonzado! ¡Qué criatura más desvergonzada!

El recuerdo de Salman Levisch me da nuevas fuerzas:

—Y, sin embargo, ¡se mueve! —declaro con énfasis—. Esto fue lo que dijo Galileo ante sus jueces. ¿No entiendes esto, cabeza de chorlito? Y, sin embargo, ¡se mueve!

—Muy bien —dice Amir—. Se mueve. Pero, ¿cómo es que se mueve alrededor del Sol?

—Pues, ¿alrededor de qué ha de moverse? ¿Quizás alrededor de la abuelita?

La frente se me cubre de frío sudor. Está en juego mi prestigio como padre.

—¡El teléfono!

Me precipito hacia la puerta y bajo corriendo a mi habitación, realmente hacia el teléfono, aunque, naturalmente, no ha sonado. Más bien llamo ahora a mi amigo Bruno, que es bioquímico o algo parecido.

—Bruno —le pregunto en voz baja a través del hilo—, ¿cómo sabemos que la Tierra da vueltas alrededor del Sol?

Silencio por espacio de unos segundos. Luego oigo también a Bruno que habla en voz baja. Me pregunta por qué hablo en voz tan baja. Le respondo que estoy ronco y repito mi pregunta acerca del movimiento de traslación de la Tierra.

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