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Authors: Ephraím Kishon

Tags: #humor

Mi familia al derecho y al revés (29 page)

BOOK: Mi familia al derecho y al revés
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—También. ¿Va todo bien?

—Sí.

—Estupendo.

Una pausa. Pero lo más importante se ha dicho.

—¿Papá?

—Dime.

—Renana quiere decirte todavía algo más.

Ante mis ojos espirituales aparece una especie de taxímetro, sólo que de mayor tamaño y con cifras alarmantemente altas, que se mueven vertiginosamente. Clic: 360 libras… clic: 396… clic: 432… clic…

—¿Papá? ¿Me oyes, papá?

—Sí.

—Ayer… ¿sabes?, ayer…

—¿Qué pasó ayer?

—Ayer… ¡Amir, déjame hablar con papá! ¡Papá, Amir está empujando!

—¡Ve a buscar a mamá y dile que se ponga!

—¿Qué?

—¡Mamá! ¡Pero rápido!

—Espera… ayer… ¿me oyes?

—Sí, te oigo, ayer, ¿qué pasó ayer, ayer, sí, qué pasó?

—Ayer no estuvo Moschik en el jardín de infancia.

—¿Dónde está mamá?

—¿Quién?

—¡M-a-m-á!

—Mamá no está en casa. ¡Escucha, papá!

—Dime.

—¿Quieres hablar con Amir?

—No. Adiós, querida.

—¿Qué?

—Digo que adiós, querida.

—Ayer…

En este instante se interrumpió de pronto la comunicación. Es posible que haya hecho un movimiento involuntario. Bueno, tengo que colgar. Pero vuelve a sonar el timbre. Santo cielo, ¿pero es que no…?

Es la telefonista.

—Son 166 dólares y 70 centavos, Mr Kitschen.

LA FIESTA DE FIN DE CURSO


¿V
ENDRÁS, papá? ¿Seguro?

—Sí, hijo mío. Seguro.

Este diálogo breve y monótono, durante los últimos seis meses tuvo lugar dos veces al día entre mi hijo Amir y yo, una vez a la hora del desayuno y otra antes de acostarnos. Nadiwa, la maestra, había dado al niño un papel principal en la obra de teatro que había de representarse al final del curso, y a partir de aquel momento, Amir se ocupaba exclusivamente en aprenderse de memoria, en la soledad de su cuarto, el texto correspondiente, incansablemente, continuado, siempre las mismas palabras, como si fuese un disco rayado:

—Liebrecita pequeña… vasito pequeño… no tengo sueño —resonaba sin cesar de la boca infantil—. Pequeña liebre… roja nariz… ay, quiero ser feliz…

Incluso cuando iba a la escuela, murmuraba por el camino estos ridículos ripios y a los gritos coléricos que le dirigían los automovilistas que no querían atropellarle, reaccionaba con palabras como:

—No hay valla demasiado alta… la liebre todo lo salta…

Cuando llegó el gran día, el aula de la escuela estaba llena a rebosar y muchos visitantes acudían en tropel en parte para admirar a sus retoños, en parte para admirar los dibujos de paisajes israelíes que éstos habían hecho con lápices de colores. A duras penas conseguí hacerme con un reducido sitio entre el lago de Genezareth y una mesa con repostería. La habitación, en la que hacía un calor sofocante, estaba llena de padres ansiosos de ver a sus hijos. En tales circunstancias, un papá de término medio como soy yo, solamente puede elegir entre dos males: puede sentarse y no ver nada más que el cogote del que está sentado delante de él, o puede quedarse de pie y ver a su hijo. Me decidí por una fórmula de compromiso y me senté sobre el respaldo de una butaca, detrás de una madre con un niño pequeño sobre la espalda que de vez en cuando se volvía para mirarme con los ojos muy abiertos e inexpresivos.

—Papá —me había dicho mi hijo Amir al salir de casa—. ¿De veras que te quedarás a ver la función?

—Sí, hijo mío, me quedaré.

Ahora Amir ya estaba sentado en el escenario, en la tercera fila de los alumnos que se hallaban reunidos para posteriores escenas y, junto con todos los otros, cantaba el himno de nuestra escuela. También cantaban los padres cada vez que les miraba un miembro del cuerpo docente.

Dejaron de sonar las últimas desafinadas notas. Un niño con la cara cubierta de granos se adelantó y habló así, dirigiéndose a los padres:

—Queremos ir a Jerusalén. Jerusalén, qué bella eres. Nuestros padres lucharon por ti. Por consiguiente, también por mí y por todos los que estamos aquí, Jerusalén, yo soy hijo tuyo y lo seguiré siendo toda mi vida. ¡Queridos padres, muchas gracias!

Yo, como he dicho, me encontraba sentado a bastante distancia del lugar de la acción. Lo que allí se desarrollaba sólo llegaba hasta mí de una manera fragmentaria.

Ahora, un niño regordete está recitando algo acerca de las bellezas de nuestro país, pero yo no oigo ni una palabra y estoy pendiente exclusivamente de las impresiones visuales. Cuando el niño mira hacia arriba, habla evidentemente del monte Hermón; cuando extiende los brazos, se refiere a las feraces llanuras de Galilea o posiblemente al desierto de Negev, y cuando con sus gordezuelas manos realiza movimientos ondulatorios, únicamente puede tratarse del mar. Entretanto, me veo obligado a responder a las miradas de mi hijo, que me escrutan ansiosas, y a rehuir las del niño pequeño que tengo delante.

Una salva de aplausos. ¿Habrá terminado ya el programa?

Un alumno modelo, muy acicalado, sube al escenario.

—La orquesta de flautas de la clase cuarta va a ejecutar ahora un baile tirolés.

Me gusta el instrumento de la flauta como tal, pero prefiero escucharlo en el campo, no en una sala repleta a reventar de habitantes de la ciudad. Como se desprende del programa, la clase cuarta posee, además de una orquesta de flautas, cuatro solistas, de modo que, para que ninguno de ellos se ofenda, nos esperan también cuatro solos: uno de Haydn, uno de Nardi, uno de Schönberg y uno de Dvorak…

Junto a las ventanas se agolpan los padres que están leyendo el periódico. Y ni siquiera lo hacen disimuladamente, sino de un modo abierto. No está bien por parte de ellos. Yo pido prestado un suplemento de deportes.

El concierto ha terminado. Aplaudimos con precaución, aunque no con la precaución suficiente. Nos dedican una nueva dosis de concierto.

El suplemento deportivo es extenso, pero también tiene su fin. Y ahora, ¿qué?

Esto. Mi hijo Amir se levanta y se dirige hacia el proscenio. Con una silla en la mano.

Según parece, de momento sólo le utilizan para transportar accesorios.

Sus ojos me buscan.

—¿Estás ahí, padre mío? —parece preguntarme su muda mirada.

Yo hago un gesto con el que quiero indicarle:

—Aquí estoy, hijo mío.

Uno de sus colegas se sube a la silla que él, Amir, mi hijo, le ha proporcionado, y se da a conocer a la multitud como Schloime
el soñador
. De sus labios brota rápidamente y en su mayor parte en forma ininteligible:

—Ahora queréis saber por qué bla-bla-bla, así, pues, os digo que mi madre siempre dice bla-bla-bla, por esto voy y de pronto un gato, bla-bla-bla, tanto si lo creéis como si no, de repente, ruibarbo, ruibarbo, todo lleno de cal.

Los niños se desternillan de risa. Pero yo ya no puedo más. Sin duda, dentro de un minuto me volveré sordo o viejo, o ambas cosas a la vez.

Me tranquiliza un poco observar que también muchos otros padres están allí sentados con los rostros inmóviles, apoyando la mano en la oreja, inclinándose para oír mejor y dando otros indicios de interés insatisfecho.

Ha transcurrido una hora. La madre con el niño pequeño se desploma sin proferir una queja en medio de los pasteles. Yo me levanto para ayudarla a salir a tomar el aire fresco, pero unos padres se me adelantan y la sacan radiantes de alegría. La llevan a respirar aire fresco.

—Y ahora —anuncia el niño acicalado—, los «Didl-Dudle-Swingers» van a interpretar un número de canto en el que imitan a los pájaros del país de Israel.

Pensándolo bien, me doy cuenta de que los niños pequeños no me gustan tanto como creía. En pequeñas cantidades, tal vez sí, pero un número tan grande de ellos en un espacio tan pequeño… Además, son muy malos actores. Carecen por completo de talento. No es para oírlos ni para verlos mientras están allí saltando de un lugar a otro al son del cuarteto de flauta y recitando un texto idiota…

Me siento mal y cada vez peor. No hay nada de aire. Junto a las ventanas racimos enteros de padres jadeantes. Unas niñas quieren hacer pipí. Fuera, en el patio, hay unos padres que se han rebelado y están fumando.

Mi hijo gesticula, lleno de miedo, para indicarme:

—No te vayas, papá. Enseguida me toca a mí.

Me arrastro a gatas hasta donde está Nadiwa, la maestra, para preguntarle si habrá un descanso.

Imposible. La función duraría demasiado. Cada niño tiene un papel principal. De lo contrario, tendrían celos unos de otros y el esfuerzo pedagógico de muchos años se iría al cuerno.

Algunas parejas de progenitores cuyos vástagos ya han actuado se alejan bajo las miradas envidiosas de la mayoría que permanece en la sala.

En el escenario comienzan los preparativos para una alegoría bíblica en cinco actos. Mi hijo ya vuelve a transportar accesorios.

Lanzo disimuladamente una mirada al rollo que el hermano de uno de los que actúan sostiene en sus trémulas manos para actuar de apuntador en caso necesario:

Capataz egipcio (levantando el látigo): ¡Arriba, arriba, gandules! ¡A trabajar!

Un israelita: Trabajamos y sudamos desde que amanece. ¿No hay piedad en tu corazón?

Y así sucesivamente…

Conozco a muchas personas que nunca se casaron y nunca se reprodujeron, y a pesar de ello, son felices.

Todavía
una
nota de la flauta hebraica, y me vuelvo loco.

Pero he aquí que sucede algo curioso. De pronto, las cosas adquieren forma, el ambiente se vuelve agradable, en el aire hay una expectación indefinible, uno se ve obligado a prestar atención. Allá arriba, en el escenario, un niño de maravillosa hermosura se ha destacado del grupo de los actores. Seguramente es mi hijo. Sí, es él. Personifica al poeta Scholem Alejchem o al inventor de la electricidad o a algún otro hombre importante, de momento no es posible precisarlo.

—Liebrecita pequeña… vasito de vino… bla-bla-bla blubb-blubb-blubb bongo-bongo…

Con voz fuerte y clara mi pequeño pelirrojo va declamando el texto. Miro a mi alrededor con modesto orgullo. ¿Y qué es lo que veo?

En las caras de los que están allí sentados se refleja la más absoluta indiferencia. Algunos incluso se han dormido. Duermen mientras la voz maravillosamente clara de Amir atraviesa el espacio. Es posible que no tenga talento de actor, pero su pronunciación es irreprochable y su elocución fluida. Nunca se oyó nada tan claro en Israel. Y ellos están durmiendo…

Cuando él termina, mis aplausos despiertan de un susto a los durmientes. También ellos aplauden. Pero yo aplaudo más fuerte.

Mi hijo me hace una seña. ¿Eres tú, papá?

Sí, yo soy, hijo mío. Y le hago también una seña.

La maestra Nadiwa indica algo con un gesto a su alumno predilecto.

—¡Cómo! —le digo yo al oído—. ¿Es que todavía hay más?

—¿Qué quiere usted decir, con que todavía hay más? Ahora es cuando propiamente comienza la función. La gran sucesión de cuadros históricos: Desde el origen del mundo hasta el origen del Estado de Israel. Con comentarios y música…

Y resonaba ya desde el escenario el primer comentario:

—En el principio creó Dios el Cielo y la Tierra…

Del resto ya no me acuerdo.

EL HOMBRE INTELIGENTE TOMA PRECAUCIONES

—¿
E
STÁS completamente seguro, Ephraím, de que se trata de una invitación para ir a comer?

—Sí, que yo sepa…

Cien veces se lo había explicado ya a mi mujer, y ella no cesaba de preguntármelo. Yo mismo me puse al teléfono cuando llamó la señora Spiegel para invitarnos a su casa el miércoles a las ocho y media de la noche. Yo agradecí la invitación y volví a colgar el auricular. Esto fue todo. No valía la pena hablar de ello, podría pensarse. ¡Qué equivocación! Desde entonces, apenas hablamos de otra cosa. Continuamente nos poníamos a analizar aquella breve conversación telefónica. La señora Spiegel no había dicho que se tratase de una invitación a cenar en su casa. Pero tampoco había dicho que
no
nos invitaba a cenar.

—Nadie invita a una persona para las ocho y media en punto si no se les quiere dar de comer —fue la interpretación que al final hizo suya mi mujer—. Sí, es una invitación a cenar.

También yo era de esa opinión. Cuando no se tiene la intención de servir una cena a los invitados, se les dice, por ejemplo: «Pero no vengan antes de las ocho» o «Vengan entre las ocho y las nueve», pero en ningún caso se les dice: «Vengan a las ocho y media en punto». No recuerdo exactamente si la señora Spiegel dijo «en punto», pero sí que dijo «a las ocho y media». Incluso hizo hincapié en ello y en su voz había un acento claramente nutritivo.

«Yo estoy casi seguro de que era una invitación a cenar», era en la mayoría de los casos el final de mis reflexiones. Para acabar con todas las dudas, quise incluso llamar por teléfono a la señora Spiegel y hablarle de algunas recetas de régimen que ahora yo tenía que observar y probablemente no se enfadaría si le pedía que las tuviera en cuenta al confeccionar su menú. Entonces tendría que descubrirse. Entonces se vería enseguida si tenía intención de confeccionar un menú. Pero por muy refinadamente que hubiera sido elaborado este plan, mi mujer se opuso a su realización. No hace, afirmó, ninguna buena impresión poner a un ama de casa ante el hecho consumado de que uno quiere ser alimentado por ella. Además, era completamente superfluo.

—Conozco a los Spiegel —dijo—. En su casa, la mesa está repleta de manjares cuando tienen invitados…

El miércoles resultó que al mediodía estábamos muy ocupados y tuvimos que contentarnos con unos bocadillos. Cuando, por la noche, nos pusimos en camino hacia la casa de los Spiegel, teníamos un hambre canina. Y ante nuestros ojos mentales apareció un bufet con mucha volatería fría, con pavo y pollo, ganso y pato, con salsas y legumbres y ensalada… Es de esperar que, entretanto, los Spiegel no tengan ganas de conversación. Es de esperar que lo hagan después de haber comido…

Así que entramos en casa de los Spiegel y surgieron de nuevo nuestras antiguas dudas. Éramos los primeros invitados y los Spiegel estaban aún ocupados vistiéndose. Nuestras preocupadas miradas vagaron por el salón, pero no descubrieron ningún punto de apoyo sólido. Se les ofreció la vista usual en tales casos: un sofá, unos sillones y unas sillas alrededor de una mesa baja de vidrio en la que había una gran bandeja con almendras, cacahuetes y pasas, en otra bandeja mucho más pequeña unas cuantas aceitunas, en otra algo mayor unos trozos de queso en forma de dado con mondadientes de plástico y finalmente un bello recipiente de vidrio lleno de delgadas barritas saladas.

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