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Authors: Ephraím Kishon

Tags: #humor

Mi familia al derecho y al revés (27 page)

BOOK: Mi familia al derecho y al revés
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Ahora volvía a estar en nuestras manos la histórica caja. Nos sobrecogió un sentimiento de respeto. ¡Qué de vicisitudes no habría tenido aquella bombonera! Fiestas de cumpleaños, fiestas de la victoria, colocación de primeras piedras, nuevos domicilios, mellizos… realmente, una porción de historia, aquella bombonera. Con esto avisamos públicamente de que la bombonera para regalo del Estado de Israel ha sido retirada de la circulación. El que quiera hacer un regalo así, tendrá que comprar otra.

CÓMO SE GANAN AMIGOS

U
NA noche llamaron a nuestra puerta. Inmediatamente se puso de pie la mejor de todas las esposas, atravesó corriendo mi gabinete de trabajo en dirección a mí y dijo:

—Ve a abrir.

Ante la puerta estaban los Grossmann. Dov y Lucy Grossmann, un simpático matrimonio de edad madura y en zapatillas. Como aún no nos habíamos encontrado nunca cara a cara, se presentaron y se disculparon por venir a molestarnos a una hora tan intempestiva.

—Después de todo, somos vecinos —dijeron—. ¿Podemos pasar un momento?

—Por favor.

Con asombrosa precisión, los Grossmann se dirigieron al salón, dieron la vuelta al piano y se detuvieron ante el carrito de té.

—¿Lo ves? —dijo Lucy volviéndose con aire de triunfo hacia su marido—. No es
una
máquina de coser.

—Sí, sí, está bien —la cara de Dov se puso roja de ira—. Has ganado. Pero anteayer yo tenía razón. No tienen ninguna
Encyclopaedia Britannica
.

—De británica no hablamos para nada —le corrigió Lucy—. Yo dije que en la casa no tienen ninguna enciclopedia y que, además, son muy snobs.

—¡Lástima que no hubiésemos grabado en cinta magnetofónica lo que dijiste!

—Sí, una verdadera lástima.

No se me ocultaba que en aquella conversación amenazaba infiltrarse cierta hostilidad. Por ello propuse que nos sentásemos todos juntos y nos explicásemos como corresponde a personas adultas.

Los Grossmann asintieron (cada cual por su lado) dando su aprobación. Dov se despojó de su impermeable nuevo y se sentaron. El pijama de Dov era de rayas grises y azules.

—Vivimos en la casa de enfrente —comenzó diciendo Dov señalando la casa de enfrente—. En el quinto piso. El año pasado hicimos un viaje a Hong Kong a allí nos compramos unos prismáticos estupendos.

Yo confirmé que los productos japoneses son efectivamente de la máxima calidad.

—Ampliación máxima uno por veinte —dijo Lucy tirando de sus rulos—. Con esos prismáticos vemos cualquier detalle insignificante de la casa de ustedes. Y Dobby, que a veces se comporta como una mula testaruda, aseguraba ayer que el objeto oscuro que tienen ustedes detrás del piano de cola era una máquina de coser. No se le podía convencer de que no tenía razón, a pesar de que encima de ese mueble se veía claramente un jarrón de flores. ¿Desde cuándo se ven jarrones de flores encima de una máquina de coser? Pero Dobby no quería entenderlo. Todavía hoy hemos estado discutiendo todo el día sobre este punto. Finalmente le dije a Dobby: «¿Sabes qué? Vamos a la casa de ésos para ver con nuestros propios ojos quién de los dos tiene razón.» Y aquí estamos.

—Han hecho ustedes muy bien —les alabé—. De lo contrario, la discusión jamás habría tenido fin. ¿Desean algo más?

—Solamente las cortinas —suspiró Dov.

—¿Qué les pasa a las cortinas y por qué suspira usted? —pregunté yo.

—Es que cuando corren ustedes las cortinas delante de su dormitorio, tan sólo podemos seguir viéndoles los pies.

—¡Mala cosa!

—No es que quiera quejarme —dijo Dov—. No nos deben ninguna consideración. Después de todo, están en su casa.

El ambiente fue haciéndose visiblemente más cordial. Mi mujer sirvió té y pastas saladas.

Dov señaló con el dedo la parte inferior del brazo de su sillón.

—Lo que me interesaría enormemente saber…

—¿Sí? ¿Qué?

—Si está todavía adherido aquí el chicle. Era rojo, si no me equivoco.

—No seas bobo —le interrumpió Lucy—. Era amarillo.

—¡Rojo!

Las hostilidades se encendieron de nuevo. ¿Es que no pueden dos personas civilizadas conversar durante cinco minutos sin discutir? ¡Como si pudieran interesar tales fruslerías! Casualmente, el chicle era verde, yo lo sabía muy bien.

—Uno de los invitados a cenar con ustedes, lo dejó aquí pegado la semana anterior —explicó Dov—. Un hombre alto, bien trajeado. Mientras la esposa de usted iba a la cocina, él se sacó el chicle de la boca, miró en derredor por si alguien le estaba observando, y luego… tal como he dicho.

—Es estupendo —dijo mi mujer reprimiendo la risa— que puedan ustedes ver todo.

—Como no tenemos televisor, hemos de procurarnos distracción de otra manera. ¿No tienen ustedes nada en contra de ello, verdad?

—Nada, en absoluto.

—Pero tendrían ustedes que vigilar mejor al hombre que viene a limpiarles las ventanas una vez por semana. El del mono de trabajo gris. Va continuamente al cuarto de baño de ustedes y utiliza su desodorante.

—¿De veras? ¿Pueden ustedes ver incluso dentro de nuestro cuarto de baño?

—No muy bien. A lo sumo, podemos ver al que se encuentra debajo de la ducha.

La siguiente advertencia se refirió a nuestra niñera.

—Tan pronto como su pequeño se queda dormido —nos reveló Lucy—, la chica se retira al dormitorio de ustedes. Con su amante. Un estudiante. Lleva gafas sin montura.

—¿Qué tal es, pues, la vista del dormitorio?

—No está mal. Lo único que molestan son las cortinas, ya se lo he dicho. Además, me desagrada el dibujo a base de flores.

—¿Es suficiente la iluminación, por lo menos?

—Si he de decirle la verdad: no. A veces, lo único que se puede ver son unas siluetas. Así no se puede fotografiar nada.

Las lámparas que hay en nuestro dormitorio —dije disculpándome— son en realidad más bien para leer. Leemos muchísimo en la cama mi mujer y yo.

—Lo sé, lo sé. Pero a veces, eso llega a irritarle a uno, créame usted.

—¡Dov! —intervino Lucy en tono de reproche—. ¡Qué cosas tienes!

Y a modo de consuelo nos hizo saber que lo que veía más a gusto era cuando mi mujer entraba en el cuarto de los niños para darles las buenas noches y al más pequeñín le daba un beso en el culito.

—¡Es una verdadera delicia presenciar esa escena! —dijo Lucy, henchida de entusiasmo—. El domingo pasado vino a visitarnos un matrimonio canadiense. Los dos son arquitectos de interiores, y los dos declararon independientemente uno de otro que nunca habían presenciado una escena tan conmovedora. Prometieron enviarnos un verdadero telescopio, uno por cuarenta, el último modelo. Por lo demás, Dov ya ha pensado instalar en el dormitorio de ustedes uno de esos micrófonos japoneses que según dicen, funciona a una distancia de hasta dos kilómetros. Pero yo preferiría esperar que pudiéramos permitirnos adquirir uno realmente de primera clase, de América.

—Tiene usted toda la razón. Tratándose de tales cosas, no se debe reparar en gastos.

Dobby se levantó y limpió su pijama de las migas que en él habían dejado los bocadillos con que mi mujer les había obsequiado entretanto.

—Estamos realmente muy contentos de haberles conocido por fin a ustedes cara a cara —dijo cordialmente.

Y diciendo esto me dio un codazo en las costillas y añadió en voz baja:

—¡Vigile su peso, muchacho! Se le ve la barriga desde la casa de enfrente.

—Le agradezco que me llame la atención sobre esto —le respondí un poco avergonzado.

—No hay de qué. Cuando se puede ayudar a un vecino, se le debe ayudar. ¿No opina usted lo mismo?

—Naturalmente.

—¿Y no opina que el dibujo de flores de sus cortinas…?

—Tiene usted toda la razón.

Rogamos a los Grossmann que volviesen muy pronto. Poco después vimos encenderse la luz en el quinto piso de la casa de enfrente. En el marco de la ventana se divisó la esbelta figura de Dobby. Cuando enfocó hacia nosotros sus prismáticos de Hong Kong, le hicimos señas con la mano. Él nos las hizo también a nosotros. No había duda de que habíamos hecho unos nuevos amigos.

MISIÓN APOLO


E
PHRAÍM —dijo la mejor de todas las esposas—, a nuestro Amir ha vuelto a darle uno de sus caprichos.

Los preparativos para la mascarada de los Purim se hallaban en todo su apogeo. Rafi, nuestro hijo mayor, había elegido el disfraz de pirata con ligeras reminiscencias de policía militar y estaba satisfecho de su elección. Pero Amir no. Andaba por la casa exhibiendo una cara de aspecto tan agrio que a uno, involuntariamente, se le hacía la boca agua, como si estuviera viendo un limón en acción. De vez en cuando, al pasar, daba un furioso puntapié al disfraz que yacía en un rincón y que su madre había hecho para él con sus propias manos. Los pantalones vaqueros, las botas altas, un enorme sombrero tejano, el cinturón con los cartuchos y el revólver, en suma, el equipo completo de un perfecto cowboy, todo ello provocaba en él el más profundo desprecio.

—¿Qué te pasa, Amir? —le pregunté con interés— ¿No quieres ser cowboy?

—No. Yo quiero ser astronauta.

El mal provenía de que en su seminario infantil había leído algo referente al vuelo lunar del
Apolo XIII
.

—No te preocupes —traté de tranquilizarle—. Vamos a ver lo que se puede hacer.

—Muy bien dicho —corroboró su madre—. Hablemos del asunto con calma.

Celebramos una improvisada reunión de padre y madre y convinimos en que el deseo de nuestro hijo no tenía en sí nada de reprobable. Ser astronauta no es en modo alguno lo peor que hoy puede desear llegar a ser un joven. Finalmente llegamos a una fórmula de compromiso.

—Este año serás un cowboy —dije volviéndome hacia Amir—. Y el año que viene serás astronauta.

La respuesta sonó tan fuerte como negativa:

—¡No! ¡El año que viene no! ¡Este año! ¡Hoy! ¡Ahora! ¡Enseguida!

Aunque me dolía, tuve que ceder.

—Está bien. Este año serás, pues, un astronauta. Sujetaremos a tu sombrero una gran cartulina y con tinta roja escribiremos en ella con grandes letras: «Apolo XIII».

La respuesta de Amir volvió a sonar
fortissimo
:

—¡Pero con eso todavía no seré astronauta!

—¡Ah! ¿No? ¿Qué aspecto tiene pues un astronauta?

—No lo sé —sollozó nuestro pelirrojo—. ¡
Vosotros
tenéis que saberlo! ¡Vosotros sois los mayores!

La situación iba haciéndose cada vez más amenazadora. ¿No habrían podido esos sujetos volar hacia la Luna
después
de la fiesta de los Purim? ¿Habría sido pedir demasiado del Gobierno americano si se le hubiera pedido que tuviera un poco de consideración hacia los padres israelíes? Los del Cabo Kennedy seguramente oyeron los gritos de Amir.

—¡Astronauta! —gritaba el nene—. ¡Nauta, nauta, astronauta!

Yo intentaba calmarle.

—Bien, junto a la cartulina, te pondremos también un gran bigote.

—¡Yo no quiero ningún bigote! ¡Los astronautas no llevan bigote!

—¿Entonces, quizás unas gafas?

—¡Los astronautas tampoco las llevan!

Me parece una gran falta de imaginación por parte de ellos, preciso es decirlo. ¿Cómo puede un astronauta que se precie emprender un vuelo hacia la Luna sin bigote y sin gafas?

—¡Ya lo tengo! —exclamé—. ¡Amir se pondrá el pijama amarillo de papá!

El grito que profirió ahora mi hijo superó los límites acústicos y estuvo a punto de cruzar el muro del sonido:

—¡Yo no quiero ningún pijama! ¡Yo quiero ser astronauta!

—Hazle caso a tu papá. Te pondrás el pijama amarillo y por detrás te sujetaremos una hélice. Una verdadera hélice que dé vueltas de verdad.

—¡Yo no quiero estúpidas hélices!

—¿Quieres que te pongamos unas alas?

—¡No soy un estúpido pájaro! ¡Yo soy un astronauta! ¡Nauta! ¡Astro!

Con una furia incontrolada, Amir se revuelca sobre la alfombra, da golpes en derredor y grita cada vez más fuerte. Solamente los niños pelirrojos pueden gritar así, y si continúa un rato más, quizá vayan a estallarle los pulmones. No debo permitirlo.

—Está bien, Amir. Entonces voy a llamar ahora mismo por teléfono al tío astronauta y le preguntaré cómo es el traje que suele llevar cuando vuela hacia la Luna.

Amir se calla, sus ojos azules se abren llenos de esperanza y sigue con interés cada uno de mis movimientos. Descuelgo el auricular y marco un número cualquiera.

—¡Oiga! ¿Es el cuartel general del «Apolo»? Quisiera hablar con el astronauta de servicio.

—Por favor, ¿por quién pregunta usted? —dijo en el otro extremo del hilo una voz femenina con acento claramente extranjero—. Aquí es la casa del doctor Weissberger.

—¡Hola, Winston! —exclamo con alegría, sin hacer caso de la voz femenina—. ¿Cómo vais por ahí? ¡Estupendo! Tengo que pedirte un favor, Winston. Mi hijo Amir querría saber cómo vais vestidos los astronautas para vuestros viajes a la Luna.

—¿Quién? —se empeñó en preguntar la voz femenina extranjera—. Ésta es la casa del doctor Weissberger.

—Por favor, Winston, no cuelgues, voy a buscar un lápiz… ¿Cómo dijiste? Pantalones vaqueros… botas altas… sombrero tejano…

—Yo no hablar bien hebreo. ¿Usted hablar alemán, por favor?

—Claro que lo apunto, Winston. Puedes continuar. Cinturón con los cartuchos y pistola… ¿Eso es todo? Gracias. Y saluda de mi parte al presidente Nixon.

—El doctor Weissberger viene a casa a las doce.

—Gracias de nuevo. ¡Y mucha suerte en vuestro próximo viaje a la Luna!

Cuelgo el auricular y con semblante preocupado me vuelvo hacia la madre de Amir.

—Ya lo has oído —le digo—. ¿De dónde vamos a sacar ahora las cosas que lleva un astronauta?

—¡Qué pregunta más tonta! —exclama triunfante el tonto de mi hijo—. ¡Pero si todo está ahí en ese rincón!

El mal había sido conjurado. En el último momento y con grandes apuros, pero había sido conjurado.

Para finalizar, un pequeño ruego. En el caso de que usted, querido lector, se encontrase en los próximos días con un pequeño cowboy pelirrojo, haga el favor de detenerse y decir en voz alta para que lo oiga:

—¡Fijaos! ¡Un verdadero astronauta!

Y reciba las gracias anticipadas de un padre acongojado.

LA CENA DEL SEDER

M
I mujer y yo no somos religiosos fanáticos, pero en casa se observan rigurosamente las festividades. Todas. Los días de fiesta no se tiene que trabajar y además proporcionan una variedad en el aspecto culinario. Para mencionar tan sólo un ejemplo, en Pascua hay ocasión de mojar determinados manjares dos veces en una suculenta salsa de carne, antes de consumirlos. En los días laborables, generalmente no se moja la comida en salsa ni siquiera una vez.

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