—¿Te llevo a casa? —Menos mal que a Koivu no le dio por ponerse a farfullar ninguna frase de consuelo.
—No hace falta. Hay que redactar el informe, hablar con el jefe y también llamar al padre de Peltonen. —Me sequé las lágrimas con una servilleta de papel que encontré en la guantera, era de una hamburguesería y olía ligeramente a mostaza—. ¿Te queda trabajo aún?
—Digo yo que te echaré una mano con el informe —respondió Koivu con una media sonrisa.
—¿Y qué tal te suenan tres jarras de cerveza, por lo menos? Para acabar el día, digo... Habrá que celebrar que hemos resuelto el caso, aunque a lo mejor estás harto de tanto bar, después de la semanita que llevas...
Hicimos un apaño de informe y se lo llevé al jefe, que se mostró muy satisfecho de que finalmente el caso hubiese quedado resuelto, a pesar de la vergüenza que representaba aquella detención para el cuerpo de policía. Resumió la actuación de Kinnunen con un «son cosas que pasan», y yo no tuve ganas de ponerme a discutir.
Luego llamé a Heikki Peltonen, que en un principio se negó a creer lo que le estaba contando y se puso a darme voces, diciendo que todo aquello no era más que basura y que me lo había inventado. Se quedó mudo cuando le leí por quinta vez la lista de pruebas que habíamos reunido sobre los manejos de Jukka. La llamada me provocó una subida de adrenalina, y mi irritación no hizo sino aumentar cuando, nada más colgar el teléfono, éste volvió a sonar. Era un reportero del periódico
Iltalehti
, uno de los diarios más sensacionalistas del país. Yo acababa de prometerle a Peltonen mantener una actitud discreta con los periódicos. Al parecer, el conductor del coche sobre el que había caído Tuulia tenía ganas de un poco de notoriedad, y había llamado personalmente al reportero. Ya podía imaginarme los titulares: «Un descuido de la policía causa la MUERTE de una sospechosa». Contesté sucintamente a las preguntas del periodista. No había parado de hablar en toda la tarde y me notaba la boca más seca que el corcho.
Aún no habían dado las nueve y media cuando Koivu y yo ya estábamos sentados ante la barra del bar Vanha. Él se pidió una jarra de cerveza de medio litro y yo un Jack Daniels. Me lo tragué sin paladearlo siquiera y le dije al camarero que me pusiese otro. Era un profesional de cierta edad y no se le movió ni una ceja. Me lo sirvió con la soltura de quien ya ha visto bajar miles de litros de whisky por las gargantas de sus clientes, y, la verdad, yo no debía de ser una de las más sedientas.
Al cabo de un rato noté una grata sensación de calidez que me bajaba hasta el estómago y me volvía a subir misteriosamente hasta la cabeza. Koivu le daba sorbos a su jarra y se quejó de que tenía hambre. Pedimos dos filetes bien grasientos y más cerveza. Koivu se puso a comentar los éxitos que habían obtenido los deportistas finlandeses en las Olimpiadas que acababan de celebrarse. Yo puse verdes a los deportistas masculinos y él hizo otro tanto con las representantes femeninas, mostrándose especialmente crítico con los muslos de una de las saltadoras de altura. A mí me parecía que no había nada malo en ellos, y así nos tiramos un buen rato discutiendo. Charlamos desesperadamente sobre todo tipo de chorradas, pero creo que Koivu era consciente de que, tras mi aparente alegría, lo que había en realidad era angustia. Agradecí mucho que no tuviese ganas de jugar a los terapeutas esa noche.
Tras las dos jarras que me había bebido con la comida y mi tercer whisky, Koivu empezó a parecerme cada vez más mono. La idea de dormirme en brazos de alguien tan rubito y con aquella pinta de buenazo empezó a parecerme atractiva. Pero sabía que a largo plazo iba a resultar una mala decisión. Además, quería conservar un buen compañero para los dos o tres meses que me quedaban en el cuerpo. No valía la pena cargarse un equipo tan bueno por un rollete de una noche, encima estando los dos borrachos. Entre nosotros nunca podría haber nada por el estilo. Le sonreí con cansancio y le dije que me iba a casa a dormir. Koivu me convenció para que me tomase otro whisky con él, y mientras nos lo tomábamos estuvimos dándole vueltas seriamente a las posibilidades que tenía Carl Lewis de superar los nueve metros en las pruebas de salto de longitud del mundial, que iba a celebrarse a finales del verano. Nos marchamos en el mismo taxi, y cuando llegamos a Töölö, Koivu intentó que lo dejara subir a mi casa. Lo mandé a la suya, a Leppävaara, con la autoridad que me daban los cuatro años que le llevo diciéndole que al día siguiente iba a sentirse muy satisfecho de haberme hecho caso.
A pesar de la borrachera que llevaba, no fui capaz de dormirme sin llamar antes al hospital. Habían operado a Tuulia de la espalda y al parecer estaba ya fuera de peligro y sobreviviría. El alcohol y la comida grasienta me daban vueltas en la panza. Me tomé dos Ultradol con la convicción de que al día siguiente me sentiría aún peor.
La corriente al barco lleva
Era un viernes de otoño y la ciudad se preparaba para celebrar que empezaba el fin de semana. Hacía una de esas tardes que no gustan a nadie, lluviosa, desapacible y cubierta por la neblina, pero que para mí suelen ser una invitación a pasear cerca del mar. Quería pensar. Había acabado con todo el papeleo del caso Peltonen y el juicio se celebraría en cuestión de una semana.
El único problema era que la acusada no asistiría. Tuulia había sobrevivido, pero iba a estar incapacitada para asistir, y por mucho tiempo. Las múltiples fracturas de la columna vertebral la habían dejado impedida de cintura para abajo. Los médicos opinaban que tal vez recuperase la capacidad de andar, pero que ello requeriría varias operaciones.
Tampoco sabía si Tuulia volvería a ser psíquicamente la de antes. Se negaba categóricamente a hablar con nadie. No había ninguna causa fisiológica para ello y, por lo demás, se comportaba con normalidad, comía y dormía, leía los libros que le proporcionaban, e incluso a veces escribía un par de frases en un papel. Pero no hablaba.
Fui en una ocasión a visitarla y me permitieron que entrase en su habitación. Había firmado la declaración que Koivu le había llevado y que era la transcripción de la cinta que había grabado en su casa, pero todavía quedaban unas cuantas preguntas a las que yo quería que contestase. También los de Narcóticos y los de Orden estaban interesados en las andanzas de Tuulia, pero me imaginé que conmigo le resultaría más fácil hablar. Todavía no estaba al tanto de que ella no hablaba absolutamente con nadie.
Naturalmente, además quería verla. Su rostro llevaba semanas torturándome, aquella expresión antes de caer por la ventana, su risa ante la jarra de cerveza en el Elite, sus manos frías chocando contra las mías en la parada del tranvía... Le había dado mil vueltas a lo que sentía por Tuulia, y aún sigo en ello.
Me acerqué a su habitación, que estaba al final de un pasillo. Era un cuarto individual cerrado con llave y vigilado, ya que legalmente Tuulia estaba recluida. Le pedí a la enfermera que me dejase entrar sola. La habitación era pequeña y nada acogedora. En la repisa de la ventana había una macetita de rosas pálidas; en la mesa de noche, un libro de poemas de Edith Södergran en sueco y una vela, y frente a la cama, en una esquina, había un televisor. Aquello era una celda. Tuulia yacía en una cama estrecha de metal, y a pesar de su altura me pareció pequeña e intangible. No me miró al entrar. Se miraba fijamente las manos, que descansaban sobre su pecho. Me pregunté absurdamente si las tendría frías... Deseaba tomarlas entre las mías y calentárselas. Pero no me atreví.
Le hablé, intentando que me mirase.
—Tuulia, hola, soy Maria. Me gustaría hacerte unas preguntas.
Tuulia no levantó la vista de la colcha. Lo intenté por espacio de cinco minutos, centrándome en mi papel de policía, aunque en mi interior lo que deseaba era ser yo, una persona, Maria. Pasados otros cinco minutos la enfermera jefe de la planta llamó a la puerta y fui a abrirle.
—No creo que le conteste —me dijo. Pensaba que era simplemente una policía. No podía estar al corriente de que yo era tan sólo una mujer que habría querido ser amiga de Tuulia.
Al día siguiente llamé al psiquiatra que estaba encargándose de su caso. Me soltó una ristra de términos en su jerigonza, y con ellos vino a explicarme que Tuulia volvería a la normalidad si ella lo deseaba, aunque entre líneas me dio a entender que dudaba mucho de que ello fuera a suceder. ¿Por qué iba a querer curarse?, ¿para luego pasarse años y años en la cárcel?
Los de Narcóticos habían hecho importantes detenciones en los últimos tiempos. Los rumores sobre el pretendido poderío de las mafias del Este sólo resultaron ciertos en parte, ya que la mayoría de los traficantes en activo eran finlandeses. Jukka sólo había sido un pez pequeño, y Tuulia, apenas una ficha en aquel juego. Las huellas de Auvinen se perdieron en Londres definitivamente, gracias a su rapidez y al pasaporte falso que probablemente había conseguido. Tal vez Jukka pensase hacer lo mismo... Lo que estaba claro era que Tuulia nunca habría sido identificada ni detenida si Jukka hubiese tenido la oportunidad de escapar del país. Quién sabe si un día no nos habríamos encontrado en algún bar... Tal vez ahora estaríamos paseando juntas entre la neblina.
Dos semanas antes, al salir del trabajo, me había encontrado con Mirja. Anduvimos juntas hasta la parada del tranvía y, aunque estaba claro que para ambas se trataba de un encuentro desagradable, conseguimos mantener algo parecido a una conversación, al menos hasta que yo me bajé en mi parada.
Mirja me contó que el coro había decidido no denunciar a Jyri, ya que lo esencial era recuperar el dinero. Ella había decidido marcharse a Londres después de las Navidades, para estudiar y acabar su tesina. Sirkku y Timo se habían prometido y Piia había ido a San Francisco al encuentro de Peter. La vida seguía su curso. De quien no me dijo ni una palabra fue de Antti, y yo me guardé mucho de preguntarle.
A pesar de lo chapucera que había resultado la detención de Tuulia, mi jefe había insistido en que continuase sustituyendo a Saarinen. Le dije que gracias, pero que no. Ya sólo me quedaban quince días escasos en el trabajo. Las últimas semanas todo el departamento, incluyéndome a mí, había ido de cabeza intentando detener a un tipo violentísimo, especializado en el atraco de taxis. Rara había sido la semana en que no habíamos tenido una violación, y casi todas iban a parar a mí, estuviese o no de guardia. Dedicaba los ratos libres a cuidar un poco de mi forma física y a empollar para el examen de derecho penal. Tenía la intención de acabar la carrera ese mismo año, para poder hacer la pasantía en el Tribunal de Apelaciones ya en otoño. No me atrevía a hacer planes que fueran más allá.
El juicio de Pasi Arhela se había celebrado hacía una semana y le habían caído tres años de cárcel por reincidente. Marianna se había portado como una leona durante su declaración, y casi lloré de orgullo y felicidad al oírla. Había estado asistiendo a las reuniones de un grupo de terapia para víctimas de violación, y quedamos para charlar en varias ocasiones antes de que regresara a Kouvola, donde pensaba terminar el último año de instituto. Aunque la experiencia había sido durísima, Marianna se estaba recuperando lo mejor posible. Por suerte no se había quedado embarazada, ni había contraído ninguna enfermedad. Me contó que ya se atrevía a ir sola por la calle de noche.
La lluvia me animó a continuar mi paseo, siguiendo el borde de la costa sur. A ratos, veía a gente que corría escapando de los intensos aguaceros, algunos en parejas, riendo divertidos bajo el mismo paraguas, y otros irritados, como si aquella lluvia fuese un insulto que la naturaleza estuviera dirigiéndoles. Me sentía aislada bajo la capucha de mi enorme capa impermeable de ciclista. A diferencia de los demás, yo no intentaba escapar del aguacero, porque la capa y las botas de agua me mantenían seca y caliente.
En el paseo de Kaivopuisto la niebla era tan espesa que las islas cercanas ni se veían. El grisáceo mar, grumoso, parecía suspirar. La niebla coloreaba los sonidos, haciéndolos irreconocibles. Era como pasear por una tierra extraña cuya lengua me fuese desconocida. Oí a lo lejos un chirrido peculiar que me recordó el de un cochecito de bebé, aunque al mismo tiempo pensé que los cochecitos no podían sonar así... Sin embargo, cincuenta metros más lejos me crucé con él, para mi sorpresa. Tal vez aquel ruido áspero que venía de la orilla se debiese al vaivén de las olas sobre la arena, o tal vez fuera otra cosa. No necesitaba saberlo.
Había esclarecido un asesinato. Sabía quién lo había cometido y el motivo, me había enterado de infinidad de cosas sobre las vidas de otra gente. Y sin embargo no sabía nada. Tenía que aprender a vivir con la idea de que no siempre iba a poder entender cuál era el sentido de las cosas, de que nunca lo conseguiría. Había tomado algunas decisiones que afectaban a mi vida, aunque dudaba de que llegaran a ser definitivas. Tal vez dentro de unos años cambiase de nuevo mi rumbo, de juzgarlo necesario.
Caminaba en dirección al lugar donde sabía que se encontraba el embarcadero, y al llegar eché a andar por él. No tardé en perder de vista la línea de la costa, y en un segundo la única realidad a mi alrededor fueron el embarcadero y la niebla, la goma reluciente de mis botas de agua y los rizos mojados en mi frente. Me sentía extrañamente relajada. Completa y sola.
Otro ruido en la niebla... Un instante después el sonido se unió a una silueta, convirtiéndose en pasos. Unas botas grandes, y sobre ellas una figura alta y delgada. Bajo la capucha del impermeable, una nariz de águila. Antti.
No lo había visto desde el funeral de Jukka. Un par de días después de la detención de Tuulia, al regresar del almuerzo, encontré sobre mi mesa un mensaje telefónico: «Me fui a acampar. Siento el jaleo. Antti». Desde entonces no había vuelto a tener ningún motivo para ponerme en contacto con él.
Cuando fui a devolverles las pertenencias de Jukka a los Peltonen, no les entregué la carta que él le había escrito. Aún la tenía guardada en un cajón de la mesa de mi despacho y no sabía qué hacer con ella, aunque tal vez lo mejor fuera romperla en pedazos y olvidar que la había leído.
—¡Ay, Maria! —dijo Antti al reconocerme bajo la capa—. Tendría que haberte llamado, no creas que no me he acordado.
—¿Es que tienes algún problema? —le contesté en un tono algo borde, del que me arrepentí al instante. Seguía cabreada con él desde el jaleo de su desaparición.