El guión, totalmente original, como el de
Viridiana
, mostraba a un grupo de personas que, una noche, al término de una función teatral, va a cenar a casa de una de ellas. Después de la cena, pasan al salón y, por una razón inexplicada, no pueden salir de él. Al principio, se titulaba
Los náufragos de la calle de Providencia
. Pero el año anterior, en Madrid, José Bergamín me había hablado de una obra de teatro que quería titular
El ángel exterminador
.
El título me pareció magnífico y dije:
—Si yo veo eso en un cartel, entro inmediatamente en la sala.
Le escribí desde México para pedirle noticias de su obra… y de su título.
Me respondió que la obra no estaba escrita y que, de todos modos, el título no le pertenecía, que estaba en el
Apocalipsis
. Podía cogerlo, me dijo, sin ningún problema. Cosa que hice, dándole las gracias.
En el curso de una gran cena dada en Nueva York, la dueña de la casa había imaginado realizar ciertos gags para sorprender y divertir a los invitados.
Por ejemplo, el camarero que se tiende llevando la bandeja es un verdadero detalle. Resulta que en la película los invitados no lo aprecian. La dueña de la casa ha preparado otro gag con un oso y dos carneros, pero nunca sabremos en qué consiste… lo que no ha impedido a ciertos críticos fanáticos del simbolismo ver en el oso al bolchevismo que acecha a la sociedad capitalista, paralizada por sus contradicciones.
Siempre me he sentido atraído, en la vida como en mis películas, por las cosas que se repiten. No sé por qué, no trato de explicarlo. En
El ángel exterminador
hay, por lo menos, una decena de repeticiones. Se ve, por ejemplo, a dos hombres que son presentados el uno al otro y que se estrechan la mano, diciendo: «Encantado.» Un instante después, vuelven a encontrarse y se presentan de nuevo el uno al otro como si no se conociesen. Una tercera vez, por fin, se saludan calurosa mente como dos viejos amigos.
Igualmente, en dos ocasiones, si bien bajo ángulos distintos, se ve a los invitados entrar en el vestíbulo y al dueño de la casa llamar a su mayordomo.
Cuando la película fue montada, Figueroa, el operador jefe, me llevó y me dijo:
—Luis, hay una cosa muy grave.
—¿El qué?
—El plano en que entran en la casa está montado dos veces.
¿Cómo pudo pensar ni por un instante, él, que había filmado los dos planos, que un error tan enorme podía escapársenos al montador y a mí? En México, se encontró la película mal interpretada. No lo creo yo así. Los actores no son, en absoluto, de primera categoría, pero, en conjunto, me parecen bastante buenos. Por otra parte, no creo que se pueda decir de una película que es interesante y, al mismo tiempo, que está mal interpretada.
El ángel exterminador
es una de las raras películas mías que he vuelto a ver. Y, cada vez, lamento las insuficiencias de que he hablado y el tiempo demasiado breve de rodaje. Lo que veo en ella es un grupo de personas que no pueden hacer lo que quieren hacer: salir de una habitación. Imposibilidad inexplicable de satisfacer un sencillo deseo. Eso ocurre a menudo en mis películas.
En
La Edad de oro
, una pareja quiere unirse, sin conseguirlo. En
Ese oscuro objeto del deseo
, se trata del deseo sexual de un hombre en trance de envejecimiento, que nunca se satisface. Los personajes del
Discreto encanto
quieren a toda costa cenar juntos y no lo consiguen. Quizá pudieron encontrarse otros ejemplos.
Al término de la primera proyección de
El ángel exterminador
, Gustavo Alatriste se inclinó hacia mí y me dijo:
—Don Luis, esto es un cañón. No he entendido nada.
Un cañón significa: una cosa muy fuerte, un choque, un gran éxito.
Dos años después, en 1964, Alatriste me ofreció la posibilidad de realizar en México una película sobre el sorprendente personaje de san Simeón
el Estilita
, anacoreta del siglo IV, que pasó más de cuarenta años en lo alto de una columna en un desierto de Siria.
Yo pensaba en ello desde hacía tiempo, desde que Lorca me había hecho leer en la residencia
La leyenda áurea
. Se reía a carcajadas al leer que las deyecciones del anacoreta a lo largo de la columna semejaban la cera de una vela.
En realidad, como se alimentaba de unas cuantas hojas de lechuga que le subían en un cesto, sus excrementos debían de semejar, más bien, pequeñas cagarrutas de cabra.
En Nueva York, un día de intensa lluvia, yo había ido a buscar datos a la Biblioteca que se encuentra en la esquina de la Calle 42. Existen muy pocos libros sobre el tema. Entro en la biblioteca hacia las cinco de la tarde, busco la ficha del libro que deseo consultar, el mejor, el del padre Festugières; la ficha no está en el fichero. Vuelvo la cabeza: un hombre está a mi lado. Tiene esa ficha en la mano. Otra coincidencia.
Escribí un guión completo para una película de largometraje. Por desgracia, Alatriste tropezó con algunos problemas financieros durante el rodaje, y hubo de cortar la mitad de la película. Había previsto una escena bajo la nieve, peregrinaciones e incluso una visita (histórica) del emperador de Bizancio.
Tuve que suprimir todas estas escenas, lo que explica el carácter un poco brusco del final.
Tal como está, obtuvo cinco premios en el festival de Venecia, cosa que no ha sucedido con ninguna otra de mis películas. Añadiré que no se encontró a nadie para recibir estos premios. Más tarde, fue programada con
Una historia inmortal
, de Orson Welles.
Hoy, me parece que
Simón del desierto
podría ser ya uno de los encuentros de los dos peregrinos de
La Vía láctea
en el sinuoso camino de Santiago de Compostela.
En 1963, el productor Serge Silberman, que quería verme, alquiló un apartamento en La Torre de Madrid y se informó de mi dirección. Resultó que yo ocupaba el apartamento situado justamente enfrente del suyo. Llamó a mi puerta, nos bebimos juntos una botella entera de whisky, y ese día nació una entente cordial que no se ha roto jamás.
Me propuso una película, y nos pusimos de acuerdo en una adaptación de
Memorias de una doncella
, de Octave Mirbeau, libro que yo conocía desde hacía mucho. Por diferentes razones, decidí desplazarla en el tiempo, aproximarla a nosotros, situarla hacia finales de los años veinte, época que yo había conocido bien. Eso me permitió, en recuerdo de
La Edad de oro
, hacer gritar al final «¡Viva Chiappe!» a los manifestantes de extrema derecha.
Hay que dar las gracias a Louis Malle por habernos revelado la forma de andar de Jeanne Moureau en
Ascensor para el patíbulo
. Siempre he sido sensible al andar de las mujeres, así como a su mirada. En
Memorias de una doncella
, durante la escena de los botines, tuve un verdadero placer en hacerla caminar y en filmarla. Cuando anda, su pie tiembla ligeramente sobre el tacón del zapato. Inquietante inestabilidad. Actriz maravillosa, yo me limitaba a seguirla, corrigiéndola apenas. Ella me enseñó sobre el personaje cosas que yo no sospechaba.
Con esta película, que fue rodada en París y en las proximidades de Millyla- Forêt durante el otoño de 1963, yo descubrí por primera vez a unos colaboradores franceses que nunca me abandonarían: Pierre Lary, mi primer ayudante, Suzanne Durremberger, excelente
script
, y el guionista Jean-Claude Carrière, que hace el papel de cura. He conservado el recuerdo de un rodaje tranquilo, bien organizado, amistoso. Con ocasión de esta película conocí a la actriz Muni, singular personaje animado de una vida muy personal, que se convirtió, en cierto modo, en mi mascota. Desempeñaba el papel de la más humilde de las sirvientas y preguntaba al sacristán fascista (es uno de los diálogos qué yo prefiero):
—Pero, ¿por qué habla usted siempre de matar a los judíos?
—¿No es usted patriota? —preguntaba el sacristán.
—Sí.
—¿Entonces?
Después de esta película, realicé
Simón del desiert
o, mi última película mexicana, pues Silberman y su socio Saffra me propusieron otra. Elegí esta vez
El monje
, de Monk Lewis, una de las más famosas entre las novelas negras inglesas. A los surrealistas les encantaba este libro, del que Antonin Artaud había hecho una traducción. En varias ocasiones se me había ocurrido la idea de adaptarla. Incluso le había hablado de ella hacía unos años a Gérard Philipe, así como de la bella novela de Jean Giono
El húsar sobre el tejado
(vieja atracción hacia las epidemias, hacia todas las pestes). Resultó que Gérard Philipe, que escuchaba distraídamente mis proposiciones, prefería una película más política. Se decidió por
La fièvre monte à El Pao
, tema digno y película bastante bien hecha, en mi opinión, pero sobre la que no veo que haya gran cosa que decir.
El Monje
fue abandonado (Ado Kyrou la rodaría pocos años después), y en 1966 acepté la proposición de los hermanos Hakim de adaptar
Belle de Jour
, de Joseph Kessel. La novela me parecía melodramática, pero bien construida.
Ofrecía además la posibilidad de introducir en imágenes algunas de las ensoñaciones diurnas de Séverine, el personaje principal, que interpretaba Catherine Deneuve, y de precisar el retrato de una joven burguesa masoquista.
La película me permitía también describir con bastante fidelidad varios casos de perversiones sexuales. Mi interés por el fetichismo era ya perceptible en la primera escena de
Él
y en la escena de los botines de
Memorias de una doncella
, pero debo decir que no experimento hacia la perversión sexual sino una atracción teórica y exterior. Me divierte y me interesa, pero yo personalmente no tengo nada de perverso en mi comportamiento sexual. Lo contrario sería sorprendente. Yo creo que a un perverso no le gusta mostrar en público su perversión, que es su secreto.
Me queda una pena a propósito de esta película. Yo quería rodar la primera escena en el restaurante de la estación de Lyon, en París, pero el dueño del local se negó en redondo. Aun hoy, muchos parisienses ignoran la existencia de este lugar, para mí uno de los más bellos del mundo. Hacia 1900, pintores, escultores y decoradores realizaron en la estación misma, en su primer piso, una sala de exposiciones dedicada a la gloria del tren y de los países a los que nos transporta. Cuando estoy en París, voy allí con bastante frecuencia, a veces solo. Almuerzo siempre en el mismo sitio, junto a los raíles.
En
Belle de Jour
, volví a encontrar a Paco Rabal, después de
Nazarín
y
Viridiana
.
Me agrada el actor y me agrada el hombre, que me llama «tío» y al que yo llamo «sobrino». No tengo ninguna técnica especial para trabajar con los actores. Todo depende de su calidad, de lo que me ofrecen o de los esfuerzos que debo desplegar para dirigirlos cuando están mal elegidos. De todos modos, una dirección de actores obedece siempre a una visión personal del director, que éste siente, pero que no siempre puede explicar.
Lamento en esta película algunos cortes estúpidos que, al parecer, exigió la censura. En particular, la escena entre Georges Marchal y Catherine Deneuve, en que ella se encuentra tendida en un ataúd mientras él la llama hija, se desarrollaba en una capilla privada, después de una misa celebrada bajo una espléndida copia del Cristo de Grünewald, cuyo torturado cuerpo siempre me ha impresionado. La supresión de esta misa cambia ostensiblemente el clima de la escena.
De todas las preguntas inútiles que me han formulado acerca de mis películas, una de las más frecuentes, de las más obsesionantes, se refiere a la cajita que un cliente asiático lleva consigo a un burdel. La abre, muestra a las chicas lo que contiene (nosotros no lo vemos). Las chicas retroceden con gritos de horror, a excepción de Séverine, que se muestra bien interesada. No sé cuántas veces me han preguntado, sobre todo mujeres: «¿Qué hay en la cajita? » Como no lo sé, la única respuesta posible es: «Lo que usted quiera.»
Rodada en los estudios de Saint-Maurice (hoy desaparecidos, palabras que reaparecen una y otra vez en este libro como un estribillo), mientras en el plató vecino Louis Malle realizaba El ladrón, en la que mi hijo Juan Luis trabajaba como ayudante. Belle de Jour fue quizás el mejor éxito comercial de mi vida, éxito que atribuyo a las putas de la película más que a mi trabajo.
A partir del
Diario de una camarera
, mi vida se confunde prácticamente con las películas que he realizado. Precisamente por eso acelero el ritmo de este relato, que se torna monótono. No conozco problemas graves de trabajo, y mi vida se organiza sencillamente: establecido en México, venía todos los años a pasar unos meses en España y Francia para escribir el guión o para el rodaje. Fiel a mis costumbres, me hospedaba en los mismos hoteles y frecuentaba los mismos cafés, los que quedaban del tiempo pasado.
En todas mis películas europeas he conocido condiciones de rodaje mucho más confortables que las que me eran habituales en México. Se ha escrito mucho sobre cada una de esas películas.
No diré acerca de ellas más que unas rápidas palabras, a título de mera indicación.
Aunque creo que nada es más importante en la fabricación de una película que un buen guión, nunca he sido hombre de letras, En casi todas mis películas (menos cuatro) he necesitado un escritor, un guionista, para ayudarme a poner en negro sobre blanco el argumento y los diálogos. Eso no significa que este colaborador sea un simple secretario encargado de registrar lo que yo digo.
Al contrario. Tiene el derecho y el deber de discutir mis ideas y proponer las suyas, aunque sea yo, en fin de cuentas, quien debe decidir.
A todo lo largo de mi vida, he trabajado con 18 escritores diferentes. Entre ellos, recuerdo sobre todo a Julio Alejandro, hombre de teatro, buen dialoguista, y Luis Alcoriza, enérgico y susceptible, que desde hace ya tiempo escribe y realiza sus propias películas. Con quien más identificado me he sentido es, sin duda, con Jean-Claude Carrière. Desde 1963 hemos escrito juntos seis películas.
En un guión me parece lo esencial el interés mantenido por una buena progresión, que no deja ni un instante en reposo la atención de los espectadores.