Se puede discutir el contenido de una película, su estética (si la tiene), su estilo, su tendencia moral. Pero nunca debe aburrir.
La idea de una película sobre las herejías de la religión cristiana se remontaba a la lectura, poco después de mi llegada a México, de la enciclopédica obra de Menéndez y Pelayo
Historia de los heterodoxos españoles.
Esta lectura me enseñó muchas cosas que yo ignoraba, en particular sobre los martirios de los herejes, convencidos de su verdad tanto, si no más, que los cristianos. Esta posesión de la verdad y la extravagancia de ciertas invenciones es lo que siempre me ha fascinado en el comportamiento del hereje. Más tarde, encontraría una frase de Breton en la que, pese a su aversión a la religión, éste admitía que el surrealismo reconocía tener «ciertos puntos de contacto» con los herejes.
Todo lo que se ve y se oye en la película descansa sobre documentos auténticos. El cadáver del arzobispo exhumado y quemado públicamente (pues, escritos por su mano, se encontraron después de su muerte textos tachados de herejía) fue en realidad el de un arzobispo de Toledo llamado Carranza. Comenzamos con un largo trabajo de investigación presidido por el
Diccionario de las herejías,
del abate Pluquet, y, luego, escribimos la primera versión durante el otoño de 1967 en el parador de Cazorla, en España, en la provincia de Jaén. Carrière y yo estábamos solos en las montañas de Andalucía. La carretera terminaba en el hotel. Algunos cazadores salían al amanecer y no volvían hasta después de caída la noche, trayendo de vez en cuando el delicado cadáver de un rebeco. Durante todo el día no hablábamos más que de la Santísima Trinidad, de la doble naturaleza de Cristo, de los misterios de la Santísima Trinidad. Silberman aceptó el proyecto, lo que nos pareció sorprendente, y terminamos el guión en San José Punía en febrero-marzo de 1968. Amenazada durante breve tiempo por las barricadas de mayo de 1968, la película fue rodada en París y en la región parisiense a lo largo del verano. Paul Frankeur y Laurent Terzieff encarnan a los dos peregrinos que, en nuestros días, se dirigen a pie a Santiago de Compostela y que en el transcurso de su viaje, liberados del tiempo y del espacio, encuentran a toda una serie de personajes que ilustran nuestras principales herejías. La Vía láctea, de la que parece que formamos parte, se llamaba en otro tiempo «el camino de Santiago», pues señalaba la dirección de España a los peregrinos procedentes de toda Europa del Norte. De ahí el título.
En esta película, en la que volvía a estar con Pierre Clementi, Julien Bert-heau, Claudio Brook y el fiel Michel Piccoli, trabajé por primera vez con Delphine Seyrig, extraordinaria actriz que yo había tenido sobre mis rodillas en Nueva York durante la guerra. Por segunda —y última— vez, yo ponía en escena al propio Cristo, interpretado por Bernard Verley. Quise mostrarlo como un hombre normal, riendo y corriendo, equivocándose de camino, disponiéndose incluso a afeitarse, muy alejado de la imaginería tradicional.
Ya que hablamos de Cristo, me parece que, en la evolución contemporánea de la religión, Cristo se ha ido apoderando poco a poco de un lugar privilegiado con relación a las otras dos personas de la Santísima Trinidad. No se habla más que de él. Dios Padre sigue existiendo, pero muy vago, muy lejano. En cuanto al desventurado Espíritu Santo, nadie se ocupa de él y mendiga por las plazas.
Pese a la dificultad y a la rareza del tema, la película, gracias a la Prensa y a los esfuerzos de Silberman, sin discusión el mejor promotor de cine que conozco, obtuvo un éxito público muy honorable. Como
Nazarín,
suscitó reacciones muy contradictorias. Carlos Fuentes veía en ella una película combativa, antirreligiosa, mientras que Julio Cortázar llegó a decir que la película le parecía pagada por el Vaticano.
Estas querellas de intención me dejan cada vez más indiferente. A mis ojos,
La Vía láctea
no estaba a favor ni en contra de nada. Aparte las situaciones y las disputas doctrinales auténticas que la película mostraba, me parecía ser, ante todo, un paseo por el fanatismo en que cada uno se aferraba con fuerza e intransigencia a su parcela de verdad, dispuesto a matar o morir por ella. Me parecía también que el camino recorrido por los dos peregrinos podía aplicarse a toda ideología política o, incluso, artística.
Cuando la película se estrenó en Copenhague (esto nos lo contó Henning Carlsen, que se ocupaba de la sala), fue proyectada en francés, con subtítulos daneses.
Uno de los primeros días, unos quince gitanos, hombres, mujeres y niños, que no hablaban danés ni francés, sacaron entradas y vieron la película. Volvieron dieciséis o diecisiete días seguidos. Muy intrigado, Carlsen intentó adivinar la razón de esta fidelidad. No pudo conseguirlo, ya que no hablaban su lengua. Finalmente, los dejó entrar gratis. No volvieron más.
Aunque esta novela, novela epistolar, no sea de las mejores de Galdós, me sentía atraído desde hacía tiempo por el personaje de Don Lope. Me atraía también la idea de trasladar la acción de Madrid a Toledo y rendir, así, homenaje a la ciudad tan querida.
Había pensado primeramente en rodarla con Silvia Pinal y Ernesto Alonso. Más tarde, se puso en marcha en España otra producción. Pensé en Fernando Rey, excelente en
Viridiana,
y en una joven actriz italiana que me gustaba mucho, Stefania Sandrelli. El escándalo de
Viridiana
originó la prohibición del proyecto.
La prohibición fue levantada en 1969, y di mi conformidad a los dos productores, Eduardo Ducay y Gurruchaga.
Aunque no me parecía que perteneciese en absoluto al universo de Galdós, me reuní con placer con Catherine Deneuve, que me había escrito varias veces para hablarme del papel. El rodaje se desarrolló casi exclusivamente en Toledo —ciudad para mí llena de resonancias, de recuerdos de los años veinte— y en un estudio de Madrid, donde el decorador Alarcón reconstituyó fielmente un café de Zocodover.
Aunque, como en
Nazarín,
el personaje principal (encuentro a Fernando Rey magnífico en este papel) se mantiene fiel al modelo novelesco de Galdós, introduje considerables cambios en la estructura y el clima de la obra, que situé también, como había hecho con el
Diario de una camarera,
en una época que yo había conocido, en la que se manifiesta ya una clara agitación social.
Con la ayuda de Julio Alejandro, puse en
Tristana
muchas cosas a las que toda mi vida he sido sensible, como el campanario de Toledo y la estatua mortuoria del cardenal Tavera, sobre la que se inclina Tristana. Como no he vuelto a ver la película, me resulta difícil hablar de ella hoy, pero recuerdo que me gustó la segunda parte, tras el regreso de la joven, a la que acaban de cortar una pierna. Me parece oír todavía sus pasos por el corredor, el ruido de sus muletas y la friolera conversación de los curas en torno a sus tazas de chocolate.
No puedo recordar el rodaje sin pensar en una broma que le gasté a Fernando Rey. Amigo mío muy querido, me perdonará que la cuente. Como muchos actores, Fernando aprecia su popularidad. Le gusta, y es normal, que le reconozcan en la calle, que la gente se vuelva a su paso.
Un día, le dije al director de producción que se pusiera en contacto con todos los alumnos de una clase de un colegio próximo, a fin de que, eligiendo un momento en que yo estuviera con Fernando, vinieran de uno en uno a pedir un autógrafo, pero solamente a mí, Así se hizo.
Fernando y yo nos encontramos sentados, uno al lado del otro, en la terraza de un café. Se acerca un muchacho que me pide una firma. Se la doy gustosamente, y se va, sin dirigir una mirada a Fernando, sentado a mi lado. Apenas se ha alejado, cuando llega un segundo colegial, que hace exactamente lo mismo.
Al tercero, Fernando suelta la carcajada. Ha comprendido la broma, y ello por una razón muy sencilla: que me pidan a mí un autógrafo y le ignoren a él le parece rigurosamente imposible. En lo cual tenía razón.
Después de
Tristana,
que, por desgracia, fue representada en Francia doblada, volví a Silberman para no separarme ya de él. Regresé a París y a mi barrio de Montparnasse, al hotel «L’Aiglon», con las ventanas de mi habitación dando al cementerio, a mis almuerzos tempranos en «La Coupole» o «La Palette», a «La Closerie des lilas», a mis paseos cotidianos, a mis veladas en las que la mayor parte del tiempo entre dos rodajes solía cocinar yo mismo. Mi hijo Jean-Louis vive en París con su familia. A menudo, trabaja conmigo.
Ya he dicho, a propósito de
El ángel exterminador,
cuánto me atraen las acciones y las frases que se repiten. Estábamos buscando un pretexto para una acción repetitiva, cuando Silberman nos contó lo que acababa de ocurrirle. Invitó a varias personas a cenar en su casa, un martes por ejemplo, olvidó hablar de ello a su mujer y olvidó que ese mismo martes tenía una cena fuera de casa. Los invitados llegaron hacia las nueve, cargados de flores. Silberman no estaba. Encontraron a su mujer en bata, ignorante de todo, cenada ya y disponiéndose a meterse en la cama.
Esta escena se convirtió en la primera de
El discreto encanto de la burguesía.
No había más que proseguirla, imaginar diversas situaciones en las que, sin forzar demasiado la verosimilitud, un grupo de amigos intentan cenar juntos, sin conseguirlo. El trabajo fue muy largo. Escribimos cinco versiones diferentes del guión. Había que encontrar su justo equilibrio entre la realidad de la situación, que debía ser lógica y cotidiana, y la acumulación de inesperados obstáculos, que, no obstante, no debían parecer nunca fantásticos o extravagantes. El sueño vino en nuestra ayuda, e, incluso, del sueño dentro del sueño. Por último, me sentí particularmente satisfecho de poder dar en esta película mi receta de dry-martini.
Excelentes recuerdos de rodaje: como, con bastante frecuencia, se hablaba y se trataba de alimentos en la película, los actores, en particular Stéphane Audran, nos llevaban al plató manjares con que reponer fuerzas y bebidas para refrescarnos. Tomamos la costumbre de hacer una pequeña pausa hacia las cinco, momento en que desaparecíamos durante unos diez minutos.
A partir del
Discreto encanto,
rodada en 1972 en París, cogí la costumbre de trabajar con una instalación de video. Con la edad, ya no tenía la misma agilidad y flexibilidad que antes para regular los ensayos ante la cámara. Me sentaba, pues, ante un monitor, que me daba exactamente la misma imagen que la del cameraman, y corregía el encuadre y la colocación de los actores desde mi sillón. Esta técnica me ha ahorrado mucha fatiga y mucha pérdida de tiempo.
Existe una costumbre surrealista del título que consiste en encontrar una palabra o un grupo de palabras inesperadas que dan una visión nueva de un cuadro o de un libro. Yo he intentado varias veces aplicarla al cine, en
Un chien andalou
y
La Edad de oro,
por supuesto, pero también en
El ángel ex-terminador.
Mientras trabajábamos sobre el guión, nunca habíamos pensado en la burguesía. La última noche —era en el parador de Toledo, el mismo día en que murió De Gaulle—, decidimos encontrar un título. Uno de los que a mí se me habían ocurrido, por referencia a la
Carmagnole,
decía
Abajo Lenin o la Virgen en la cuadra.
Otro simplemente:
El encanto de la burguesía.
Carrière me hizo notar que faltaba un adjetivo, y entre mil de ellos fue elegido
discreto.
Nos parecía que, con este título,
El discreto encanto de la burguesía,
la película adquiría otra forma y casi otro fondo. Se la miraba de forma distinta.
Un año más tarde, cuando la película está
nominated,
es decir, seleccionada para los Óscar de Hollywood y nos encontramos trabajando en el proyecto siguiente, cuatro periodistas mexicanos a los que conozco nos localizan y vienen a almorzar en el Paular. En el transcurso de la comida me hacen preguntas, toman notas. Naturalmente, no dejan de preguntarme:
—¿Cree usted que obtendrá el Óscar, don Luis?
—Sí, estoy convencido —respondo, muy seriamente—. Ya he pagado los veinticinco mil dólares que me han pedido. Los norteamericanos tienen sus defectos, pero son hombres de palabra.
Los mexicanos no ven malicia alguna en mis palabras. Cuatro días después, los periódicos mexicanos anuncian que yo he comprado el Óscar por veinticinco mil dólares. Escándalo en Los Ángeles, télex tras télex. Silberman llega a París, muy molesto, y me pregunta qué locura me ha dado. Le respondo que se trata de una broma inocente.
Después de lo cual, se calman las cosas. Transcurren tres semanas y la película obtiene el Óscar, lo que me permite repetir a mi alrededor:
—Los americanos tienen sus defectos, pero son hombres de palabra.
Este nuevo título, ya presente en una frase de
La Vía láctea
(«vuestra libertad no es más que un fantasma»), quería representar un discreto homenaje a Karl Marx, a ese «espectro que recorre Europa y que se llama comunismo», al principio del
Manifiesto.
La libertad, que en la primera escena de la película es una libertad política y social (esta escena se halla inspirada en sucesos verdaderos, el pueblo español gritaba realmente «vivan las cadenas» al regreso de los Borbones por odio a las ideas liberales introducidas por Napoleón), esta libertad adquiría muy pronto otro sentido muy distinto, la libertad del artista y del creador, tan ilusoria como la otra.
La película, muy ambiciosa, difícil de escribir y de realizar, me pareció un poco frustrante. Inevitablemente, ciertos episodios predominaban sobre otros. Pero, de todos modos, sigue siendo una de las películas mías que prefiero. Encuentro interesante el argumento, me gusta la escena de amor entre la tía y el sobrino en la habitación de la posada, me gusta también la búsqueda de la niña perdida y, sin embargo, presente (idea en la que con la soñaba desde hacía tiempo), los dos prefectos de Policía con la visita al cementerio, lejano recuerdo de la Sacramental de San Martín, y al final en el parque zoológico, esa insistente mirada del avestruz, que parece tener pestañas postizas.
Pensando ahora en ello, me parece que
La Vía láctea, El discreto encanto de la burguesía y El fantasma de la libertad,
que nacieron de tres guiones originales, forman una especie de trilogía, o mejor, de tríptico, como en la Edad Media. Los mismos temas, a veces incluso, las mismas frases, se encuentran presentes en las tres películas. Hablan de la búsqueda de la verdad, que es preciso huir en cuanto cree uno haberla encontrado, del implacable ritual social. Hablan de la búsqueda indispensable, de la moral personal, del misterio que es necesario respetar.