Mírame y dispara (35 page)

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Authors: Alessandra Neymar

Tags: #Romantico, Infantil-Juvenil

BOOK: Mírame y dispara
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—Sí… —Abrí la palma de mi mano en un último esfuerzo para entregarle a Enrico la tarjeta—. Toma, es… la tarjeta. Dentro de… la caja… hay unas… coordenadas…

Caí en un sueño profundo en el que Cristianno surgía de entre la neblina.

Cristianno

—¿Qué le han hecho? —pregunté a Enrico en cuanto entró en el salón de mi casa.

Él bajó la cabeza mientras Mauro se incorporaba en el asiento y lo miraba expectante. Todos estábamos ansiosos por saber cómo se encontraba Kathia. Incluso mi abuela, que no había podido dormir y se había quedado con nosotros en el salón.

Mi madre se frotó las manos.

—Habla de una vez, muchacho —dijo nerviosa.

—Le dieron una… paliza. —Enrico se mordió el labio inferior esperando mi reacción colérica.

Cerré los ojos mientras me mordía el puño fuertemente cerrado.

—Hijos de puta. ¿Quiénes había? —preguntó Mauro.

—Todos. Le pegaron con toallas para no dejar marcas.

—Para que se luzca preciosa mañana por la noche. Malnacidos —mi abuela tomó mi mano y se acercó a mi oído—. Tranquilo, mi pequeño, la sacaremos de allí y lo sabes. Pronto estarás con ella.

Aunque las palabras de mi abuela me dieron fuerza y sabía que eran verdad, no pude evitar saltar del sofá.

—Eso llevo diciéndome dos días. ¡Dos días, abuela! Pero no me consuela —grité irascible.

Salí de allí sabiendo que dejaba a mi familia más consternada de lo que ya estaba. Ellos estaban compartiendo conmigo cada minuto, para que la ausencia de Kathia no fuera tan dura. Había tomado somníferos para dormir, pero no me habían hecho efecto. Solo habían servido para traerme su rostro a mis sueños continuamente. Mi alma estaba en una de las habitaciones de la mansión Carusso.

Llegué a mi cuarto e intenté cerrar la puerta, pero Enrico me lo impidió. Me observó fijamente y, tras unos segundos de silencio, me cogió del brazo tirando hacia él. Me abrazó y yo me perdí en su pecho en busca de un consuelo que no encontraba.

—Solo unas horas, Cristianno. Después te irás con ella. Lo sabes, solo aguanta.

Me aparté lentamente.

—Lo sé, pero me resulta muy difícil la espera.

Enrico asintió con la cabeza antes de cerrar la puerta.

—Bien, ¿qué es lo que falta? —preguntó.

—Nada. Todo está listo.

—¿Y el viaje?

—Fue lo primero que organicé.

Me llevaría a Kathia a Londres. Aquel lugar era de los pocos donde los Carusso no habían extendido sus redes. En casi todos los países había algún que otro infiltrado, no solo de los Carusso o los Bianchi, sino también de sus clanes hermanados, aquellas familias que habían preferido seguir con ellos a pesar de la traición.

Me atusé el cabello algo nervioso. Tenía miedo de que nada saliera como estaba previsto.

—¿Y si nos equivocamos? Sabemos cómo es Virginia. Nos ha demostrado de lo que es capaz. No pondré en peligro la vida de Kathia otra vez.

—No fallará. Londres no está tomada por ellos. Es el lugar perfecto.

—Sí, es cierto.

Enrico caminaba de un lado a otro, pensativo. Quería hacerme una pregunta y no sabía por dónde empezar.

—¿Que haréis cuando cumpla los dieciocho? —preguntó por fin.

Lo miré como solo un hombre enamorado podía hacerlo. Un único pensamiento se cruzó en mi mente y Enrico supo captarlo. El resto de mi familia ya estaba enterada. Sabían cuáles eran mis planes y estaban seguros de que Kathia aceptaría. Tan seguros como yo.

Enrico sonrió y resopló al mismo tiempo.

—Es un paso trascendental, ¿lo sabes, verdad?

—Sí, pero estoy más que dispuesto.

—Quiero que me avises. Me gustaría estar presente en ese momento.

—Sabes que lo haré.

Capítulo 40

Cristianno

Emilio apareció agarrando a Virginia del brazo. Parecía tranquila y no oponía resistencia. Incluso dejaba que asomara una sonrisa malévola de la comisura de sus labios. No quise mirarla, pero el cristal de la ventana me mostró su reflejo. Se atrevía a envalentonarse después de todo lo que había hecho.

Me levanté lentamente de la silla, contemplándola al fin. Estaba en lo cierto al pensar que sonreía.

Retiré a Emilio de un empujón y le di un bofetón a Virginia antes de cogerla del cuello. La arrastré hacia la mesa y coloqué su cabeza sobre la madera echando mano de mi pistola. La mataría allí mismo ¿por qué esperar?, ¿por qué tener compasión cuando ella no la había tenido ni con Fabio ni con Kathia?

Hundí la punta de mi pistola en sus rizos cobrizos y presioné con fuerza.

—¿Qué tienes que decir ahora, Virginia? Ya no está tú Jago para librarte de esta —mascullé encolerizado mientras quitaba el seguro del arma; estaba preparado para disparar, pero mis hermanos me retiraron a tiempo.

Forcejeé.

—Hijo mío, recuerda que tenemos un final mejor para ella —repuso mi padre mientras Emilio la arrastraba—. Sentadla —ordenó antes de que el rostro se le tensara—. Si no dejas de sonreír no volveré a detener a mi hijo.

Virginia cambió la expresión, pero no dejó de plantarle cara a mi padre. Branko, mi tío materno, se colocó detrás de su cuñado.

—¿Sabes lo que supone para mí que una traidora como tú haya usurpado mi apellido? No lo sabes porque solo eres una rata apestosa. Has jugado con mi nombre, has jugado con mi familia. Has matado a mi hermano pequeño. ¿Cómo has tenido valor? —dijo mi padre reprimiendo las mismas ansias que yo tenía de matarla.

Domenico presionaba el bolígrafo sobre la mesa. Incluso llegó a romper la punta de la rabia que le consumía. Tenía enfrente a la asesina de su hijo menor y era difícil mantener la calma.

—¿Qué te ofrecieron? —preguntó Alessio.

—Nada.

—A Jago —repuse yo mientras mis hermanos me liberaban.

—No lo metas en esto —masculló Virginia, enfurecida.

Me abalancé a por ella dando un golpe en la mesa.

—¡Y una mierda! ¡Tú metiste a Kathia!

—Ella se metió solita.

—¿Sabes lo que pienso hacer? Matar a Jago como tú hiciste con mi tío.

Virginia sonrió soltando una carcajada.

—No, no lo harás, porque ellos tienen a Kathia.

—¿Cómo te atreves a enfrentarte a mí? —masculló mi padre.

—¿Tanto te interesa esa niñata, Silvano? No es más que una…

Alessio le cruzó la cara con el reverso de su mano y después se acercó a su oído.

—Meterte con ella supone meterte con nosotros, cuñada —dijo mi tío.

—¡Fabio robó a los Carusso algo que les pertenecía! —clamó la pelirroja.

Domenico se alzó de la mesa, impetuoso, mientras todos le observábamos. Ella se asustó y entornó los ojos siguiendo los movimientos de mi abuelo, que se inclinó hacia Virginia y colocó su viejo rostro a solo unos centímetros.

—Mientes, fue al revés y lo sabes. No juegues al despiste con nosotros, Virginia —dijo mi abuelo.

Domenico miró hacia la puerta en el momento en que se abrió. Tras ella apareció uno de los guardias escoltando a mi abuela, Ofelia, que portaba una gran caja blanca. Se la entregó al escolta y miró a su marido. Domenico asintió con la cabeza mientras ella se acercaba hasta él.

Me sorprendió ver a mi abuela allí dentro. Siempre se había mantenido al margen, aunque yo sabía que le daba ideas a mi abuelo y que siempre apoyaba a la familia. Pero en aquel momento no se trataba de un simple negocio. Su hijo había muerto y quería mirar a la cara de la persona culpable de aquella desgracia.

Mi abuela miró a Emilio y le hizo un gesto con la barbilla. Este cogió a Virginia del brazo y la puso en pie. Ofelia la observó durante unos segundos con una templanza y frialdad que daban miedo. Después tomó aire y negó con la cabeza antes de que Domenico le colocara una mano en la espalda. Quería compartir el dolor con su esposa.

Sin previo aviso mi abuela le dio una bofetada que retumbó en todos los rincones del despacho. Creo que fue la más dura de todas, porque Virginia ni siquiera se atrevió a levantar la cara. Se ocultó bajo el flequillo y se quedó mirando el suelo.

Acto seguido, Ofelia escupió a sus pies. Virginia siguió sin mirar, pero se encogió aún más.

—Ni siquiera llegas al nivel de ese escupitajo. Eres bazofia. —Mi abuela miró hacia el escolta que había entrado con ella y asintió con la cabeza. El guardia enseguida abrió la caja y retiró el papel de seda que cubría el interior—. Pero, después de todo, voy a obsequiarte con algo. Adelante, Leandro, trae el presente a nuestra querida Virginia.

Leandro sonrió entre dientes y extrajo un vestido rojo de corte griego. Por un instante imaginé a Kathia con un vestido parecido a ese. El rojo le favorecía mucho más que cualquier otro color.

Virginia por fin miró y frunció el ceño al ver aquello. Sabía que algo se ocultaba tras aquel gesto y yo sonreí al verla por fin con rostro dubitativo y algo temeroso.

—Espero que sea de tu agrado. Es de diseño, concretamente de Roberto Cavalli. ¿Os he dicho que adoro a ese diseñador? —Mi abuela hizo una mueca—. No me gusta el corpiño en este tipo de vestidos, pero me he permitido una excepción contigo, ¿quieres saber por qué? —Me miró con fijeza.

Aquello significaba que me daba permiso para que yo continuara.

—El corpiño lleva unos filamentos de fibra de carbono rellenos de nitroglicerina. Se unen a un pequeño dispositivo que hay en la cintura; «tu marido» lo inventó. De esa forma no explotará antes de lo previsto —dije con sorna mientras acariciaba el filo de la mesa. Sabía que no me quitaba los ojos de encima. Me acerqué hasta la caja para coger un pequeño mando. Era plateado y tenía unos botones numéricos y tres más sobre la minúscula pantalla—. En el momento en que se presione este botón —dije señalándole el de color rojo— la nitroglicerina hará explotar un perímetro de quinientos metros. Espero que comiences a entender lo que te estoy diciendo.

Virginia tenía los ojos abiertos de par en par y sus pupilas temblaban. Ya no le quedaban fuerzas para burlarse. Estaba aterrada. Había entendido perfectamente. Ella sería la bomba.

Se humedeció los labios y se recompuso.

—Kathia estará en el barco. ¿También piensas hacerla saltar por los aires? —repuso, torciendo el gesto.

Sonreí imitando su expresión. Mi frialdad sorprendió a los presentes, que sabían que me descontrolaba cuando se mencionaba a Kathia.

—Para cuando tus extremidades se mezclen con las de los demás invitados, Kathia estará a salvo, conmigo.

Virginia apretó los dientes antes de enseñarlos cual perro rabioso.

—Irás a la fiesta y fingirás; eso se te da muy bien, ¿no es cierto? Si intentas quitarte el vestido, morirás. Y si piensas hacer alguna estupidez también morirás —continué explicando bajo la sonrisa de mis abuelos y de mis tíos.

—¿Y si les aviso? —Me provocó y yo caminé hacia su posición.

Me coloqué detrás de ella, retiré su cabello con delicadeza y acaricié su nuca. La piel de su cuello se erizó y su cuerpo se estremeció. Eso me dio más seguridad. Me incliné hacia su oído y lo rocé con mis labios.

—Mañana morirás de cualquiera de las formas. Pero puedes estar contenta, Jago te hará compañía.

Kathia

La suntuosa limusina negra se detuvo frente a una alfombra roja que llevaba a la pasarela del barco. Los fotógrafos y los periodistas se agolpaban a ambos lados de unas cintas custodiadas por el personal de seguridad. Gritaban y agitaban sus micrófonos y cámaras, histéricos por intentar hablar con el nuevo alcalde de Roma. Aquello parecía más el estreno mundial de una superproducción cinematográfica de Hollywood que una ceremonia política. Si supieran cómo terminaría la noche, seguro que estarían haciendo que sus portátiles echaran humo para escribir un artículo que describiera la masacre. Nadie que subiera a ese barco sobreviviría. Excepto Enrico y yo.

Quizá debería haberme sentido mal por lo que iba a ocurrir, quizá debería avisar a mi familia. Pero ya no sentía ninguna estima por ellos, solo odio. Que ardieran en el infierno era lo único que deseaba.

Casi todos los invitados habían llegado; ministros, magnates, aristócratas…

Valentino me observó las piernas y se bebió la copa de champán de un sorbo. Después, echó un vistazo a los fotógrafos.

—No deberías haberte puesto un vestido corto. Se trata de una ceremonia, no de un cóctel ni nada parecido. ¿Acaso no te han enseñado las reglas del protocolo, niña?

Lo que realmente le fastidiaba es que la marca de mi ropa fuera Dolce & Gabbana. ¡Ja!, que ironía.

—No seré tan niña si me quieres convertir en tu esposa —repuse con desdén.

Quiso contestar, pero le interrumpió el nuevo chófer.

—Cuando esté listo, señor Bianchi.

—Ya lo estoy —contestó con arrogancia. Lo miré con fijeza y sonreí.

La pierna me quedó al aire cuando empecé a salir del coche. Era un vestido entubado y de escote pronunciado; la falda tenía una abertura desde la rodilla hasta el muslo, así que quise aprovecharla. Me pareció gracioso ver cómo los fotógrafos se peleaban por conseguir una instantánea de mi pierna semidesnuda. Quería provocar y lo estaba consiguiendo. Me retiré el cabello y volví la mirada hacia Valentino.

—Hoy a cualquier persona la llaman señor o caballero. Que contrariedad, ¿no te parece? —Salí del coche con aire de superioridad.

La Kathia arrogante y calculadora en la que me habían convertido en tan solo unos días me hacía sentir poderosa. Pero Valentino no se quedó de brazos cruzados. Me cogió de la cintura y esperó a que todos los flashes estuvieran en nuestra dirección para soltarme un beso. No un beso cualquiera, sino un beso digno de grabar. La mitad de Roma me habría colgado por pensar que los labios de Valentino me resultaban asquerosos. Todo el mundo estaba loco con aquel muchacho de veinte años. De hecho, todo el mundo lo admiraba, aunque si la prensa hablaba de él era porque no podía hacerlo del menor de los Gabbana, que se lo tenía prohibido, y por tanto debía alimentarse de las sobras, es decir, de Valentino.

—¿Qué estás haciendo? —pregunté furiosa alejándome de sus labios.

—Besar a mi futura esposa.

—Deja de decir eso de una vez. Me dan náuseas cada vez que lo escucho.

Me empujó hacia los periodistas para que empezaran las preguntas. No estaba dispuesta a escuchar nada, pero me fue imposible zafarme. Debía aguantar y las miradas de Enrico, desde el barco, me lo confirmaron.

—¿Por qué os casáis tan jóvenes?

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