Movimientos religiosos modernos (2 page)

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Authors: Alberto Cardín

Tags: #Ensayo,Referencia,Religión

BOOK: Movimientos religiosos modernos
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Los horrores y crímenes de lesa humanidad cometidos por el nazismo durante la Segunda guerra mundial sumieron a Occidente en una creciente perplejidad, al quedar de manifiesto que lo que hasta entonces había podido considerarse como una solución transitoria para épocas de crisis —la abdicación de la libertad de los ciudadanos en un líder carismático— desembocaba inevitablemente en la moderna sociedad de masas en un Estado criminal.

Durante los tres lustros siguientes, la oposición de la Unión Soviética al fascismo y el hecho de que las penalidades y las restricciones de la libertad en este país fueran explicadas como pasos previos necesarios para la institucionalización de una sociedad pacífica y sin desgarros, mantuvieron la fe en el comunismo —tal como históricamente había llegado a plasmarse— por parte de vastos sectores de población occidentales. La falsa liberalización ocurrida a la muerte de Stalin y la revelación que los sucesores hicieron de sus crímenes acabaron por rematar, en bastantes casos, dicha esperanza.

Fue entonces cuando los movimientos de liberación antiimperialistas —fundados en una cierta idea de revolución en la revolución, o de sistema perpetuamente autocrítico— y los movimientos de cuño anarquista —surgidos en el interior de las metrópolis como reacción frente al socialismo— se alzaron como la gran alternativa, dentro aun del terreno de lo político, para devolver al individuo el sentido de seguridad que la moderna sociedad industrial le había quitado.

El anarquismo y el antiimperialismo conectaron a mediados de los sesenta con la protesta juvenil contra el consumismo y el materialismo de la sociedad del desperdicio —no había llegado aún la crisis del petróleo— y, entre comunas,
happenings
-monstruo, protestas contra la discriminación racial dentro de las metrópolis y las crueldades de éstas en el exterior, ansias de fusión con la naturaleza y liberación de los sentidos mediante el sexo y la droga, se tuvo la última ilusión de conseguir el paraíso en la Tierra sin tener que pagar los sufrimientos excesivos de las revoluciones anteriores.

La vergonzosa guerra de Vietnam, el frustrante fin de la revolución cultural china, la definitiva rusificación de Cuba y los límites que la derrota de mayo del 68 habían puesto de manifiesto —como fueron lo imposible de la fusión estratégica entre obreros y estudiantes, o la capacidad de reacción del sistema establecido— alejaban la posibilidad de fundir revolución total y revolución política, al menos en la presente coyuntura histórica.

No parecía quedar ya más que la vuelta al conformismo de la política liberal tradicional, como forma de ir ganando una convivencia mediocre pero libre de horrores —lo que muchos hicieron uniéndose a McCarthy primero y luego a Cárter en Estados Unidos, y a los socialistas y ecologistas en Europa—, o sumirse en la introspección y el vacío místicos, reduciendo al máximo las incitaciones y frustraciones del mundo que les rodeaba, mediante el ingreso en sectas religiosas o cofradías místico-ascéticas reducidas, fundadas en la obediencia ciega a un maestro y en la repetición obsesiva de determinados ritos.

La secta, en cuanto creación de un microcosmos a la vez perfectamente tangible y absolutamente trascendente a la sociedad-ambiente, es una de las más socorridas salidas en tiempos de crisis para la mayor parte de las civilizaciones urbanas: en la secta vuelve a recuperarse el sentido de la comunidad homogénea y perfectamente regulada que la sociedad industrial ha barrido de casi todo el mundo. El individuo renuncia en ella a su libertad y a sus aspiraciones sociales, pero a cambio se siente seguro, arropado por otros iguales a él y dotado de unas coordenadas absolutas que le vienen dadas por la doctrina o la presencia confortante de un
maestro
.

Las contradicciones de la secta y sus adeptos con respecto de la sociedad industrial imperante, incluso cuando decide situarse físicamente al margen de ella (mediante el encierro en el
ashram
, o la huida hacia el campo), son múltiples, pero la seguridad psicológica que la pequeña escala de los contactos humanos genera y la ciega adhesión a la doctrina por parte de los adeptos acaban por difuminar toda posibilidad de registrar dichas contradicciones.

¿M
AGIA, CIENCIA O RELIGIÓN
?

La ciencia ha ejercido una crítica implacable de las formas atávicas de pensamiento y de comportamiento que ha llevado a la religión a autolimitarse, renunciando a toda pretensión de primacía ideológica y encerrándose en el ámbito privado de la creencia. Si la ciencia hubiera logrado llevar a término su utopía de una sociedad plenamente racional, autoconsciente y autorregulada mediante la revisión constante de sus postulados, y si hubiera conseguido llevar al compás —como era su ideal— los avances en el conocimiento, el desarrollo técnico de éstos y las mejoras de la forma de vida que posibilitan, tal vez la confianza en su capacidad de adecuación a las circunstancias que ella misma ayudaba a cambiar habrían dado al individuo una nueva forma de seguridad, distinta a la que la comunidad primitiva le ofrecía, pero seguridad al fin y al cabo.

Desgraciadamente, la aplicación puramente técnica de los conocimientos científicos —cada vez más acelerada y menos controlada durante los últimos cincuenta años— por un lado, y la brecha entre los conocimientos superespecializados que dicha aplicación exigía y unas relaciones sociales que no seguían el ritmo de cambio de los conocimientos científicos y técnicos, por otro, han hecho que la conciencia de la realidad del hombre occidental se suma cada vez más en la confusión y en la falta de perspectivas.

Una ciencia demasiado abstracta y generalizadora en la actualidad como para poder dar cuenta de sus descubrimientos, sumada al ritmo autónomo del desarrollo de la tecnología, que extrae consecuencias de sus propios cálculos sectoriales sin prever sus consecuencias sociales, han hecho que el ciudadano común, el profano, se sienta cada vez más perdido en un mundo en expansión, cuyos límites ni los mismos especialistas científicos parecen conocer. Y de nada valdría que los científicos tomaran conciencia de sus propias limitaciones, fruto de la excesiva parcelación de los campos de estudio, o incluso de los límites aparentemente insalvables a la hora de sintetizar de un modo coherente todos los campos de conocimiento por el momento dominados. Esto jamás les impediría seguir avanzando, acostumbrados como están a actuar en su campo de estudio sobre la base de hipótesis. Tampoco sería obstáculo para la actual utilización social de la ciencia el que ésta resulte carecer de bases objetivas de justificación que otorguen una fiabilidad innegable a los datos que aporta: el hecho de que se la considere —como muchos filósofos afirman— el mito específico de nuestra cultura haría que tuviera la misma funcionalidad que el mito tiene en las sociedades primitivas, como forma de conocimiento adecuado del entorno y medio de cohesión social.

El problema está en que la ciencia en su forma actual resulta disfuncional con relación a la sociedad en la cual se inserta. Y ello debido al desfondamiento del equívoco ilustrado que sirvió de base a su funcionalidad social durante el siglo
XIX
, según el cual la ciencia era la ideología crítica de la realidad, ideología que todos los miembros de la misma podían llegar a compartir mediante la difusión pedagógica.

Dicha difusión pedagógica ha chocado con dificultades insalvables de tipo social que no han hecho sino ampliar constantemente la brecha entre los especialistas y los profanos, curiosamente como efecto de la misma vulgarización de los conocimientos adquiridos en los laboratorios y centros de estudio especializados; la expansión de los primeros inventos, cuyos beneficios se apreciaban de manera inmediata y en la misma vida cotidiana, sirvió sin duda para crear la seguridad y la comodidad burguesas, que duraron hasta la primera conflagración mundial.

Aún hasta poco después de la Segunda guerra mundial los beneficios de la comercialización de la penicilina, las mejoras técnicas de la radioterapia, así como las mejoras en la comunicación mundial que supuso por esta misma época el gran desarrollo de la aviación comercial y la difusión masiva de los medios audiovisuales, lograron sujetar el temor que el individuo empezaba a sentir ante la sospecha de que los especialistas manipulaban a sus espaldas, y cuyos efectos había podido apreciar por primera vez con las explosiones atómicas.

La carrera de armamentos y la imparable expansión de la electrónica durante los últimos veinte años han hecho que el ciudadano corriente se encuentre permanentemente retrasado con relación a la realidad de los acontecimientos que más directamente le afectan, en el momento mismo en que mayor información recibe acerca de ellos. Y lo que es peor, no sólo retrasado, sino inerme ante la lógica autónoma de los mismos, que no le permitiría tomar decisiones, aunque tuviera tiempo de hacerlo.

En tales condiciones, la actitud del ciudadano medio occidental es de pavor, rechazo y desamparo ante un entorno amenazante que desconoce o que, cuanto más conoce en sus efectos puramente noticiosos —la mera mención de los nuevos inventos, de las nuevas combinaciones técnicas que le llegan por los medios audiovisuales—, más extraño y terrorífico le resulta.

Es un sentimiento parecido al que el primitivo experimentaba ante la naturaleza, frente a la que, sin embargo, tenía la defensa del rito, la tranquilidad del relato mítico y el modo de abordaje y manipulación a las fuerzas naturales que representaba la magia. Cosas, todas éstas, de las que el hombre moderno se halla privado, ya que, por decirlo de alguna manera, su propia magia se ha vuelto contra él.

L
OS PODERES DE LA MENTE

El triunfo de la ciencia en Occidente —a partir ya prácticamente del siglo
XIV
, cuando Guillermo de Occam enuncia su famoso «principio de la navaja»— consistió fundamentalmente en su intento de autolimitarse a las relaciones de causa-efecto observables y a la verificación constante de los nuevos conocimientos alcanzados mediante este proceso de observación.

Sin embargo, la inducción baconiana —es decir, el registro minucioso de los fenómenos observados para, a partir de ellos, enunciar las leyes generales— tuvo escasa relevancia en la enunciación de las teorías que verdaderamente supusieron un avance en el conocimiento científico. Ya Inmanuel Kant, en el siglo
XVIII
, se preguntaba cómo era posible que a partir de un escaso número de observaciones pudieran enunciarse las leyes que rigen el funcionamiento del universo, y tuvo que resolver el problema mediante una especie de armonía preestablecida entre la estructura de la mente humana y la forma de las leyes que rigen la naturaleza.

Su intento de explicación, no obstante, quedó como una tentativa puramente especulativa que nada tenía que ver con el funcionamiento real de la ciencia: tan arraigado estaba el inductismo entre los científicos.

Tendrían que elaborarse las teorías físicas que a principios del presente siglo intentan explicar la naturaleza y la propagación de la luz y las orientadas a explicar los elementos últimos de la materia —fenómenos todos ellos inalcanzables por aquel entonces con los instrumentos de observación disponibles— para que los mismos científicos y los defensores de la inducción a ultranza empezaran a reconocer lo que es hoy consenso casi general entre los filósofos de la ciencia: que las grandes teorías de la ciencia moderna nunca fueron demostrables sobre la base de experimentos u observaciones previos a su enunciación, sino que se aceptaban sobre la base de su plausibilidad explicativa, y se criticaban, reformaban o rechazaban no tanto mediante la aportación de datos nuevos como a partir de la formulación de teorías más amplias, mejor organizadas o, en último término, más aceptables para la comunidad científica.

Por extraño que parezca, fue precisamente la ideología inductista, tan poco coherente con la operatividad real del pensamiento científico, la que permitió que éste pudiera plasmarse en forma de avances técnicos. Y ello porque el énfasis puesto en el lado activo del pensamiento y su aplicación práctica, al tiempo que permitía al pensamiento científico occidental huir de la especulación puramente contemplativa que había paralizado el pensamiento griego y oriental, alejaba la posibilidad de una concepción mágica del mundo, fundada en la «omnipotencia del pensamiento» y en la que la causalidad estuviera siempre situada del lado de la psique.

Se trataba y se trata, sin embargo, de un equilibrio inestable entre dos aspectos contradictorios, que es lo que tradicionalmente ha producido en filosofía el movimiento pendular entre el idealismo y el materialismo, entre la primacía de la mente sobre la realidad, y viceversa.

En la ciencia, esta polaridad inestable empezó a darse a mediados del siglo pasado en forma de una dualidad que comenzó a afectar a determinados científicos, quienes, por encima de unas teorías perfectamente coherentes que explicaban aspectos concretos de la realidad, y más allá de unos logros técnicos conseguidos mediante la aplicación práctica de sus teorías, veían un campo cada vez más amplio abierto al misterio.

Científicos académicos, altamente considerados —como Crookes, inventor del tubo catódico, y Barrett, que puso, junto con Tyndall, las bases del microscopio electrónico— empezaron a interesarse por los fenómenos paranormales como la telequinesia —poder de mover objetos a distancia—, la telepatía —transmisión del pensamiento a distancia— y la percepción extrasensorial —técnicamente llamada ESP—, de forma que no tardó mucho en constituirse una ciencia específica —por supuesto no reconocida por la ciencia académica— llamada parapsicología, que empleaba todos los métodos y los sistemas de observación de aquélla para estudiar todos estos problemas.

Un sector de esta ciencia empezó a interesarse por la observación de una serie de fenómenos celestes, aparentemente dotados de o manejados por una voluntad consciente, a los que se dio el nombre de
OVNIS
(
UFO
, en inglés, de ahí el nombre de
ufología
de esta ciencia), que curiosamente empezó a proliferar coincidiendo con la crisis religiosa, política y cultural que Occidente comenzó a experimentar durante la guerra fría.

Estos
OVNIS
que hasta mediados de los años cincuenta fueron considerados como objetos amenazantes, empezaron a ser imaginados como mensajeros de civilizaciones superiores extragalácticas que venían a llamar la atención a los terrícolas sobre su estupidez destructora.

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