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Authors: Christopher Moore

¡Muérdeme! (18 page)

BOOK: ¡Muérdeme!
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Además, se me estropeó el maquillaje cuando Ronnie intentó asfixiarme con una almohada, y voy a necesitar al menos una hora para arreglarlo. Me habían dicho que uno no siempre se muere de sobredosis cuando se toma un montón de drogas, porque el corazón no siempre se te para, y por eso se supone que debes meter la cabeza en una bolsa de plástico. Pero yo no quería hacer eso porque me había maquillado a lo Cleopatra, que queda très elegante, para estar buenísima cuando resucitara. Se suponía que Ronnie debía taparme la boca y la nariz con la mano hasta que dejase de respirar, para así tener que retocarme solo el lápiz de labios en caso de que se me hubiera corrido. Porque si no hacía eso podía tirarme semanas en plan «novia en coma», con la robomamá llorando por no poder desenchufarme de lo culpable que se sentía por tratarme como a una mierda y no haber sabido apreciar nunca toda mi oscura complejidad y mi belleza interior y eso, y ahora mismo tengo demasiadas cosas que hacer como para pasar por ello.

Pero Ronnie no esperó ni a que me desmayara. Yo acababa de tomarme las pastillas bajándolas con un poco de Sunny D (porque a los nosferatu nos gusta la ironía), y me había tumbado en el suelo como habíamos planeado, para que Ronnie pudiera hacerme rodar hasta debajo de la cama y esconderme de los letales rayos del sol y de mamá. Así que yo estaba allí, llorando por la pérdida de mi mortalidad y eso, cuando va Ronnie y me pone una almohada en la cara y se sienta encima. Y yo diciendo: «Espera, espera, mmphff. Mmphff».

Y entonces se tira justo en mi cara uno de sus asquerosos pedos veganos, porque es vegana desde que tuvo piojos y le afeitamos la cabeza. (No sé por qué. Por algo sobre ajo y parásitos. Está de la chaveta.) Pues eso, que decidí que lo de recibir el don oscuro podía esperar y que iba a matar a Ronnie en cuanto consiguiera quitármela de encima. ¡Y entonces va y se suelta otro! Y es más flaca que yo. No sé cómo le caben.

Y se ríe con tantas ganas que se cae de encima de mí y es entonces cuando actúo.

Pues eso, que la persigo por la casa diciendo: «Voy a arrancarte la piel y a hacerme unas botas con ella para pisar mierda de perro» y otras amenazas típicas de supervillano, cuando las cosas empiezan a darme vueltas y lo último que recuerdo es pasar ante la ventana y caerme por el balcón. Y así fue como morí trágicamente joven, sin que nadie sintiera pena por mí o derramara lágrimas por mí o besara mis fríos labios sin vida y eso.

Pero ahora soy una pasada de no muerta. Creo que con práctica, acabaré siendo una supersupervillana y de verdad que me parece guay, porque ya no necesitaré préstamos estudiantiles, como los habría necesitado con la carrera que había elegido de poeta romántica trágica.

Pues eso, que ahora debo arreglarme el maquillaje, elegir un conjunto y vagar por la solitaria noche en busca de la condesa y del vampiro Flood, y quizá dejarme caer por la guarida de amor para descolocar a Fu con mi belleza inquietante y eterna, aunque de poco pecho.

Ok. Grcs. Ciao. ¡Mola ser inmortal! ¡Puedo teclear a velocidad infernal! ¡Temedme! Ciao.

El Emperador

El Emperador compartía con sus hombres un sándwich submarino en un banco del muelle 9, bajo el brillante sol de mediodía, mientras veían atracar un yate que parecía un cuchillo negro. Era casi tan grande como un campo de fútbol, con mástiles de acero inoxidable, todo negro, con el aspecto que el Emperador supuso que tendría una nave espacial propulsada por velas. Las velas de los tres mástiles estaban mecánicamente plegadas a modo de mortajas de negra fibra de carbono, y las ventanas curvas del puente de mando eran negras. No se divisaban tripulantes en cubierta.

El Emperador nunca había visto nada igual en todos sus años dentro y fuera del mar.

Holgazán encogió las orejas y gruñó.

—Calma, pequeño, solo es un barco de vela, y muy bonito —dijo el Emperador, aunque le pareció extraño que la tripulación no saliera a asegurar las amarras.

Un barco de ese tamaño y, lo que era más importante, tan caro, debía de tener una media docena o más de marineros amarrándolo. Pero cuando estuvo en paralelo al muelle, en el casco aparecieron unos cohetes de altitud que lo propulsaron suavemente hasta el muelle. Cohetes en el otro costado se encargaron de que se detuviera a quince centímetros del borde, y flotó allí mientras los cohetes seguían funcionando para impedir que se alejara. Los cien metros de eslora de acero y fibra de carbono, probablemente más de mil doscientas toneladas, habían aparcado con la misma facilidad y algo más de suavidad que un Mini Cooper en el aparcamiento de un centro comercial.

Holgazán corrió hasta el borde del rompeolas y desató una andanada de ametralladora de ladridos, traducibles como: «Barco malo, barco malo, barco malo, barco malo».

El arrebato de ladridos de su compañero de ojos saltones no se salía de lo corriente, y normalmente el Emperador lo dejaba pasar tras calmarlo con una palabra, pero aún tenían el submarino a medio comer y debía de estar pasando algo muy grave para que Holgazán abandonase el escenario de un sándwich.

Esta vez fue Lázaro quien olfateó el viento frío que llegaba desde la bahía y gimió, inclinó la cabeza y miró al Emperador, todo lo cual se traducía del perro como: «Huele a no muerto, jefe».

El Emperador no entendía lo que le decían sus compañeros, pero lo sospechaba. Y no quería saberlo. Solo habían pasado unas horas desde que los dos inspectores de policía lo dejaran ante el club náutico St. Francis, cuyos miembros le permitían usar a él y a sus hombres las duchas exteriores, y uno de los miembros le había comprado ese estupendo sándwich, en agradecimiento por sus servicios a la ciudad. Solo había transcurrido una hora desde que había conseguido estirarse del todo, tras haber pasado la mayor parte de la noche boca abajo dentro de un barril. Y solo ahora, tras un paseo por los muelles y una buena comida, empezaba a calmársele el dolor en hombros y rodillas. No estaba listo para volver a la batalla.

—Soy un viejo egoísta —le dijo a los hombres—. Un cobarde preocupado por mi propia comodidad, cuando mi pueblo corre peligro. Tengo miedo.

Pero esto lo decía mientras se levantaba sobre sus chirriantes rodillas, apoyándose en el bastón que esa misma mañana había recuperado del club marítimo, donde lo había dejado para que se lo guardaran. El mango estaba tallado en marfil con la forma de un oso polar, y encajaba en la mano del Emperador como hecho para él, aunque era el regalo de un joven muy agradable llamado Asher, dueño de una tienda de segunda mano en North Beach, pero esa era otra historia.

Deseó que tuviera un estoque dentro, como el que llevaba el joven Asher. Ay, tendría que enfrentarse al barco negro con solo un bastón, un sándwich y sus intrépidos compañeros peludos.

Resopló hinchando mucho los carrillos y se dirigió al muelle, seguido por Holgazán y Lázaro, que andaban con las orejas gachas y entonando una armonía de gruñidos a dúo. En la barandilla del rompeolas había unas cuantas personas congregadas señalando al gran barco. No resulta inusual que la gente interrumpa bruscamente lo que hace, pero cuando uno está en plena marcha o yendo a algún sitio con prisas y busca una razón para hacer una pausa, aquel barco negro despertaba la imaginación lo suficiente como para justificar la parada para recuperar el aliento.

Una vez ante el barco, el Emperador no estuvo muy seguro de lo que debía hacer a continuación. No había ningún motivo que justificase el abordarlo, aparte de la conducta de Holgazán. Y el barco no era de su ciudad, por lo que no podía reclamar su dominio sobre él. Podía oír los cohetes de altitud funcionando bajo el agua, de forma esporádica, para mantener el barco en su sitio. Solo tenía que dar un paso, aunque había de ser un paso largo, y pisaría la cubierta de proa. Quizá después de darlo se le ocurriría algún plan de acción. Retrocedió por el muelle para coger carrerilla, toda la que le permitía su avanzada edad y su constitución de caldera, pero cuando gritó el «dos» de la cuenta atrás para dar el salto, por la barandilla de encima del puente de mando asomó un rostro moreno rodeado de una maraña de rizos rubios y un joven gritó:

—Paz, mi tío carroza que trae manduca, ¿vale? Te doy colosales gracias, pero favor espera en muelle.

Y el Emperador se detuvo. Hasta Holgazán y Lázaro dejaron de gruñir y se sentaron e inclinaron la cabeza a un lado de la manera en que los perros esperan que salga la palabra «comida» en medio de una lectura de La Ilíada.

El joven saltó desde lo alto del puente de mando hasta la cubierta inferior, y sus pies desnudos apenas hicieron ruido al aterrizar. Era esbelto y musculoso, con la piel del color del café con leche y el tatuaje de una ballena jorobada en el pectoral derecho. Llevaba pantalones cortos pese al fresco aire de la bahía, una única anilla dorada en la nariz y una serie de ellas que recorrían el borde de cada oreja. Sus rizos se abrían en abanico alrededor de su cabeza y sus hombros como si fueran serpientes solares intentando escapar.

Salvó de un salto la distancia que lo separaba del muelle, exhibiendo una sonrisa deslumbrantemente blanca y cogió de la mano del Emperador lo que quedaba del sándwich.

—Jehová te ama, tío, por traer manduca a mí tras tanto tiempo en mar.

Holgazán ladró y gruñó. El rastafari rubio tenía su sándwich.

—Ah, perrito miedo de mí —dijo el rasta—. Jehová te bendiga.

Se agachó y rascó a Holgazán tras las orejas.

El desconocido olía a aceite de cacahuete, marihuana y no muerto, y Holgazán pensaba morderlo en cuanto acabara de rascarle las orejas.

—Mí es Pelelekona Keohokalole. Llama Kona por corto. Capitán pirata y león de ciencia salobre, ¿sabe?

—Yo soy el Emperador de San Francisco, protector de Alcatraz, Sausalito y la isla Treasure —dijo el Emperador, que pese al barco negro no se animaba a ser maleducado con el sonriente desconocido—. Bienvenido a mi ciudad.

—Ah, gracias muchas, hermano. Respeto mucho tú, ¿sí? Pero no puedes subir al barco Cuervo, no. Te mata, hermano. Mata automático. Y muerto muerto. No muerto caminante como ellos abajo.

—Eso no hay ni que decirlo —dijo el Emperador.

Perro Fu

Hacía una hora que las ratas estaban despiertas y moviéndose cuando Fu oyó la llave en la puerta. Dejó el soldador que estaba usando con el sujetacables y ya se estaba volviendo hacia la puerta cuando la tuvo encima. Ella le rodeó con las piernas y él sintió que le crujían las vértebras y cayó hacia atrás. Algo le cogió la cabeza por la nuca y algo húmedo y con sabor a cobre se metió en su boca: una lengua.

El pánico vibró por todo su cuerpo y pensó que igual se ahogaba, pero entonces percibió el olor: una mezcla de perfume de sándalo, cigarrillos de clavo y café con leche. En medio del pánico, tuvo una erección de primera y la clavó en su atacante para defenderse.

Ella se apartó y le cogió de la pechera de la camiseta mientras él jadeaba recobrando el aliento.

—¡Rawr! —rugió ella.

—Te he echado de menos —dijo Fu.

—Tu padecimiento solo ha empezado —dijo Abby.

Llevaba una minifalda de tartán rojo sobre unas mallas negras con un pronunciado escote en pico, un collar de perro con pinchos y sus Converse Chuck Taylor verde lima, que ella llamaba a veces sus «Chucks amor prohibido» por motivos que no había conseguido adivinar.

—Me estás aplastando las costillas.

—¡Eso es porque soy una nosssssferatu y mis poderes son legión y esas cosas! Très guay, ¿eh?

Entonces Fu se dio cuenta de que lo había hecho, de que había conseguido convertirse de algún modo en vampira. Ya no tenía anillos en la nariz, la ceja y el labio, y se le habían curado los agujeros de los piercings. También le había desaparecido la araña tatuada en el cuello.

—¿Cómo? —preguntó, mientras calculaba rápidamente las posibilidades de sobrevivir que tenía Abby.

El día anterior había hablado con ella por teléfono y estaba seguro de que le habría mencionado la transición de haber pasado ya por ella, así que estaba en sus primeras veinticuatro horas. Todavía podía estar entre las que se volvían locas y se autodestruían, y el que Abby no anduviese escasa de locura o autodestrucción no significaba que no debiera intentar salvarla.

Ella volvió a besarle con ganas y él fue hiperconsciente de que, por muy agradable que fuera aquello, se había roto la piel de los labios de él o de ella. De momento, parecía estar bien. Ella lo apartó de un empujón, pero volvió a cogerlo por la nuca para que no se golpeara contra el suelo. De hecho parecía más considerada estando muerta, aunque no mucho más callada.

—Ten paciencia, mi ninja del amor, te usaré como el delicioso prostituto con pelo a lo manga que eres, pero antes tengo que probar mis poderes. Suelta a algunas de las ratas para que les dé ordenes con mis pensamientos psíquicos de vampiro. A ver si puedo ordenarles que limpien la cocina.

Bueno, igual no convenía descartar la parte de la locura, pensó Fu.

—Sí, y luego a ver si haces venir a unos mirlos para que te aten un lazo en el pelo.

—¡No te pongas mordaz, Fu! ¡Debes obedecerme! ¡Soy la condesa Abigail von Normal, reina zorra de la noche, y tú eres mi suplicante esclavo sexual!

—¿Eres una condesa o una reina? Has dicho las dos cosas.

—¡Cállate, criajo, antes de que te deje seco!

—Vale —dijo Fu—. Un hombre sabio elige sus batallas.

—Así no, Fu. ¡Lo que quiero decir es que te dominaré y tú acatarás mi voluntad!

—¿Y en qué se diferenciará eso de cualquier otro día?

—Déjate de banalidades y preguntas capullescas, Fu. Estás presenciando mi embriagador poder sobre la noche.

—Suena como si hubieras comprado una linterna.

—Se acabó. Voy a liarme a hostias con tu culo de ninja —respondió apartándose de él de un salto y asumiendo la postura kung-fu «tigre agazapado, chúpate esta», conocida por todo el que haya visto una película de artes marciales.

—¡Espera! ¡Espera! ¡Espera!

—Bueno —dijo Abby, relajándose asumiendo la postura mucho menos peligrosa de «tigre encorvado relajándose con bolsa de Cheetos», conocida por todo el que se haya tomado un aperitivo.

—Antes necesitas alimentarte, recuperar fuerzas —dijo Fu—. Eres una vampira novata. Necesitas acostumbrarte a tus poderes.

—Ja. Hablas como un mortal incapaz de comprender lo insondable que es el don oscuro. Cuando venía hacia aquí salté sobre un coche. Y corro más rápido que el autobús F. Mis Chucks aún humean por la velocidad residual. Venga, tócalas. Lámelas, si es necesario. Ahora puedo ver eso del aura en ti, que es como rosa brillante, y no combina para nada con tu pasada de peinado y tu protuberancia masculina.

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