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Authors: Christopher Moore

¡Muérdeme! (21 page)

BOOK: ¡Muérdeme!
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—Sí —dijo Gustavo. Habían probado el lanzallamas en el campo de baloncesto de Chinatown. Tenía un alcance corto y muy abierto. En otras palabras, si Gustavo lo usaba en el callejón, probablemente los quemaría a todos.

Barry se volvió y disparó un chorro de remedio para gatos vampiro contra el piloto encendido del lanzallamas. La llama se apagó con un siseo.

—Bueno, vamos.

—Entonces, a la de tres —dijo Rivera. Todos apuntaron con las armas.

—Uno.

Rivera asintió con la cabeza hacia Cavuto y sujetó el interruptor de su cazadora luminosa.

—Dos.

Troy se agazapó y apuntó con su Super Soaker al centro de la puerta, listo para disparar en cualquier dirección. Cavuto desenfundó la Desert Eagle, la amartilló y le quitó el seguro con el pulgar.

—¡Tres!

Los policías abrieron las puertas y encendieron las cazadoras, mientras los Animales entraban.

Seis sorprendidos gatitos y su madre gata les miraron desde una caja colocada en un estante lleno de tambores de detergente de cinco litros.

Todos miraron a su alrededor, sin decir nada. Los Animales bajaron las armas. Los policías apagaron las cazadoras.

—Bueno, esto ha sido algo embarazoso —dijo Troy Lee.

—Galleta —ladró Marvin.

Todos se volvieron hacia él.

—Eres una mierda, Marvin —dijo Cavuto—. Esos son gatos normales.

Marvin no entendía nada. Había seguido el rastro, había hecho la señal cuando llegó al final del rastro. ¿Dónde estaba su galleta?

—Perro malo, Marvin —dijo Lash.

Marvin le gruñó, y luego se volvió hacia Rivera y ladró:

—Galleta.

No era un perro malo. No tenía la culpa de que nadie le hubiera enseñado a apuntar hacia arriba. No tenía la culpa de que nadie mirara arriba, más allá del cobertizo, ascendiendo por la pared hasta llegar al techo, a cuatro pisos de altura. ¿Es que no los oían?

—Galleta —ladró.

Chet

Chet vio a los cazadores de vampiros moverse abajo. Comprendía lo que estaban haciendo y lo mal que lo hacían. Los otros gatos se habían apartado del borde de la azotea; el olor a fuego, las cazadoras solares y el perro los hacían ser prudentes. Algunos eran supervivientes del encuentro con el pequeño espadachín japonés, y los asiáticos en general seguían poniéndoles algo nerviosos. Aunque no podían percibir las auras vitales que veían los vampiros humanos, su instinto de depredadores les decía que atacaran a los débiles y los enfermos, y en el grupo de abajo no parecía haber ninguna de las dos cosas.

Por otra parte, Chet era menos gato con cada noche que pasaba. Ya era más grande que Marvin, había perdido casi todo su instinto de gato y, fuera lo que fuera, ya no era un gato. Aunque seguía siendo un depredador, en su mente seguían apareciendo palabras, sonidos que producían imágenes. Conceptos abstractos que se arremolinaban con sonidos y símbolos. Su cerebro felino había sido reescrito con ADN humano y el resultado no era solo un depredador alfa, sino una criatura capaz de sentir venganza, compasión y crueldad conscientes.

Chet miró el grupo de abajo salir del callejón, liderado por Rivera y seguido por Barry, el hombre rana calvo y corpulento de los Animales. La parte felina del cerebro de Chet veía la calva de Barry como una madeja de lana que le incitaba a atacar. Necesitaba tenerla. Se convirtió en niebla y serpenteó por el costado del edificio. Le gustaba trepar boca abajo, sobre todo desde que le habían crecido pulgares, pero la única forma de coger al último del grupo sin tener que enfrentarse en combate al grupo entero era haciéndolo con discreción.

Se rematerializó ante Barry, erguido sobre las patas traseras y, antes de que el desventurado empleado de supermercado pudiera gritar, le metió en la boca la pata entera y sacó las garras dentro. Se oyó un ligero gorgoteo y Clint, el cristiano renacido, que caminaba delante de Barry, se volvió para encontrar un callejón vacío.

Chet ya estaba trepando por la pared, a tres pisos de altura. Barry colgaba de sus garras, estremeciéndose, mientras el enorme gato vampiro afeitado se bebía su vida.

Tommy

—Fu —dijo Tommy al oído de Fu—, antes de que te muevas, quiero que recuerdes que fui yo quien se puso tu cazadora solar para rescatar a Jody de Elijah. Así que te arrancaré el brazo en cuanto me parezca que puedes llegar a tocar un interruptor del tipo que sea, ¿vale?

—Yo no quería meterte en la estatua —dijo Fu por tercera vez.

—Lo sé —repuso Tommy—. ¿Dónde está Jody?

—Fue a buscarte.

Jared empezó a apartarse de la puerta y a retroceder hacia la zona de la cocina.

—A ti también, Jared. Si pasa un solo segundo sin que te vea las manos, te las arranco para no tener que preocuparme de ellas.

Jared agitó las manos ante él como si se estuviera secando las uñas.

—Vamos de malotes, ¿eh? Soy yo quien te ha dejado entrar. Iba a traerte algo de sangre.

—Perdona, es el estrés —dijo Tommy. Tenía a Fu cogido del cuello, pero sin apretar.

—Dale la bolsa que ya está abierta —dijo Fu.

—¿La que tiene las drogas dentro? —preguntó Jared.

Fu se encogió como si esperase oír el sonido de su cuello al romperse.

—Sí, esa, tontolculo.

—No la necesito de momento —comentó Tommy, antes de volver a dirigirse a Fu—. ¿Adónde fue Jody a buscarme?

—Fuera. Justo después de sacarte de la estatua. Se llevó la mitad del dinero y la mayor parte de la sangre. Abby dijo que estaba en el Fairmont, pero Rivera y Cavuto la encontraron. No sabemos dónde está ahora.

—¿Dónde está Abby?

—En casa de su madre —respondió Fu.

—No, no es verdad. —Tommy lo ahogó un poco—. Está aquí. Puedo olerla. —Inclinó la cabeza—. No oigo sus latidos. ¿Está muerta?

—Algo así —dijo Jared—. Es una nosssssferatu. Así es como lo dice ella. Jo, qué celoso estoy.

—¿He sido yo?

—No —dijo Fu—. Se lo hizo ella. Tú habías perdido la cabeza y la mordiste, pero Jody te apartó y te tiró por la ventana. ¿No te acuerdas?

—Apenas. Probablemente también eso sea lo mejor para ti.

—Está bajo el colchón —dijo Jared—. Fu me hizo esconderla ahí.

—Pienso devolverla a la normalidad. Te dije que podía hacerlo y puedo. Ya estoy trabajando en su suero.

—¿Y fue la última que vio a Jody?

—Su amiga Lily la vio salir del Fairmont hace un par de noches. Abby fue a buscarla y vio allí a Cavuto y Rivera.

—Entonces, no sabemos si la encontraron o no.

—No la encontraron. No dijeron nada cuando vinieron a por sus cazadoras.

—¿Sus cazadoras? ¿Cazadoras solares? ¿Les has dado cazadoras solares?

—Tengo que hacer lo que digan. Iban a arrestarme por estupro y corrupción de un menor.

—¿De verdad? ¿Conocen a Abby?

—De verdad —dijo Fu, con toda la tristeza de que se es capaz cuando te están ahogando—. Deja que te vuelva humano. Es lo que querías. Puedo curaros a Abby y a ti al mismo tiempo.

—No. Y no vas a cambiarla a ella. Despiértala.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Porque voy a salir a buscar a Jody y me llevaré a Abby conmigo. No pienso dejarla aquí con vosotros.

—¿Por qué? Es mi novia. No le haré daño.

—Es mi APS —dijo Jared—. Él sí que no es de fiar.

—Me la llevo conmigo. No pienso ir por ahí sin alguien que me cubra las espaldas. ¿Es que no veis películas de terror? El monstruo siempre te coge cuando te separas de los demás y te quedas solo.

—Creía que en esta película el monstruo eras tú —dijo Fu.

—Solo si no haces lo que te digo —repuso Tommy, algo sorprendido al oírse decir eso—. Despiértala, Fu.

Jody

Lo último que recordaba de antes de quemarse era un par de calcetines naranjas. Y ahí volvían a estar, fluorescentes, anaranjados, como unos calcetines de seguridad en carretera, en la base de un hombrecito manchado de sangre que trabajaba en una especie de banco de trabajo.

—Vaya, qué pinta más apetitosa tienes —dijo, y le desconcertó el sonido de su voz: seca, débil y vieja.

El hombrecito se volvió, primero sorprendido, pero entonces se repuso, hizo una reverencia y dijo algo en japonés. Y luego en inglés:

—Perdón.

—No pasa nada —dijo ella—. No es la primera vez que despierto en el apartamento de un desconocido sin recordar cómo he llegado hasta allí.

Pero sí era la primera vez que recordaba dónde había estado ardiendo al final de la noche. Antes de que la cosa llegara a esos extremos, las chicas con las que trabajaba le organizaron una intervención a la hora del almuerzo durante la que todas le dijeron por turnos, con franqueza y sinceridad, porque la querían, que era un putón desorejado borracho que se llevaba a la cama a todos los tíos buenos que pillaba cuando salían de bares los viernes y que tenía que ir cortándose de una puta vez. Cosa que hizo.

Y en este momento estaba tan desorientada como en aquellos tiempos, solo que, a diferencia de entonces, no se le ocurrió tener miedo.

El pequeño japonés hizo otra reverencia, cogió un cuchillo de punta cuadrada de la mesa de trabajo y se acercó tímidamente, con la cabeza gacha, diciendo algo que sonaba como una disculpa. Jody alzó la mano para hacerle un gesto que lo alejara, tipo: «Eh, no te acerques, vaquero», pero en cuanto vio su propia mano, una garra reseca blanco ceniza, las palabras se le atascaron en la garganta. El hombrecito se detuvo de todos modos.

¿Sus brazos? ¿Sus piernas? Se abrió el kimono. Tenía el estómago y los pechos marchitos como los de una abuela. El esfuerzo la agotó y se desplomó en la almohada.

El hombrecito avanzó arrastrando los pies y extendió la mano. Tenía vendado el dedo pulgar. Jody miró mientras él alzaba la mano, se quitaba la venda y ponía la punta del cuchillo en la herida que ya tenía allí. Ella le agarró la mano del cuchillo y se la bajó con mucha suavidad.

—No —dijo, negando con la cabeza—. No.

No podía ni imaginarse el aspecto que tendría su rostro. Las puntas de su pelo eran quebradiza paja roja. Imaginaba el aspecto que debió de tener antes de que él hubiera hecho eso por ella, de que hubiera hecho tanto.

—No.

Al tenerlo tan cerca pudo oler la sangre. No era humana. De cerdo. Olía a cerdo, aunque no entendía cómo lo sabía. Cuando estaba en su mejor momento, podía oler la sangre de alguien con solo pasar por su lado en la acera. No solo había perdido las fuerzas, sino que tenía los sentidos casi tan embotados como cuando era humana.

El hombrecito esperaba. Había hecho otra reverencia, pero no se había incorporado. Al siguiente momento, echó la cabeza a un lado, mostrándole el cuello. Se inclinaba para que pudiera beber de él. Sabía lo que era ella, y se entregaba. Jody le tocó la mejilla con el dorso de la mano y negó con la cabeza cuando él la miró.

—No. Gracias. No.

Él se incorporó, la miró, esperó. Ella olió la sangre seca del dorso de su mano, la probó. La había probado antes. Sintió algo pegajoso en la comisura de la boca… Sí, era sangre de cerdo. El hambre se revolvió en su interior, pero la contuvo. Era evidente que él le había dado su propia sangre, pero también sangre de cerdo. ¿Por cuánto tiempo? ¿Hasta dónde había conseguido recuperarla?

Le hizo un gesto para que le llevara papel y algo con lo que escribir. Él le llevó un cuaderno de dibujo y un ancho lápiz de carpintero. Ella dibujó un mapa de Union Square, y luego dibujó una tosca figura de mujer y a su lado escribió números, muchos números, sus tallas. ¿Y el dinero? Rivera tendría lo que dejó en la habitación, pero había escondido en otro sitio la mayor parte del dinero. Por los ladrillos del apartamento, el marco de las ventanas y el ángulo de la luz de las farolas que llegaba de lo alto, supuso que estaba en un apartamento en un sótano de la calle Jackson cerca del sitio por donde había huido. No había otra parte de la ciudad con ese aspecto tan antiguo. Se señaló a sí misma y al hombrecito y luego el mapa.

Él se lo cogió, trazó una equis y dibujó una versión simple de la Pirámide de Transamérica. Sí. Estaban en la calle Jackson. Ella dibujó el símbolo del dólar donde había escondido el dinero, y luego lo tachó. Estaba en una caja de fusibles eléctricos en una azotea a la que ella había trepado con facilidad, dos pisos por encima de la salida de incendios más alta. Ese frágil hombrecito nunca podría llegar hasta allí.

El hombrecito sonrió y asintió, señalando al signo del dólar. Fue hasta su banco de trabajo, abrió una caja de madera y sacó un puñado de billetes.

—Sí —dijo.

—Muy bien, entonces, supongo que vas a comprarme ropa.

—Sí.

Ella hizo el gesto de beber y asintió. Él asintió a su vez y volvió a alzar el cuchillo.

—No, no puedes permitírtelo. De animal.

Pensó en hacer como los cerdos, pero no estaba segura de que no interpretase otra cosa, así que dibujó un hombre a base de líneas y lo tachó, dibujando luego un cerdo con líneas digno de un alumno de párvulos, seguido de una oveja también con líneas y de un pez. Él asintió.

—Sí —dijo.

—Me sentiré muy decepcionada como me traigas un zoo de mascotas, señor… Eh… —Vaya, eso sí que era embarazoso—. Bueno, no eres el primer tipo con el que me levanto cuyo nombre no recuerdo. —Entonces se calló y le dio unos golpecitos en el brazo—. Ya sé que hablo como si fuera una fulana, pero la verdad es que me daba miedo dormir sola.

Miró a su alrededor, examinando el pequeño apartamento, las herramientas meticulosamente ordenadas del banco de trabajo, los zapatitos y el kimono de seda blanca en que la había envuelto.

—Gracias —dijo.

—Gracias —dijo él.

—Me llamo Jody —dijo, señalándose. Ella lo señaló a él, preguntándose si no sería una grosería en su cultura. Pero él la había visto desnuda y quemada, así que igual habían dejado atrás las formalidades. A él no pareció importarle.

—Okata —dijo él.

—Okata —dijo ella.

—Sí —repuso él con una gran sonrisa.

Se le estaban retrayendo las encías, haciendo que pareciera tener dientes de caballo, pero entonces Jody se tocó los colmillos con la lengua, que parecían no retraerse en su nuevo y reseco estado, y se dio cuenta de que no debía ser tan crítica.

—Ir, ¿vale? —dijo ella, señalando el cuaderno.

—Vale —afirmó él. Recogió sus cosas, se puso su estúpido sombrero y se disponía a salir cuando ella lo llamó.

—¿Okata?

—Sí.

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