Read ¡Muérdeme! Online

Authors: Christopher Moore

¡Muérdeme! (17 page)

BOOK: ¡Muérdeme!
2.09Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—A ver, ¿qué me estás diciendo?

—La nube de gatos no crecerá exponencialmente. Y la única forma de que puedan contagiar a otras especies es si estas muerden al atacante e ingieren sangre de vampiro. Por eso no ha habido más humanos vampiro.

—¿Y por qué no hay perros vampiro? —preguntó Cavuto.

—Supongo que los gatos los despedazan antes de que cambien —dice Fu—. Lo mío no es la ciencia del comportamiento, pero supongo que no hay mucho sentimiento de hermandad entre vampiros. Si se es un gato vampiro, básicamente se sigue siendo un gato. Si se es un perro vampiro, básicamente se sigue siendo un perro.

—Menos Chet —dijo Rivera—. Que es una especie de gato con algo más.

—Bueno, es que hay anomalías. Ya te lo he dicho, es una ciencia muy imprecisa. No me gusta nada.

El teléfono de Rivera gorjeó. Lo abrió y miró a la pantalla.

—Los Animales —dijo.

—¿Y? —preguntó Cavuto.

—Están en una carnicería de Chinatown. Dicen que tienen una forma de matar a los vampiros, pero que no pueden encontrarlos.

—Podemos llevarles a Marvin. Diles que vamos de camino.

Rivera sostenía el teléfono como si fuera una cosa muerta y repugnante.

—No sé cómo.

Fu le quitó el teléfono, tecleó un mensaje en él, pulsó enviar, y se lo devolvió.

—Ya estás en camino. Creí que dijiste que los únicos que podían arreglar esto estaban en esta habitación.

—Así es, y ahora se van.

—No os dejéis las cazadoras solares —dijo Jared—. Hemos cargado las baterías y todo. ¿Creéis que podréis encenderlas o tengo que ir a ayudaros? —Es un crío —repuso Rivera, agarrando a Cavuto por el brazo—. No puedes pegarle.

—Está decidido, chaval. Estás fuera de la tribu. Como me entere de que tocas un pene, aunque sea el tuyo, te meto en una cárcel de lesbianas machorras.

—¿Tienen de eso? Rivera miró a Jared desde detrás de su compañero y asintió, despacio, muy serio.

Katusumi Okata

La chica blanca quemada no se curaba muy deprisa y Okata se estaba quedando sin sangre. Daba la impresión de que lo único que podía hacer era mirarla, dibujarla y hacer gotear su sangre en su boca. Aunque había recuperado el pelo rojo, y se le había desprendido la mayor parte de la ceniza para revelar la piel blanca de abajo, seguía estando tan flaca como un espectro, y solo parecía respirar dos o tres veces por hora. Durante el día ni siquiera respiraba, y llegó a pensar que igual había muerto para siempre. No había abierto los ojos, ni emitido sonido alguno salvo un gemido grave que hacía cuando la alimentaba, y que se apagaba cada vez que dejaba de hacerlo.

No se encontraba bien, y el segundo día se mareó y se desmayó en la estera a su lado. Si despertaba como un demonio, estaría demasiado débil para defenderse y ella le dejaría sin sus últimas gotas de vida. Extrañamente, se rebelaba contra ello. Él necesitaba comer y recuperarse y ella necesitaba más sangre.

—Debemos encontrar un equilibrio —le dijo en japonés a la chica blanca.

Últimamente hablaba mucho con ella, y había descubierto que ya no le sobresaltaba el sonido de su propia voz dentro del pequeño apartamento que llevaba tanto tiempo sin una voz humana. Un equilibrio.

Cuando hubo luz y ella llevaba una hora inmóvil, cerró con llave su pequeño apartamento, cogió la espada y salió a Chinatown, avergonzándose de los pasitos de anciano que daba por lo débil que se había vuelto. Igual hasta entraba en un restaurante y tomaba algo de té y tallarines, y se sentaba hasta recuperar las fuerzas. Entonces buscaría el mejor modo de alimentar a la chica blanca quemada.

Pese a llevar cuarenta años viviendo al lado de Chinatown, solo conocía una docena de palabras en cantonés. Las mismas doce palabras que en inglés. Les decía a sus estudiantes del
dojo
que era porque consideraba el
bushido
inseparable de la lengua japonesa, pero en realidad era porque era testarudo y no le gustaba hablar con la gente. Sus palabras eran: hola, adiós, sí, no, por favor, gracias, vale, perdón y chúpame la polla. Pero había convertido en norma decir las últimas tres en conjunción de por favor o gracias, habiéndola roto solo una vez, cuando un matón del Tenderloin intentó quitarle la espada y Okata olvidó decir «por favor» antes de fracturarle el cráneo con la katana envainada. «Perdón», le dijo luego.

Había pasado más de una semana desde la última vez que Okata fue al dojo del barrio japonés. Sus estudiantes debían de creer que los estaba poniendo a prueba, y cuando llegase el momento de estar ante ellos, les diría mediante el traductor que debían aprender a sentarse bien. Que debían aprender a tener paciencia. Que no debían anticipar nada. La anticipación era deseo y ¿acaso no nos enseñó Buda que el deseo es la causa de todo sufrimiento? Entonces procedería a golpear con el
shinai
de bambú a todos y cada uno de ellos para darles una lección de sufrimiento. Gracias.

No le gustaba mucho la comida china preparada, pero el barrio japonés estaba demasiado lejos para ir andando, la comida japonesa de su barrio era demasiado cara, y unos tallarines son unos tallarines. Comería lo suficiente para recuperar fuerzas, luego compraría pescado, quizá algo de ternera que le ayudase a recuperar la sangre perdida, y cocinaría en casa.

Tras tomarse tres cuencos de sopa y beberse una tetera de té verde en un restaurante llamado Soba, se dirigió a la carnicería. Pasó junto al viejo que estaba sentado sobre una caja de leche tocando el
gahou
, un violín de dos cuerdas que se toca en posición vertical, que suena como alguien haciendo sufrir a un gato, cuando dos policías se detuvieron para preguntarse si debían echar dinero al viejo violinista o si no sería mejor para todos limitarse a electrocutarlo con un láser. Sonrieron a Okata y asintieron con la cabeza, y él les devolvió la sonrisa. Les hacía gracia el hombrecito de pantalones demasiado cortos, calcetines anaranjados fluorescentes y sombrero plano naranja, al que veían por el barrio desde que eran niños. Nunca se les ocurrió que fuera otra cosa aparte de un excéntrico, o que el bastón que llevaba en sus paseos no fuera un bastón.

Okata necesitó señalar mucho y una pantomima considerable para hacer entender al carnicero chino que quería comprar sangre, pero una vez lo consiguió se sorprendió al descubrir que no solo estaba disponible, sino que la había de varios sabores: cerdo, pollo, vaca y tortuga. ¿Tortuga? No para su chica blanca quemada. ¿Cómo se atrevía ese carnicero a sugerir semejante cosa? Le llevaría de vaca, y quizá uno o dos litros de cerdo. Recordaba haber leído una vez que los caníbales de las islas del Pacífico llamaban «cerdo grande» a la carne humana, así que igual le gustaba más la sangre de cerdo.

El carnicero precintó las tapas de ocho recipientes de litro que contenían toda la sangre que tenía que no fuera de tortuga, y luego los colocó cuidadosamente en una bolsa que entregó a la mujer de la caja registradora. Okata pagó el importe, cogió la bolsa y se estaba guardando el cambio cuando alguien le dio unos golpecitos en el hombro.

Se volvió. No había nadie. Entonces bajó la mirada: era una pequeña abuela china vestida como un matón de barrio que recordaba vagamente a un Yoda hiphopero. Le dijo algo en cantonés, luego se dirigió al carnicero, luego a la mujer tras el mostrador, que señaló la bolsa que llevaba. Entonces le dijo algo más a Okata y puso la mano en su bolsa.

—Gracias —dijo Okata en cantonés. Se inclinó ligeramente. Ella no se movió.

Tener que enfrentarse a una abuela china mientras iba de compras por Chinatown no era algo extraño para él. De hecho, más de una vez había tenido que abrirse paso a través de una montaña de matronas chinas solo para comprar un repollo decente, pero esta parecía querer lo que era evidente que ya había comprado.

Sonrió, volvió a inclinarse, ligeramente, dijo «Adiós» e intentó pasar por su lado. Ella se puso ante él, y entonces vio, debía haberlo visto antes, que había un grupo de jóvenes detrás de ella. Los siete, occidentales, hispanos, negros y chinos, parecían estar ligeramente colocados, pero no por ello menos decididos.

La vieja le ladró algo en cantonés e intentó quitarle la bolsa. Entonces intervinieron los jóvenes que había tras ella.

Los Animales

—¿Se han bañado alguna vez en sangre? —le preguntó Clint, el exheroinómano cristiano renacido, a los detectives cuando estos entraron en la carnicería.

Lo dijo sonriendo, mirando por encima del hombro. Clint estaba manchado de sangre de los pies a la cabeza. Todos los que había en la tienda estaban ensangrentados, excepto los dos policías uniformados que intentaban mantener separados a los tres grupos: clientes, carniceros y Animales. Tenían a estos últimos contra el mostrador, de cara a la pared, con las manos sujetas por correas de plástico.

—Inspector, estos dicen que debían encontrarse aquí con usted —dijo el más joven de los agentes, un hispano enjuto llamado Muñoz.

Rivera negó con la cabeza.

—Empezó él —dijo Lash Jefferson—. Nosotros nos ocupábamos de nuestros asuntos cuando él se puso en plan malote con nosotros.

Rivera miró al agente asiático, John Tan, con quien había trabajado una vez que investigó un asesinato en Chinatown y necesitó de un traductor.

—¿Qué ha pasado?

Tan negó con la cabeza y se echó atrás el sombrero con el extremo de la porra antidisturbios.

—Nadie ha resultado herido. Es sangre de cerdo y de vaca. El carnicero dice que estos chicos atacaron a un hombrecito japonés, un cliente habitual, porque había comprado toda la sangre de vaca que quedaba.

—La necesitamos como cebo —dijo Lash, guiñando un ojo—. Ya sabe, inspector, para usarla como la cerveza para matar babosas.

—¿Atacasteis a un viejo porque compró la sangre de vaca que quedaba? —preguntó Cavuto.

—Nos atacó —dijo Troy Lee—. Solo nos defendimos.

—Llevaba una espada —dijo Drew, volviéndose.

El agente Tan puso los ojos en blanco y se dirigió a Rivera:

—El carnicero dice que el viejo llevaba alguna clase de bastón. Lo usó para defenderse.

—El que no sacara la espada de la vaina no quiere decir que no fuera una espada —dijo Jeff, el deportista alto y rubio.

—Fue una lucha de honor —dijo Troy Lee.

—¿Entre un viejecito con un bastón y vosotros siete? —dijo Rivera—. ¿De honor?

—Le dijo a mi abuela que le chupara la polla —dijo Troy.

—Aun así —repuso Cavuto.

—Pero ella dijo que bueno —añadió Troy.

—Eso no está bien —dijo Lash.

La abuela, que estaba con los demás clientes enfurecidos y manchados de sangre de la tienda, dirigió al policía un chorreo de palabras en cantonés. Rivera miró al agente Tan para que le tradujera.

—Dice que entendió mal lo que él dijo porque tenía muy mal acento.

—Me da igual —dijo Rivera—. ¿Dónde está el tipo del supuesto bastón?

—Se fue antes de que llegáramos —dijo Tan—. Pedimos refuerzos, pero, cuando estos de aquí dejaron de resistirse, enviamos a la otra unidad a buscar a la víctima.

—La resistencia es fútil —dijo Clint con voz robótica.

—Creía que eras cristiano —comentó Cavuto.

—¿Qué pasa? ¿Es que no se puede amar a Jesús y además a
Star Trek
?

—Oh, por el amor de Dios. Rivera, arrestemos a estos capullos y…

Rivera alzó la mano pidiendo silencio.

—Agente Tan, me temo que los necesito. Ya tiene sus nombres por si aparece el del bastón y quiere poner una denuncia. Que toda esta gente le dé su nombre al carnicero. Estos les pagarán la tintorería.

—Sí, señor. Son todos suyos. ¿Quiere que les corte las ataduras?

—Nop— dijo Rivera—. Vamos, chicos.

Condujo a los Animales fuera de la carnicería, con las manos todavía atadas a la espalda, y se metieron en el río de gente que era la acera de la avenida Stockton.

—Será mejor que traigas a la abuela de Troy Lee —dijo Lash, echándose a un lado cuando un vendedor cargado de cajas chocó con él.

—Sí, la abuela tiene un arma secreta —farfulló Troy Lee.

—Eso he oído —dijo Cavuto.

Jeff, el deportista alto, dijo:

—Eh, ¿no se ha preguntado nadie para qué puede querer un viejo japonés ocho litros de sangre de animal?

16

Las crónicas de Abby Normal,

nosferatu

Bueno, la cosa ha sido dramática. Ronnie está encogida de miedo y llorando en la habitación de al lado porque bebí un poco de su sangre. ¡Hay que joderse con la llorica emo! ¡Supéralo de una puta vez, que la tienes por litros! ¿Qué se esperaba, que lo de matarme era gratis? No soy una putilla facilona adicta a la muerte que se deja asesinar por nada. Soy una nosferatu, atontada. Esta mierda tiene un precio. Y toda su sangre sabe a crema para las espinillas. Casi poto.

Lo sé, ¿a que es très guay? Ahora que soy una bella y oscura criatura de indecible maldad, creo que voy a abrir un blog para suscriptores de pago. Solo que por el momento debo limitarme a anunciar mi oscuridad y maldad indecibles porque aún estoy empezando con lo de la belleza. De entrada me han desaparecido todos los tatuajes. ¡Desaparecidos! Como borrados. Tras sucumbir al don oscuro tomándome un frasco entero de las pastillas para dormir de la robomadre, Ronnie me escondió en su cuarto bajo un montón de mantas y animales de peluche, y cuando desperté al anochecer, y me arrastré fuera de mi sepulcro de osos amorosos y teleñecos y eso, se me habían borrado todos los tatuajes. Como si hubiera expulsado la tinta por la piel. Ahora Ronnie tiene un Elmo epiléptico con más tinta encima que yo. Y se me han curado los agujeros de los piercings. Tengo todas las cadenas y anillos en la alfombra.

¿Mis tetas? Siguen siendo patéticas. Deseaba tanto poder ir a por Fu y alucinarlo con mi impresionante escote vampírico. Ya sabéis, ponerme un bustier que me las subiera bien apretadas y ¡bam!: «Mira esto, Fu, acojónate ante este canalillo de muerte y suplícame que te permita restregar tu apuesta cara ninja contra él». ¡Pero no! Ahora me soltará: «Oh, parece que se te han caído un par de monedas dentro de la camiseta. ¿Te ayudo a encontrarlas?».

Así que sufro.

Y no me puedo meter silicona. Vi lo que le pasó a la fulana azul de los Animales cuando se volvió vampira. Te despiertas con los implantes tirados por el suelo y te quedas en plan «si se la he mamado a unos cien desconocidos para tenerlas». Lo he calculado a ojo. El número de desconocidos varía en función del promedio de mamadas y de las tarifas quirúrgicas de tu zona. (Cuando tu madre está enfermera, adquieres arcanos conocimientos médicos.) Y tampoco puedes extirparte cosas en caso de que lo necesites, ¿sabéis?

BOOK: ¡Muérdeme!
2.09Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Saint and the Templar Treasure by Leslie Charteris, Charles King, Graham Weaver
Bash, Volume II by Candace Blevins
At Their Own Game by Frank Zafiro
Hikaru by Julián Ignacio Nantes
Random Acts of Kindness by Lisa Verge Higgins
The Mahabharata Secret by Doyle, Christopher C
Lover's Kiss by Dawn Michelle
Coffin To Lie On by Risner, Fay
Rising Shadows by Bridget Blackwood